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sábado, 25 de diciembre de 2021

Genocidio Infantil Indígena en Canadá

Naiz ha publicado este extenso y  meticuloso reportaje acerca del terror desencadenado por los canadienses en contra de los pueblos originarios, en especial, en contra de sus niños y niñas.

No es algo que haya sucedido hace 500 o 400 años, es algo que estaba ocurriendo hace menos de 100 años, en pleno siglo XX y en fechas posteriores al Holocausto perpetrado por los nazis clamando superioridad racial.

Lo compartimos con ustedes porque lo sucedido en Canadá arroja luz sobre la actitud asumida en la propia Europa por parte de estados como el español o el francés. Baste con mencionar que el periódico español El Mundo no tuvo empacho en publicar un titular que a la letra rezaba '80.000 alumnos vascos en "riesgo académico" por la imposición del euskera a niños castellanohablantes'. Lo anterior en pleno siglo XXI... y en la Europa de las luces y de los derechos humanos.

Dicho lo anterior, les dejamos con la información:


«Matar al indio en el corazón del niño»: Canadá, atrapada por su propia historia

Les quitaron sus ropas, sus cabellos, hasta sus nombres, sustituidos por un simple número. El desarraigo sufrida por los inuits y otros grupos indígenas a manos de las instituciones canadienses durante más de un siglo sigue saliendo a la luz.

Marion Thibaut

Tiene cinco años y se aferra, llorando, a las faldas de su abuela. Jimmy no se quiere subir al autobús, dejar a su familia amerindia ni irse de este bosque de Canadá donde vive con su comunidad.

Pero un policía empuja a la anciana y lo agarra. Poco después, está en un autobús con otros niños indígenas. El viaje comienza en medio de gritos y sollozos. Estamos en 1969 y su vida está patas arriba.

Al final de la ruta, a unos cuantos kilómetros de su hogar, está el «internado indígena» de Saint-Marc-de-Figuery, en Québec, 600 km al norte de Montreal. Jimmy Papatie permanecerá allí hasta el cierre de la institución en 1973.

En pocas horas, todo cambia para estos niños aborígenes arrancados de sus familias por orden del gobierno canadiense: sus cabellos, que tradicionalmente llevaban largos, son cortados. En la ducha, les frotan con un cepillo duro: son los «sucios indios».

Deben quitarse sus mocasines y sus chaquetas de piel de alce, vestimenta típica de los Algonquinos, para ponerse un uniforme. Les hablan en francés, un idioma que desconocen, pues su lengua materna está prohibida.

Y, encima, al final de esta larga jornada, deben despedirse de sus nombres. De aquí en adelante serán un número.

«No sabíamos dónde estábamos. No sabíamos lo que nos iba a pasar. En pocas horas, ocurre un desarraigo total: lingüístico, cultural, espiritual», recuerda Papatie, de 57 años, en un restaurante cercano al lugar donde quedaba el internado, hoy destruido.

De cabello marrón corto, con tatuajes en el antebrazo, este antiguo jefe de su comunidad quiere hoy hablar sin tapujos de esa época «terrible».

Hasta los años 1980, estos internados, que aparecieron en el siglo XIX, fueron una de las piedras angulares de la política de asimilación de los amerindios, hoy en día el 5% de la población.

Considerada luego como un «genocidio cultural», esta página sombría de la historia canadiense ha salido a la luz tras el descubrimiento en los últimos meses de más de un millar de tumbas anónimas cerca de los antiguos internados. Descubrimientos que han sacudido al país.

150.000 víctimas

En total, unos 150.000 niños inuit, mestizos o miembros de las Naciones Originarias (Denés, Mohawk, Ojibway, Cris, Algonquinos...) fueron enviados a los 139 establecimientos del país, administrados por iglesias.

En cada comienzo del año escolar, el agente de asuntos indígenas, acompañado de policías, hacía un recorrido por las comunidades autóctonas -en su mayoría nómadas- para llevarse a los pequeños. Desde 1920 y tras una modificación de la ley sobre los indígenas, el consentimiento de los padres ya no era necesario.

El objetivo teórico de las instituciones era escolarizar, evangelizar y asimilar. Pero con frecuencia los niños fueron maltratados, incluso abusados. Miles jamás volvieron y murieron por malnutrición, enfermedad o por los malos tratos.

Ver a sus hermanos sin poder hablarles

«En el internado, yo ya no tenía nombre, era el número 70». Fred Kistabish, de 77 años, lentes oscuros y camisa de leñador, regresa con frecuencia al lugar donde estaba el internado de Saint-Marc-de-Figuery, donde vivió 10 años.

