Les invitamos a leer este esclarecedor texto de la autoría de Iñaki Egaña:
La guerra del fin del Mundo (I)
Iñaki EgañaA finales del XIX en Brasil, una población acogotada por la miseria y una sequía pertinaz se enfrentó, liderada por un mesías, Antonio Conseilhero, a los terratenientes defendidos por un ejército de 15.000 soldados. Los militares los arrasaron. Esta historia fue recogida épicamente por Euclides da Cunha en “Los Sertones”. Para el paisanaje pobre de Canudos fue el fin de la eternidad. Mario Vargas Llosa recogió el episodio bajo el título que da pie a este artículo en un libro intrigante, con una gran tacha: la del plagio.
Otro nobel, José Saramago, le acusó de haber realizado en su “Guerra del fin del mundo”, una “copia pésima y cruel” de “Los Sertones”. Han pasado años de los hechos, menos de sus ediciones en libros, original y plagio, pero ambas cuestiones siguen presentes en la repetición constante de la historia, con nombres y escenarios diferentes, pero con fondos similares.
Los europeos estamos en una guerra, copia pésima y cruel, que diría Saramago, de otros conflictos anteriores o simultáneos, documentados hasta el aburrimiento o callados por la lejanía o el color de los contendientes. Guerras balcánicas, chechenas, del Golfo, Afganistán o las desconocidas africanas. Las consecuencias de las de Somalia, Chad, Sudán del sur, Libia y Congo siguen siendo devastadoras mientras se suman Tigray-Etiopía, Malí, Níger, Burkina Faso y Mozambique al margen de un Oriente Medio donde la muerte insiste y persiste en Siria, Yemen y en el genocidio contra el pueblo palestino. Los conflictos actuales nos hablan de multicrisis alimentaria, energética, sanitaria y migratoria. Sin embargo, engrasamos las máquinas de matar mientras en el escaparate afirmamos defender los derechos humanos. Copias perpetuas.
La segunda cuestión, la de guerra de fin del mundo, no tiene nada de frívola. Olvidamos lo mortífero que resulta un conflicto y sus consecuencias. Cuando en 2014, Kiev, castigó militarmente a lo que supuestamente era parte de su territorio, Ucrania Oriental, la atención general fue tan escasa como superficial. El Donbás quedaba lejos. La invasión y ofensiva rusa sobre Ucrania, hace ahora un año, devolvieron y revolvieron la atención porque ya éramos “parte del conflicto”, porque la Unión Europea aplicó y ha seguido con miles de sanciones contra Moscú y porque la OTAN está organizando y dirigiendo sobre el terreno la guerra convencional que persiguió.
Nuestra percepción está condicionada por medios que abiertamente se manifiestan seguidores de Zelensky. Con una propaganda de guerra que alienta la continuidad hasta la derrota del “enemigo”, de Rusia, como si se tratara de una serie televisiva. Von Clausewitz dejo dicho que “la guerra es la continuación de la política por otros medios” y tras el empecinamiento en la prolongar la de Ucrania se esconden motivos espurios. Un conflicto bélico enfrenta estrategias y tecnologías. Por eso nunca va a existir un final feliz porque una vez comenzada la invasión, Rusia no puede perder la guerra, al menos de forma convencional.
¿Por qué no puede perder la guerra? Porque si el Kremlin se encontrara alguna vez a punto de perder la guerra convencional, es muy probable que utilizase el estilo Hiroshima o Nagasaki para romper el tablero. Ucrania sería barrida por una tormenta nuclear en el mismo borde de una Unión Europea que sigue a pies juntillas los intereses de Washington. Si finalmente lo acaba necesitando nadie renuncia a utilizar algo que posee y le ha costado lo suyo, Rusia tampoco. Me dirán que el control y los tiras y aflojas sobre la central nuclear de Zaporiyia demostraron un equilibrio e intento mutuo de no ir a más. Pero, no estaba en juego la victoria o la derrota total y, por otro lado, ¿quién sería capaz de afirmar rotundamente que esos misiles que se escapan sorteando escudos al botón matemático, como ya ha sucedido, no caigan accidentalmente en Moscú o Varsovia desatando una histeria incontrolada?
Las consecuencias de la guerra ya están siendo idénticas a las que Mike Davis llamó “Los holocaustos de la era victoriana tardía” para definir los fenómenos naturales que acabaron con más de 30 millones de personas en China, Egipto e India mientras las potencias europeas, siguieron con sus planes de explotación y expolio utilizando mano de obra semiesclava y robando recursos. Dicen que así se incubó el subdesarrollo y el desequilibrio entre Euro-EEUU y el resto del mundo. Pueblos colonizados en guerra, atrapados por la ambición de la metrópoli. Ayer Londres, hoy Washington provocando estados fallidos por doquier. Una elite que especula con las consecuencias.
Y mientras, desde este lado de la barricada, la respuesta a estos latrocinios, a la propia guerra, es todo lo tibia que no habría que desear. Es cierto que en 1986 los vascos, junto a catalanes y canarios, dijimos “No” a la OTAN en un referéndum en el que España apostó por el “Si”. Fue parte de nuestra singularidad. En marzo harán 37 años de aquella decisión colectiva. Demasiado tiempo para las generaciones posteriores. El recuerdo no sirve para mover posiciones, en todo caso para ayudar a hacerlo. Hace falta una renovación activa.
El papel, sin diplomacia de altos vuelos que lo acompañe, es un recurso limitado. No tenemos un estado como para alcanzar esos peldaños, somos un pueblo pequeño, dividido territorialmente y atrapado en esa Unión Europea y su válido militar. ¿Cómo enfrentar a esa maquinaria ultra pro Zelensky sin que parezca que apoyamos a un Putin que se cree relevo de la Rusia zarista? No podemos caer en esa tentación, pero nuestro silencio está desdibujando la singularidad y la idiosincrasia de la que hemos hecho gala durante décadas. Ya es hora de recuperarla, si hace falta plagiando al antimperialismo de siempre y a nosotros mismos:” Yankee go home”, “OTAN Ez, Euskal Herria Bai”. Hoy, España alimenta la guerra con la OTAN que rechazamos. Euskal Herria debe levantar la voz nuevamente, confrontar por la paz y contra los perros de la guerra.
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