Desde el Portal de Viento Sur traemos a ustedes este escrito que delinea claramente las intenciones que han llevado a los integrantes de Gure Esku, apoyados por la Assemblea Nacional Catalana, a convocar a la actividad reivindicativa bautizada como 'Vía Pirenaica / Pirinioetako Bidea / Via Pirinenca".
Disfruten la lectura:
Al anochecer de este sábado 2 de julio, miles de personas iluminarán los Pirineos para reivindicar el derecho a la autodeterminación. La asociación vasca GureEsku, que defiende el derecho a decidir de Euskal Herria, y la independentista Assemblea Nacional Catalana (ANC) organizan conjuntamente una cadena humana luminosa que conectará el Cantábrico y el Mediterráneo en defensa de una solución democrática a los conflictos territoriales de soberanía. Asociaciones como Omnium Cultural, Artistes per la República o la Federació d'Entitats Excursionistes de Catalunya colaboran con la iniciativa. También participarán en la movilización otras entidades soberanistas,y se encenderán luces solidarias en distintos lugares: Madrid, Galicia, Mallorca, Occitania… o el Machu Picchu.
Tras el reflujo que supuso la derrota independentista en Escocia y la represión que siguió al referéndum del 1 de octubre de 2017 en Catalunya, una nueva ola soberanista se prepara en Europa. El paréntesis pandémico ha alargado sin duda la resaca, pero las cuestiones estructurales ligadas al fundamento del poder político –quién decide dónde y cómo– no han desaparecido. Es más, en una coyuntura de crisis sistémica a todos los niveles, el debate en torno a la soberanía ha adquirido una mayor relevancia.
Pero cuando la preocupación más perentoria es poder pagar la electricidad y llegar a fin de mes… ¿tiene sentido la reactivación de la sociedad civil en parámetros soberanistas? ¿No ha quedado amortizado ya el derecho a decidir?
“Es la economía, estúpido”, repetirán algunos, parafraseando aquel famoso ripio de Bill Clinton. Sí, sin duda, la economía es fundamental. Pero la economía no es un fenómeno meteorológico o una ciencia natural. La economía –la organización del uso de recursos escasos para satisfacer las necesidades individuales o colectivas– está sujeta a decisiones humanas. Decisiones que casi nunca son tomadas directamente por aquellos colectivos más afectados por esa escasez relativa de recursos.
Cuando el soberanismo reivindica el derecho a decidir está demandando el derecho de la ciudadanía a tomar las decisiones que le afectan en todos los ámbitos. Está defendiendo la soberanía energética, alimentaria, digital, corporal o de género…, es decir, está defendiendo la soberanía popular tout court. Una soberanía que se construye de abajo a arriba, que no admite lugares ciegos a la voluntad popular –no, por supuesto, la forma de gobierno–, y que en su dimensión territorial permite articular unidades políticas mayores desde la libre voluntad de los pueblos.
Sin embargo, el debate es profundo y va más allá de las legítimas reivindicaciones de los pueblos sin Estado propio. En efecto, el proceso de globalización –más o menos acelerado o bloqueado por la recomposición de las posiciones geoestratégicas– pone en cuestión el concepto de soberanía y lleva aparejadas dos respuestas contrapuestas:
Por un lado, la corriente de la historia nos conduce a que los Estados defiendan su soberanía en la escala interna con más fuerza, si cabe. Esta lógica trae consigo una reactivación del nacionalismo de Estado reaccionario de la mano de la expansión de los valores autoritarios tradicionales en conjunción con políticas económicas neoliberales y opciones geopolíticas belicistas. Domina la lógica inmunitaria en unos Estados cada vez más amurallados, según la terminología planteada por Roberto Esposito y Wendy Brown, respectivamente.
Pero, por otro lado, es cada vez mayor el número de pueblos que desean acceder a la soberanía estatal. En estos casos el sistema de valores que acompaña normalmente a la reivindicación es de carácter progresista. No es una consecuencia de la bondad intrínseca de esos pueblos. Una larga historia de resistencia frente a Estados autoritarios y la necesidad de buscar la mayor legitimidad democrática posible favorecen articulaciones ideológicas en las que, frente a la xenofobia inmunitaria, se proponen escalas de justicia comunitarias integradoras –Nancy Fraser– y una gestión equilibrada de la diversidad identitaria. Más equilibrada en todo caso que la actualmente existente en los Estados-nación constituidos.