Hoy solo quedan algunas piedras recubiertas de maleza. Fue erigido un pequeño memorial con fotos en blanco y negro de los alumnos. Y decenas de pequeños zapatos fueron depositados delante, como símbolo de los niños maltratados en estas instituciones, que nunca volvieron a sus familias.

«Aquí fue donde me convertí en otra persona"» continúa, mientras avanza con su bastón sobre lugares que poco a poco se recubren de nieve en este comienzo del invierno. Y sin embargo, «no lograron cambiarme del todo», matiza.

Lo «más difícil», recuerda este antiguo jefe de la reserva de Pikogan, ubicada a unos kilómetros del internado, era ver a sus hermanas sin estar autorizado a hablarles. «Cuando ellas me veían en el comedor, lloraban... eso era duro».

El aislamiento fue también desgarrador para Alice Mowatt, quien estuvo en el mismo internado entre los 6 y los 13 años.

Años más tarde, ella anotó en pequeños cuadernos los momentos que más marcaron su infancia en el internado, «para no olvidar» y «para liberarme», cuenta.

En las primeras páginas, el impacto de la llegada es descrito con precisión: «No recuerdo el camino al internado, supongo que estaba siguiendo a mis hermanas. Pero al llegar nos dividieron por grupos de edades, allí me di cuenta que ahora estaba sola».

«En ese momento, tenía seis años y no sabía ninguna palabra en francés. Fueron los momentos más duros de mi vida», cuenta esta exbibliotecaria de 73 años, de largo cabello gris.

Alrededor de ella, en su cocina, cada objeto, cada utensilio, lleva una pequeña etiqueta con su nombre en anishinabe, su lengua materna. «Es para mis nietos, para que les queden algunas palabras de nuestra lengua"»

En el internado, muchos olvidaron su lengua y algunos niños se quedaron mudos por meses. Hablar cualquier idioma que no fuera francés o inglés era arriesgarse a un castigo seguro. Golpes con reglas, con cinturones, días encerrados en un armario, jabón en la boca...

«Porque estabas hablando cuando estaba prohibido, porque no te detuviste lo suficientemente rápido, porque no saliste de tu cama a tiempo... había 50 millones de excusas para golpearnos», recuerda Dawn Hill, de 72 años.

A esta antigua institutriz, de cabello blanco y lentes rectangulares, que pasó por el internado de Bratford, al sur de Toronto, se le pierde la mirada en el horizonte cuando recuerda este periodo: «Era un mundo despiadado, jamás sentías seguridad».

Ubicado lejos de cualquier zona habitada, al final de un largo camino bordeado de arces, en este internado, dirigido por la iglesia anglicana y que fue uno de los primeros del país, se iniciaron hace poco investigaciones para intentar encontrar tumbas de niños.

Un millar de tumbas

Más de un millar de tumbas anónimas han sido encontradas desde mayo en las localizaciones de los antiguos internados. Y numerosas investigaciones están en marcha en todo el país, pues según las autoridades entre 4.000 y 6.000 estudiantes desaparecieron.

Miles de sobrevivientes han ofrecido sus testimonios de horror respecto a estas instituciones, que tenían como objetivo «matar al indio en el corazón del niño», ante una comisión de la verdad y la reconciliación puesta en marcha en 2008. Entre ellos, Alice Mowatt, quien contó por primera vez las agresiones sexuales que sufrió.

Tras siete años de investigación y miles de entrevistas, esta comisión puso la lupa sobre un periodo desconocido para la mayoría de los canadienses, concluyendo que ocurrió un «genocidio cultural».

La policía y expertos ahora están utilizando un radar de penetración terrestre en antiguas escuelas residenciales indígenas de Canadá, como esta en Brantford, para localizar restos de niños desaparecidos

«Puede ser difícil de aceptar que lo que nos han dicho se haya podido producir en un país como Canadá, que se enorgullece de ser un bastión de la democracia, de la paz y de la gentileza en todo el mundo», describe el informe de la comisión, un documento de más de 500 páginas.

«Los niños sufrieron abusos, físicos y sexuales, y murieron en estas escuelas en proporciones que no habrían sido jamás aceptadas en ningún sistema escolar del país o del planeta», concluye.

Poco a poco, el país corrió el tupido velo que se había colocado sobre este periodo: en 2008, el primer ministro conservador Stephen Harper presentó sus disculpas y su sucesor, Justin Trudeau, hizo lo mismo en 2015.

Recientemente fue la iglesia católica la que admitió su responsabilidad en los sufrimientos soportados por los miembros de las Naciones Originarias. En 2022, una delegación de indígenas irá por primera vez al Vaticano previo a un viaje del papa a Canadá previsto para ese año.

