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domingo, 28 de octubre de 2018

Catorce Puntos para Mendia y Casado

Les compartimos este interesante texto dado a conocer en las páginas de Deia:


Koldo Mediavilla y Toti Martínez de Lezea

En enero de 1918, a escasos meses de que se pusiera fin a la primera gran guerra que asoló Europa, el presidente norteamericano Woodrow Wilson, en discurso pronunciado ante sus congresistas, se dirigió a los países combatientes a fin de plantear los cimientos de la paz a través de un nuevo orden internacional. Su proclama fue conocida como los Catorce puntos de Wilson y entre ellos se establecía el denominado principio de las nacionalidades y el ejercicio de la autodeterminación de los pueblos, promoviendo el establecimiento de nuevas realidades desgajadas del imperio austrohúngaro, la fijación de nuevas fronteras (Italia, Polonia), la liberación del territorio francés o la restauración de Bélgica, entre otras medidas.

Se cumple un siglo de aquello. Un pronunciamiento novedoso que tuvo su impacto en Euskadi. El 25 de octubre de aquel mismo año, en el aniversario de la abolición foral dictada en 1839, los primeros senadores y diputados nacionalistas en Madrid enviaron al presidente Wilson un telegrama:

Al honorable Presidente de los Estados Unidos de América. Washington.

Al cumplirse el 79 aniversario de la anulación por el Gobierno español de la independencia del Pueblo Vasco, los que suscriben, diputados y senadores en las Cortes españolas, en nombre de todos los vascos que conscientes de su nacionalidad desean y laboran por verla desenvolverse libremente, saludan al Presidente de los Estados Unidos de América, que al establecerse las bases de la futura paz mundial, las ha fundamentado en el derecho de toda nacionalidad, grande o pequeña, a vivir como ella misma disponga, bases que aceptadas por todos los Estados beligerantes, esperamos verlas aplicadas prontamente para el mejor cumplimiento de lo que la justicia y la libertad individual y colectiva exigen”.

Firmaban el escrito José Horn y Areilza, Arturo Campión, Pedro Chalbaud (senadores por Bizkaia), Ramón de la Sota, Domingo Epalza, Antonio Arroyo, Anacleto Ortueta, Ignacio Rotaetxe (diputados por Bizkaia), José Eizagirre (diputado por Gipuzkoa) y Manuel Aranzadi (diputado por Navarra).

Un siglo defendiendo en Madrid los intereses y los derechos de Euskadi. Un siglo reclamando el derecho a decidir del Pueblo Vasco. Pacífica y democráticamente.

Parece muy lejana la cita pero, vista con perspectiva, resulta insólito pensar que el mapa europeo haya sufrido tantos vaivenes a un siglo vista. En aplicación de los principios de Wilson, las cicatrices de las sucesivas guerras vividas en nuestro entorno conformaron, de manera aproximada, la comunidad de Estados que conocemos en la Europa de hoy en día. Por lo tanto, la primera consideración es que quienes consideran la reivindicación nacional de vascos, catalanes o escoceses -por poner tres ejemplos actuales- “ensoñaciones” extemporáneas, no deben olvidar que el actual atlas internacional europeo apenas tiene un siglo de vigencia y muchos de los actuales países que conforman la Unión Europea -Alemania incluido- han echado mano del principio de autodeterminación en fechas bien próximas, una vez desaparecido el imperio soviético (la recuperación de los estados bálticos) y con la desmembración de la antigua Yugoslavia tras la guerra de los Balcanes.

Eso lo debería de saber Idoia Mendia antes de afirmar gratuitamente que “Salvini, Le Pen y los nacionalismos, en general, están en contra del futuro y del proyecto europeo”.

La dirigente socialista debería ser más respetuosa con quienes creemos en el derecho del Pueblo Vasco a determinar libre y democráticamente su destino. Nosotros no le pedimos que renuncie a su españolidad ni pretendemos que se haga nacionalista vasca. Solamente le requerimos que respete las ideas ajenas y no utilice su legítimo posicionamiento a modo de veto que impida el contraste de la voluntad popular.