Este debate intra-estatal –conectado con la soberanía interna– se combina actualmente con la recomposición de los bloques geoestratégicos globales. Con la excusa de la (auto)defensa y la salvaguarda de un sistema de valores común, estamos asistiendo a un reforzamiento de las instituciones supraestatales occidentales –OTAN y Unión Europea–,en cuya materialización ha desaparecido por completo la voz soberana de la ciudadanía. Europa se está construyendo federalmente en lo fiscal –menos–, y en lo militar, sobre todo. A este paso pronto veremos a nuestra juventud ¡construir la nación europea” en las trincheras del este o del sur, en una suerte de Erasmus sangriento. ¿Dónde está la “Europa social y democrática de derecho”? ¿La de los derechos y libertades individuales y colectivos? ¿Quién ha decidido multiplicar el gasto en defensa limitando la inversión social? No me digan que la reivindicación del derecho a decidir de la ciudadanía está ya superada. También va de esto. De autogobierno democrático, de elegir la escala adecuada de cada decisión política, de dar la voz directamente a la ciudadanía en todas las cuestiones que le afectan. Por eso los cleavages –nacional e ideológico– se solapan casi siempre: no es casualidad que la izquierda sea autodeterminista, y que asumir realmente la opción autodeterminista te conduzca necesariamente a políticas más progresistas.
Y como al final lo que se discute es el statu quo, la reconceptualización de la soberanía interna y externa a la que estamos asistiendo no puede dejar de ser conflictiva. La realpolitik geoestratégica supera –dicen que por elevación–, los derechos de los pueblos y conduce a una redefinición de fronteras basada en el uso de la fuerza. Los derechos individuales y colectivos se sacrifican sistemáticamente en un mundo dominado por la necropolítica. Si no se establecen procedimientos democráticos garantistas para la (re)definición de fronteras, el sufrimiento colectivo será inevitable. En este sentido, el derecho a decidir el estatus político de los pueblos no solo es un mandato democrático básico, es también un instrumento eficaz para la prevención de conflictos. La coyuntura en el hinterland europeo –Incluidos los países de la Gran Bretaña, el Magreb, el Cáucaso y Oriente Próximo…– nos recuerda continuamente que muchos conflictos que hoy se conciben en clave geoestratégica hubieran podido ser evitados si se hubiera reconocido el derecho a decidir de los pueblos y se hubieran gestionado de forma democrática los conflictos territoriales de soberanía a nivel interno.
En un ámbito geográfica y políticamente más cercano, Escocia acaba de anunciar un referéndum para decidir sobre su independencia en octubre del año que viene. La nueva hoja de ruta está en marcha y por la vía del acuerdo político con Londres, la cesión competencial o las elecciones en clave plebiscitaria, sabemos que más temprano que tarde Escocia volverá a decidir libremente su futuro. Costará más o menos tiempo, pero a ambas partes les resultaría inconcebible la represión penal de tal demanda. Conforme a los acuerdos de viernes Santo de 1998, es muy probable que pronto se plantee el referéndum de unificación de Irlanda. En Quebec, su tribunal supremo está afinando el concepto de claridad y Nueva Caledonia encadena referéndums de autodeterminación sin conflictos graves… Las fronteras no parecen ser refractarias a la decisión democrática en muchos lugares, salvo, al parecer, en España.
Y pasamos a la agenda estatal: ¿tiene sentido la reivindicación del derecho a decidir en la actual coyuntura española?
Partimos de una sugerente reflexión del filósofo de moda. Según Byung Chul Han, es preciso distinguir entre las decisiones inteligentes, dirigidas al corto plazo, y las racionales, que responden a análisis de largo alcance. Los partidos con expectativas electorales tienden a centrarse en las primeras –ganar o no perder elecciones, entrar en tal cual gobierno o sacar adelante medidas populares–, mientras las políticas públicas racionales, aquellas que no ofrecen réditos inmediatos y pueden incluso conllevar costes electorales, se postergan sine die.