«Quiero que venga el Papa y se disculpe con nosotros, con nosotros los sobrevivientes de los internados. Tomará un día o dos días para reunirnos, pero hay que tomarse ese tiempo, y después ya podremos pasar la página», piensa Oscar Kistabish, de 75 años y quien pasó por Saint-Marc-de-Figuery.

Este hombre, que no está relacionado con Fred Kistabish, se describe como «un superviviente».

«Me robaron mi juventud», dice este hombre de grandes hombros y pelo marrón largo y recogido. Los primeros meses, recuerda, los pasó constantemente enfermo por «la alimentación, que cambió de un solo golpe», pero también por el miedo. Aunque también recuerda «momentos de diversión», gracias al descubrimiento del hockey en el internado, dice.

«Aprendí a no tener más emociones», asegura con amargura, explicando que luego -como muchos- intentó destruirse a sí mismo poco a poco, principalmente a través del alcohol.

Los internados, todo el sistema, «crearon verdaderos traumas en las poblaciones autóctonas, transmitidos de generación en generación», explica Marie-Pierre Bousquet, antropóloga de la Universidad de Montreal.

Pederastia

«Nadie hablaba de lo que nos hacían, pero todo el mundo sabía lo que significaba cuando el sacerdote te venía a buscar en la noche a tu cama», relata Jimmy Papatie, a quien le costó 45 años poder hablar de las violaciones.

En total, más de 38.000 acusaciones de agresiones sexuales y físicas graves han sido identificadas por la comisión. Y menos de 50 declaraciones de culpabilidad han sido pronunciadas por la justicia canadiense.

Evocando los «fantasmas» que le han acompañado por años, Papatie narra una vida de caídas y recaídas: alcohol, drogadicción, intentos de suicidio, violencia...

«Tuve que tener más de 50 años y hacer varias terapias para ser capaz de dormir en la oscuridad, de desnudarme ante una mujer, de lograr tener un momento de intimidad con alguien"» cuenta.

«Hoy ya no me escondo. Pero también sé que eso no me excusa del daño que hice a otros», dice, evocando agresiones sexuales que asegura haber cometido.

Con el reciente descubrimiento de las tumbas anónimas de niños, Canadá parece descubrir su pasado y la palabra «reconciliación» está en boca de todos.

Un movimiento que ya se ha visto en otras partes del mundo, como en Escandinavia. Pues recientemente fueron establecidas comisiones de la verdad en Noruega, Finlandia y Suecia sobre las persecuciones sufridas por el pueblo sami.

Además, en numerosos países, un movimiento de fondo, defendido principalmente por las generaciones más jóvenes, pide abrir los ojos frente a los errores del pasado para incluir de mejor manera la diversidad actual.

«Esa no es la imagen que los canadienses tenían de su país. Hoy en día se preguntan: '¿Pero entonces sobre qué fue fundado nuestro país? ¿Cuál es nuestra historia nacional?'», asegura Marie-Pierre Bousquet, que menciona que la sociedad sufrió un «electroshock».

«Hasta ahora, se veían como una gran democracia multicultural, con un pasado glorioso, de grandes espacios, no como un país construido sobre un genocidio», dice.

El descubrimiento de las tumbas ha constituido un giro importante, explican los investigadores. «Es como si con esta prueba, todo se ha hecho concreto, real», añade la directora de un programa de estudios autóctonos.

Pero «aún queda mucho trabajo por hacer para llegar a una verdadera comprensión de este episodio de la historia y de sus consecuencias en el tiempo», estima Sébastien Brodeur-Girard, profesor en la Escuela de Estudios Autóctonos de la Universidad de Quebec.

A finales de septiembre, en la primera jornada nacional de homenaje a las víctimas indígenas, el primer ministro Justin Trudeau lo reconoció: «No habrá verdad ni reconciliación mientras que este país no comprenda que la historia de las comunidades autóctonas es la historia de todos nosotros».

Discriminación actual

Aún hoy, muchos indígenas viven en la miseria y el racismo perdura, de acuerdo con expertos e informes.

Las Naciones Originarias recién obtuvieron el derecho al voto en Canadá en 1960 y en ciertas zonas como Quebec tuvieron que esperar hasta 1969.

En 2020, la ONU denunció «el largo abanico de violencias sufridas por los pueblos autóctonos»: problemas de acceso al agua potable, discriminación a los niños que viven en las reservas, sobrerrepresentación de autóctonos en las prisiones...

«El gobierno y la iglesia piensan que decir 'me disculpo' es suficiente», dice Papatie. «Pero si todo eso fuera sincero, pondrían realmente dinero sobre la mesa para reparar. Yo sé lo que cuesta reconstruir a un individuo, ahora todo un pueblo...».




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