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jueves, 9 de junio de 2022

Egaña | Josefina Lanberto, el Grito del Silencio

Tenemos para ustedes el texto que Iñaki Egaña ha dedicado a Josefina Lamberto.

Adelante con la lectura:


Josefina Lanberto, el grito del silencio

Iñaki Egaña

Ha muerto Josefina Lamberto Yoldi, hermana de Maravillas, aquella niña convertida en icono de la represión más brutal de los sublevados en Nafarroa. Violada en presencia de su padre Vicente, agricultor afiliado a UGT de Larraga, al que luego junto a su hija mataron para mostrar su supremacía ideológica y “humana” de una cuadrilla de desalmados que dirigieron el franquismo.
El sufrimiento de Josefina alcanzó a su generación, y también martirizó su vida y la convirtió en el espejo de los silencios que trabaron los verdugos. Cerca de 3.500 navarras y navarros fueron ejecutados por el fascismo en un territorio sin guerra. Decenas de miles, entre ellos Josefina, fueron asimismo borrados de la historia, enterrados en vida por su relación familiar, social o política con los desaparecidos.
Conocí a Josefina hace muchos años y su testimonio se me quedó grabado como si hubiera sido parte de mi vida desde siempre. Me impactó su relato. Hace ya casi 20 años realizamos las primeras excavaciones de este siglo sobre los muertos de 1936, en Fustiñana. Rescatamos los restos de siete fusilados de Murchante. Un grupo de voluntarios habíamos participado en las excavaciones, al lado de los hijos y nietos de los muertos.
Por la noche el equipo se dividió. Algunos marcharon para Murchante, yo me retiré hacia Tafalla para volver a la mañana siguiente. Cenamos un grupo pequeño de amigos, entre ellos Fermín Valencia, que estaba dando los últimos arreglos a una canción que tenía en mente, Maravillas. Nos la cantó con exclusiva y las lágrimas resbalaron por nuestras mejillas. Desde entonces la he escuchado cientos de veces con similares sensaciones.
Supe gracias a Fermín, que Maravillas tenía dos hermanas y una, además, viva. La primera, que abrió la puerta a los verdugos. Pilar. La segunda, que recibió un caramelo de los verdugos. Josefina, que estaba viva. Y conocí a Josefina, y con ella descubrí que la memoria de Maravillas seguía a flor de piel. Pilar murió en Alicante y allí se encuentra enterrada.
¡Ay de mí, Josefina!, ¡qué vida la tuya!
Tras la muerte de su padre y su hermana, los Lamberto tomaron el camino de Iruñea. Josefina decidió ingresar en un convento. En su instinto de niña, suponía que los hábitos la salvarían de tener un final como el de su hermana Maravillas. ¿Qué solución tenía, la hija de un rojo fusilado? La madre creyó que había otras posibilidades de vida. Y por eso, cuando Josefina le explicó la aventura del convento, la rechazó. Los católicos eran partidarios de Franco, como los que fusilaron a su padre y a su hermana.
Pero aun sin el consentimiento de su madre, Josefina tomó el camino religioso. Sea como fuera, las intenciones no sirven per se. Y en el convento supieron inmediatamente de quién era hija Josefina, de quién era hermana. Así que la metieron en un barco y la enviaron lo más lejos posible: Karachi, el actual Pakistán. E ingresaron a Josefina como si estuviera prisionera en el convento de Karachi. Haciendo limpiezas a los animales, sin poder levantar la vista. Siempre en actitud servil, como los esclavos del siglo XVIII. Le negaron los estudios y también aprender el idioma de los nativos. El infierno.
Y allí se detuvo el tiempo. Proust intentó recuperarse. Josefina, en cambio, no podía. ¿Quién sabía su nombre? Todos los días eran iguales. Grises, plúmbeos, descoloridos. Gritos por doquier. Pesadillas eternas. Se le mezclaban los de la época y los del 36 y al final no conseguía distinguirlos. Aunque el reloj se detuvo, los malos sueños de Josefina aumentaron. En todos ellos aparecía Maravillas. A veces también su padre Vicente.
Un día, a Josefina le estalló la espalda, por sus tareas. Debido a la grave enfermedad, fue enviada a Europa. Al hospital de su congregación en Bélgica. Tuvo que pasar un año en una cama estrecha. Inmóvil. De Bélgica la enviaron a Madrid y supo de la muerte de Franco en la capital del Reino.
En el convento pidió permiso para volver a casa, buscando las huellas de su padre y de su hermana. Llegaba la democracia, la Democracia con mayúscula. Pero de nuevo, le negaron la salida. Es más, tuvo que oír que si Maravillas y Vicente fueron asesinados en la guerra sería por algo. Cuarenta y cinco años después. Tanto tiempo esperando para nada.
El sosiego de Josefina, si es que alguna vez lo tuvo, desapareció para siempre. Y junto a la falta de sosiego la fe. Ángeles y diablos formaban un mismo grupo. No había diferencia entre el dios supremo y Lucifer. Arrojó el hábito y la doctrina a la basura y, a la muerte de la otra hermana Pilar, Josefina abandonó el convento, aborreciendo la hipocresía. Por la puerta de atrás, con el alma en un vilo esperando no ser detenida.
Todas las noches desde que Josefina dejó el convento y perdió la fe hasta el día de su muerte han sido un infierno para ella. En la última década recibió el reconocimiento de las asociaciones memorialisticas, e incluso Xabier Montoia noveló su vida, en “Golgota”. Pero aquel agujero que comenzó en Larraga hace 86 años, jamás se cerró. No conoció la justicia de Dios, y si la de la sociedad que hemos creado no existe, ¿cuál era su esperanza?
¡Ay de mí, Josefina!, ¡qué vida la tuya!

 

 

 

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