Los movimientos sociales, como agentes del cambio, no están sujetos a la evaluación inmediata de sus resultados, y su éxito o fracaso se mide casi siempre a escala generacional, histórica. Gure Esku cumplirá pronto diez años. Es joven como movimiento. Desde aquellas primeras cadenas humanas que movilizaron miles de personas, ha protagonizado cientos de movilizaciones en toda Euskal Herria: manifestaciones reivindicativas o de solidaridad con Catalunya y Escocia, consultas populares en cientos de municipios en las cuales han podido votar más de 200.000 personas, mosaicos humanos, jornadas y actividades formativas en colaboración con otras entidades sociales y sindicales. Más de 50 en la última dinámica en favor del derecho a decidir en todos los ámbitos vitales, sociales, políticos y económicos: “hamaikagara”.
La lectura que Gure Esku hace de la realidad española es sencilla porque es, como decíamos antes, racional. Podemos jugar con las palabras –“nacionalidad” da mucho juego–, lanzarlas de vez en cuando como globos-sonda y luego retirarlas, frivolizar, en fin, pero nadie en su sano juicio puede negar que España es de facto un Estado políticamente plurinacional. Desde principios del XIX, al menos, el conflicto nacional ha permanecido irresuelto en el sistema político español, y si la realidad plurinacional es indiscutible, lo racional es pensar es que tal realidad debe ser reconocida jurídicamente. Así, si avanzamos un paso más en la argumentación es evidente que la única fórmula adecuada a dicha realidad plurinacional es un (con)federalismo asimétrico que garantice el derecho a decidir de las naciones peninsulares.
Pero en Gure Esku, además de ser racionales, queremos ser también inteligentes. Es decir, queremos lograr nuestros objetivos en un plazo razonable de tiempo. Por eso, no abjuramos del pensamiento estratégico, el que permite conectar fines con medios, medios eficaces para lograr objetivos a corto, medio y largo plazo.
En este momento gozamos de la suficiente experiencia histórica para entender que en España el derecho de autodeterminación de las naciones sin Estado no se logrará sin una movilización intensa y continuada en el tiempo. Además, aunque el contratiempo catalán del 17 nos recuerda la dificultad de un cambio sistémico radical, está claro que dicha movilización se debe seguir impulsando según lógicas integradoras que busquen activar amplias mayorías sociales. A partir de este análisis, Gure Esku ha llegado a la conclusión de que la única innovación táctica que puede abrir una ventana de oportunidad para la consecución del derecho a decidir es el trabajo conjunto de las naciones sin estado, tanto a escala estatal como europea. Aunque los tiempos políticos y la relación de fuerzas en cada territorio pueden ser diversas, si la reivindicación de base es común –el derecho de autodeterminación–, la acción conjunta es una opción poderosa.
Este es el sentido último de la vía pirenaica. Pocas veces se ha organizado una movilización conjunta en clave constructiva de tal envergadura: elkartasunetik elkarlanera, de la solidaridad mutua al trabajo conjunto… Sin embargo, las iniciativas conjuntas, aunque sea a nivel declarativo, no son nuevas. El surgimiento del pacto “Galeusca” de la mano dela declaración de Barcelona de 1923 –reeditado tras la guerra civil en 1941– o las declaraciones de Barcelona de 1998 y la de la Llotja del Mar en 2019 son ejemplos de esta sintonía reivindicativa.