El nacionalismo vasco democrático ha buscado a lo largo de su dilatada historia herramientas y acuerdos -internos y externos- que le permitan avanzar en el reconocimiento nacional de Euskadi. El telegrama a Wilson, tras la participación en la conferencia de las nacionalidades desarrollada en Lausana (1916), fue de los primeros intentos por unir el porvenir de Euskadi al concierto internacional. Los jeltzales también estuvieron presentes en las conversaciones de paz que culminaron con el Tratado de Versalles. Una delegación vasca acudió al Real Sitio para reivindicar ante los gobiernos aliados los derechos nacionales de los vascos. La demanda llegó hasta los presidentes de las grandes potencias. El ya mencionado Wilson, el primer ministro británico Lloyd George, el francés Georges Clemenceau y el italiano Vittorio Emanuele Orlando.

Las legítimas demandas de la delegación vasca cayeron en saco roto. No por razón de justicia ni de falta de fundamentación jurídica. El mandatario francés Clemenceau fue el encargado de rechazar cualquier posibilidad de abordar el “caso vasco” en la construcción de la nueva Europa que allí se fraguaba. Lo hizo con un peligrosísimo argumento. “¿Ha habido sangre?”, interpeló el primer ministro galo. “Aquí estamos haciendo la paz. ¿Es que los vascos han estado en la guerra?”.

Clemenceau se olvidaba de que centenares de jóvenes vascos de los territorios del norte habían perdido la vida en la primera gran guerra europea. Basta ver los monumentos que a día de hoy se alzan en las localidades vasco-continentales y que contienen la lapidaria cita de “Morts pour la patrie”. Pero más allá del inapropiado olvido, aquella intervención introducía un argumento alarmante que aun hoy se repite en relación a las justas pretensiones de las naciones sin Estado: la vinculación expresa de la violencia con la voluntad de emancipación nacional de los pueblos.

Croacia y Serbia han conseguido la independencia a través de sangrientas guerras, con abundantes crímenes contra la humanidad que están siendo juzgados por el tribunal de La Haya. Pese a ello, han obtenido el reconocimiento internacional y sus representantes ocupan un puesto de derecho en la ONU. La fuerza y el derecho se complementan desgraciadamente. Mientras tanto, actuaciones pacíficas y democráticas no encuentran más apoyo de los Estados consolidados o de la propia Unión Europea que la inhibición. “Son -dicen sus representantes- cuestiones internas que deberán resolverse en los estados correspondientes”.

Y mientras la comunidad internacional mira hacia arriba, en España al intento de articular un referéndum de independencia (tras buscar denodadamente sin éxito una consulta pactada, legal y vinculante) se le aplica el código penal a través de la figura de la rebelión. Aunque no existiera violencia, ni militares alzados, ni armas, ni motines. Ni sangre de por medio. ¿Rebelión por querer votar? Podremos admitir que en el caso del procès de Catalunya ha habido una crisis institucional y política. Un choque entre la legalidad y la legitimidad democrática. Pero nunca será admisible calificar lo ocurrido como un “golpe de Estado”.

El Tribunal Supremo, en contra de toda la lógica y del derecho comparado de aquí y de allí, ha confirmado el cierre de la instrucción por el proceso soberanista en Catalunya que realizó el juez Pablo Llarena sentando en el banquillo de los acusados a 18 líderes independentistas procesados por el delito de rebelión y malversación de caudales públicos. Son muchas las voces y las instancias judiciales (Alemania, Bélgica, Escocia) que han dictaminado que la denuncia española no cumple con los requisitos tipificados en un delito de rebelión. Así lo ha ratificado el expresidente del Tribunal Constitucional Pascual Sala o el exredactor de dicho delito en el Código Penal de 1995, Diego López Garrido. Pero, por más que se insista en su formulación inapropiada, nada ha hecho variar la decisión de jueces y fiscales en someterla a su calificación.

En paralelo, el líder del principal partido de la oposición española, Pablo Casado, ha elevado el tono y el cariz de sus afirmaciones públicas considerando el proceso catalán como un “golpe de Estado” del que ha hecho cómplice al mismísimo presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez.

Con Casado me equivoqué. Creí que su dureza obedecía a una lectura de consumo interno. No. Ha demostrado que es un fiel discípulo de Aznar. Y una fiel réplica de Trump, Bolsonaro, Orban o Salvini.

Peligro. Cuando el discurso cuartelero se eleva a la tribuna parlamentaria, los principios democráticos comienzan a resquebrajarse. Para Casado, Wilson sería también un golpista.






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