Nuestro estimado amigo Iñaki Egaña aborda el escándalo generado en redes sociales provocado por la noticia del descubrimiento en la localidad Kamloops de los restos mortales de cientos de niños en fosas comunes aledañas a los edificios que sirvieron como campos de concentración en los que se buscó activamente despojar de sus rasgos culturales e identitarios a los más jóvenes entre los pueblos originarios de lo que hoy en día es Canadá.
Después vino la quema de iglesias, iconoclasia en su máxima expresión, materialización de la rabia y el dolor de quienes tuvieron que enfrentar tamaña ignominia.
Y es que, lo que sucedió en Canadá ha acontecido allá en donde una metrópoli ha buscado someter a la población originaria de los territorios conquistados manu militari.
También en Euskal Herria sabemos muy bien de todo ello, baste con recordar que una persona terminó hospitalizada por hablar en euskera con un familiar en Donibane Lohitzune, en pleno siglo XXI.
Adelante con la lectura:
De Kamploos a Iruñea
Iñaki EgañaA comienzos de junio supimos de la existencia de una fosa común que acogía a 215 niños de corta edad, en la comunidad de Kamploos. Si fuéramos ecuánimes, horror de vocablo, deberíamos decir Tk´amplúps que es como los Pueblos Originarios designaban en su lengua shuswap al entorno, un “encuentro de aguas”, ur-topagune que diríamos en euskara. Los restos correspondían a menores indígenas recluidos en un centro de internamiento forzoso, gestionado por la Iglesia Católica.
Un mes más tarde saltó la noticia de que en el territorio de Saskachetwan aparecían otras 750 tumbas anónimas y a los días, cerca de 200 en las cercanías de una pequeña población llamada Cranbrook, arrebatada por un militar inglés a la comunidad Ktunaxa. Los tres lugares en la actual Canadá.
Las noticias nos han trasladado a nuestro cantón del Atlántico otra de las aristas más terribles del colonialismo. Entre finales del siglo XIX y los albores del XXI, más de 150.000 niñas y niños de los Pueblos Originarios de la actual Canadá fueron internados violentamente para “civilizarlos”. Lo que suponía sustraerles su lengua, su cultura y su tradición acumulada, para contaminarlos de otra bien lejana, basada en valores ajenos. En el subsuelo de esta estrategia de eliminación premeditada, malos tratos, castigos continuados y abusos sexuales “desenfrenados” según la descripción del Parlamento de Otawa. Fueron 139 centros de internamiento “pedagógico” en los que murieron, al menos, seis mil menores, por abusos de maestros y religiosos.
La evidencia de la presencia de estos campos de concentración y la de las inhumaciones clandestinas ha provocado una ola de indignación en la que su parte más mediática ha estado focalizada por la quema de iglesias, la institución que gestionó el genocidio infantil. Pero también se han producido ataques contra los símbolos del colonialismo, incluidas estatuas relacionadas con los conquistadores y la monarquía británica.
Si la lectura histórica se balanceara en los límites de la lógica y la decencia, hace tiempo que habríamos comparado estos y otros campos de concentración con los de la época nazi en Europa. Hitler no fue el primer criminal que diseñó una estrategia de pureza de ecotipo (racial), de supremacismo étnico. El colonialismo, que todavía moldea a la humanidad, ha sido el origen de los mayores genocidios que ha sufrido nuestra especie. Desde un origen plenamente identificado: Europa.
Este robo de identidad ha contado con la complicidad del tiempo, esa ecuación que dicen no existe en el universo estelar, pero que a los humanos nos encuadra en generaciones y nos desplaza biológicamente al olvido. El paso del tiempo ha hecho que genocidas como Carlomagno, por ejemplo, sean maquillados. La Unión Europea inscribe su nombre para calificar el máximo honor que otorga. Napoleón y Wellesley (duque de Wellington) son blanqueados, mientras que la monarquía española mantiene oficialmente su reinado a pesar de su currículo delincuente. Necesitamos una revisión total de la historia, si queremos que sea la de la humanidad, y no, como hasta ahora, la de sus elites.Esta reflexión se completa con otra más cercana. La relativa a ese dicho castizo de la “paja en el ojo ajeno”. Ya sé, de sobra, que la visibilidad de un acto homicida en el que el centro son los niños, como en el caso citado de los Pueblos Originarios de la actual Canadá, es inevitable. Y que, gracias a ella, precisamente, algunos temas criminales han salido a la luz. Pero tenemos una cuenta aún pendiente que, a pesar del camino recorrido en la última década, aún no ha concluido.
Mientras que las niñas y los niños shuswap y ktunaxa era recluidos forzosamente en centros de “rehabilitación”, otros tantos eran adoctrinados entre nosotros, también de manera violenta. Aquel golpe de Estado que provocó una guerra en la que triunfó de manera rotunda el fascismo, llevó a decenas de miles de niñas y niños a ser pasto de la llamada “Escuela Nacional”, un modelo estratégico que prohibió el euskara, que negó la tradición y la cultura vasca. Un prototipo educativo que rechazaba la diversidad y que ponía en manos de los funcionarios de la Iglesia católica la gestión de la tropelía.
Los resultados de aquella estrategia no se pueden frivolizar o, en menor caso, considerar superados. Aún andamos buscando fosas comunes, como en Canadá, en la que fueron anónimamente enterrados las clandestinamente ejecutadas maestras y maestros que, según psiquiatras del régimen como Antonio Vallejo-Nájera o Juan José López Ibor, poseían un “gen rojo”. Aún desconocemos el paradero y el fin de aquellos casi 40.000 niñas y niños que tuvieron que huir de Euskal Herria ante el avance de la canallesca fascista y que se dispersaron por tierras desconocidas de una Europa que conocería en poco tiempo el holocausto.
Aquellas generaciones de silenciados hombres y mujeres, que también fueron infantes, sufrieron todo tipo de violencias en sus centros de rehabilitación. El Gulag lo hemos tenido en casa, a escasos metros de nuestras viviendas, en centros en los que masivamente se aleccionó a la infancia a ser “buen español, católico, apostólico y romano”. Con una nación, España y una sola lengua, como desde los tiempos de Antonio Nebrija: “la lengua fue siempre compañera del Imperio”.
En los colegios y escuelas del franquismo, los abusos sexuales fueron tan comunes como en la mayoría de escenarios gestionados por la iglesia católica en otras partes del planeta. En julio de 2021, aún Francisco Pérez, arzobispo de Iruñea, sigue sin reconocer las víctimas de abusos sexuales de la entidad que preside, a pesar de esa comisión de protección de menores que acaba de anunciar. ¿No era hasta ahora misión evangélica la protección de niñas y niños?Hubo un tremendo acto criminal que emborronó de gris nuestra franja histórica más cercana. Que todavía haya negacionistas de la misma ocupando escaparates públicos, permite evaluar hasta qué punto su estrategia no ha sido descartada.
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