Somos conscientes también de que sería muy conveniente ampliar la demanda plurinacional sumando otras reivindicaciones relativas a la cuestión territorial. En el fondo, lo ideal sería que la relación de fuerzas a escala estatal permitiera poner en práctica un verdadero proceso deconstituyente que disolviera la vieja constitución interna canovista, hoy llamada “estado profundo”. Los cleavages son distintos y no conviene confundirlos –nacional, rural-urbano, centro-periferia–, pero en cierto modo no dejan de estar conectados… Conectados por la fuerza en la plaza del Sol, kilómetro cero de la España centralista. Madrid no es sino una metrópoli-nación en sí misma considerada, una nación que, tras la pérdida de los territorios coloniales de ultramar, vuelca su vocación imperial extractiva sobre el propio territorio peninsular. No es casualidad la eclosión de demandas en los territorios –no vacíos–, sino vaciados por el centralismo. Por eso, si en la cuestión territorial la inestabilidad del Estado español es estructural, la solución podría derivarse de ampliar las alianzas con los actores sociales y políticos estatales que, sin ser calificables como soberanistas o nacionalistas, entienden que es necesaria una reforma profunda del modelo territorial del Estado.
Esa oportunidad existe teóricamente, o ha existido, al menos. Las fuerzas progresistas y soberanistas que sustentan este gobierno –no seguramente el partido que lo dirige– comparten una visión similar del modelo de Estado deseable y posible en esta coyuntura. La falta de sintonía en medios y fines que otrora dificultaba alianzas amplias a escala estatal ha sido superada. Sin duda, pasar de la sintonía a la sincronía no es sencillo, y encontramos matices interpretativos acerca de lo que se entiende por unilateralidad o sobre la conveniencia o no de subrayar la dimensión interna del derecho de autodeterminación –derecho a decidir de los demos institucionalizados que en contextos democráticos pueden (re)negociar con el estado matriz su estatus, incluyendo eventualmente las condiciones para la secesión–, o su dimensión externa, ligada al estatus de minoría nacional perseguida y su derecho a la independencia. No obstante, en lo fundamental, repetimos una vez más que la reivindicación básica es común: el derecho que cada pueblo tiene a establecer libremente sus relaciones políticas con otros pueblos, el derecho a unirse y separarse, si así se decide democráticamente.
Sin embargo, desgraciadamente la potencialidad teórica no ha tenido hasta el momento una plasmación práctica. En este sentido, tenemos que traer a colación un reciente artículo del profesor Ignacio Sánchez-Cuenca. No en vano, apelando a la distinción planteada más arriba, sus aportaciones suelen combinar la racionalidad y la inteligencia: “Este gobierno no ha avanzado un milímetro en la construcción de una España plurinacional o federal, no ha elaborado oferta alguna para resolver la cuestión catalana, se ha olvidado de promover una reforma de la Constitución y, en los temas que afectan al corazón del Estado, no es infrecuente que sus votos se sumen en el Congreso a los de los partidos de derechas (PP, Ciudadanos y Vox)”.
Esta inacción, esta postergación de la cuestión territorial será seguramente motivo suficiente para la no repetición de la actual fórmula de gobierno tras las futuras elecciones generales. Y si los números fueran sorpresivamente suficientes para repetirla, está claro que en una eventual segunda edición las fuerzas soberanistas no se conformarán con ser meros soldados de primera línea frente a la ultraderecha, ya fuera vestida de seda o con camisa y correajes.
En todo caso, si poco podemos esperar al parecer de las fuerzas hoy gobernantes en España, quizás haya llegado el momento de que vascos, catalanes y otros aliados vuelvan a “hacer cosas”, como advirtió en su momento el ínclito Don Mariano. “Vienen tiempos de turbulencia soberanista”, auguraba el catedrático federalista Alberto López Basaguren, defendiendo al tiempo la conveniencia de reabrir el debate sobre el nuevo estatuto vasco. Vienen tiempos de turbulencia, sin duda, y en estas circunstancias, cuando desde las fuerzas que pretenden gestionar el orden mundial reunidas esta semana en Madrid se aprestan para la guerra, para las salidas autoritarias, las murallas infranqueables y las trincheras sangrientas, el derecho a decidir de la ciudadanía y de los pueblos se convierte en el lema que mejor refleja la soberanía popular de los muchos enfrentada a la tiranía de los pocos. No debemos perder de vista nuestro faro, el de las libertades individuales y colectivas. El faro de la gente, el de los pueblos que desean vivir libres y en paz. Es ese el faro que se va a encender en cientos de cumbres pirenaicas. No es “la matraca separatista de siempre”, es la luz de la libertad.
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