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sábado, 1 de enero de 2022

Masacre de Vascos en Argentina

Vaya, resulta que no solo en Islandia hubo alguna vez en un pasado ya superado, una horda cazando vascos para masacrarlos. Según nos relatan en este artículo de Infobae, algo similar ocurrió en Argentina.

Lean ustedes:


La masacre de Tandil: la horda liderada por el curandero “Tata Dios” que degolló a 36 extranjeros hace 150 años

En las primeras horas de 1872, cincuenta personas asesinaron a sangre fría a niños y adultos por el simple hecho de ser extranjeros. Masacraron a gringos, vascos y masones, a quienes acusaban de haber venido al país para robarles la tierra y el trabajo. Historia de una de las peores matanzas de la historia argentina

Adrián Pignatelli

Era alto, corpulento, su figura imponía respeto, tenía más de cuarenta años, vestía con poncho y tenía una larga barba, que acentuaba su aspecto enigmático. No se sabía dónde había nacido, pero sí que había tenido problemas con la justicia. Decían que era boliviano, chileno o que era de la provincia de Buenos Aires. Se llamaba Gerónimo Solané: era curandero y profeta. Vivía en Azul antes de instalarse definitivamente en la estancia La Argentina, ubicada como a tres leguas de Tandil.

Su traslado fue impulsado por un hombre agradecido. Ramón Rufo Gómez lo había ido a buscar en noviembre de 1871 para curar los dolores de cabeza que padecía Rufina Pérez, su esposa. Solané apelaba a supuestas curaciones milagrosas con hierbas medicinales. Él no cobraba por sus sanaciones: si alguien igual quería pagar podía dejar una colaboración junto a la imagen de la virgen de Luján, que tenía en su rancho.

La recuperación de Rufina Pérez fue furor en Tandil. La figura de Saloné empezó a convocar a pacientes maltrechos, familiares preocupados y curiosos. Su rancho terminó siendo una suerte de clínica. Estaban los que acudían para las curaciones y los otros, los que se sentían atraídos con su prédica, quienes incluso acampaban en los alrededores de su vivienda. Allí, también, escuchaban al curandero despotricar contra los extranjeros y los masones: “Vienen a robarnos la tierra y el trabajo”, decía. También los hacía responsables por la epidemia de fiebre amarilla, que se había desatado a comienzos de ese año. Permitía que le besasen las manos. Su discurso prendió.

Los terratenientes vecinos se quejaron por la multitud que iba y venía por la zona, y la justicia le ordenó que cesase de atender gente. Solané accedió y solo se ocupaba de unos pocos casos. Parecía ser un hombre razonable. No así, su mano derecha, Jacinto Pérez, que con el tiempo se hizo llamar “San Francisco” y “San Jacinto El Adivino”. A fines de 1871, Pérez le contó a la gente que Solané profetizó que Tandil sufriría una tormenta descomunal, en la que muchos morirían ahogados, y que los sobrevivientes y los que viniesen de otros lugares se ocuparían de exterminar a los extranjeros y a los masones. Y que el cielo castigaría a quien no participase de esta suerte de guerra santa.

Por entonces Tandil, que había sido fundado por Martín Rodríguez en 1823 con el nombre de Fuerte Independencia, era un pueblo de casas bajas, aún a merced de los últimos malones de los indios pampas, ranqueles y mapuches. Había muchos inmigrantes italianos y españoles, pero también vascos y daneses. El presidente era Domingo Faustino Sarmiento y el gobernador bonaerense Emilio Castro.

El 31 de diciembre de 1871 Jacinto Pérez juntó alrededor de 50 personas. Dijo actuar en nombre de Solané, aunque no hay pruebas concretas de ello. Acusó a gringos, vascos y masones de encarnar el mal, y dijo que la solución era matarlos. La masacre comenzó en las primeras horas de 1872.

Los 36 muertos

Ante la mirada atónita de un par de policías somnolientos que no reaccionaron, la horda de fanáticos entró a la comisaría, donde robaron armas y liberaron al indio Jacinto, el único preso. Cuando cruzaron la plaza, mataron a Santiago Imberti, un organillero italiano, que había tenido la idea de salir a celebrar el comienzo del año.

Mientras tanto, en el pueblo todo era festejo, bailes y comidas.

Luego, tomaron el camino hacia el norte del pueblo. En las afueras se toparon con dos caravanas de carretas. Eran vascos que descansaban. Degollaron a nueve.

El grupo cabalgaba portando dos banderas, una blanca y otra roja; muchos llevaban el distintivo punzó de la época rosista en sus sombreros. Hasta más de uno gritaba “¡Viva la federación!”. Era un grupo variopinto de gauchos, peones y gente con antecedentes.

Más al norte, llegaron a la tienda del vasco Vicente Leanes. Fue vano su intento de cerrar la puerta. Luego de derribarla, lo asesinaron y la misma suerte corrió un empleado italiano. Como su esposa era argentina, no la tocaron.

De ahí se dirigieron a la estancia del inglés Henry Thompson. En sus tierras, había un almacén atendido por una pareja de escoceses recién casados, William Gibson Smith y su esposa Helen Brown. Tenían un asistente que, inocentemente, abrió la puerta al escuchar el galope de los caballos acercándose. Luego de dispararle, lo atravesaron con una lanza. La pareja, que había escapado por una ventana, fue ultimada con armas blancas. También los degollaron.

La matanza y los saqueos en cada una de las propiedades no parecía tener fin. Llegó el turno de Juan Chapar, un vasco francés de 34 años. Lo mataron de un lanzazo luego de engañarlo al decirle que eran una partida que perseguía delincuentes. Luego hicieron lo propio con sus dos hijos, de 4 y 5 años y con su bebé de 5 meses, al que arrancaron de los brazos de su madre. También a ella la asesinaron y luego a los empleados, uno de los cuales fue defendido por su perro. A una chica de 16 años, la violaron y luego degollaron.

Cuando llegaron a la estancia Bella Vista, del español Ramón Santamarina, donde tenían planeado finalizar su raid de muerte, no encontraron a nadie. Y se dedicaron a comer y a atender a los caballos. Algunos se echaron a dormir.

A esa altura, Tandil era un hervidero de indignación. Uno de los que había dado el alerta fue el vecino Prudencio Vallejo, que había escuchado la gritería de hombres que pasaron delante de su casa. No tuvo que caminar mucho para descubrir los cadáveres de los vascos de la caravana. Ahí se enteró que un boyero se había salvado de una muerte segura al esconderse entre los cueros secos de vaca.

Tal como ocurría en el Lejano Oeste, se armó una partida de la Guardia Nacional y vecinos, al mando de José Ciriaco Gómez y siguió el rastro dejado por estos delincuentes. A mitad de la mañana estaban en la estancia de Santamarina.

Según refiere John Lynch en su libro Masacre en las pampas. La matanza de inmigrantes en Tandil, 1872, lo primero que hizo la partida al llegar fue disparar. Los asesinos trataron de justificarse: “¡Andamos matando gringos y masones!”

“¡Maten!” fue la orden del jefe de la partida. Luego de un intenso tiroteo, los asesinos escaparon. Dejaron diez muertos, Jacinto Pérez entre ellos, atravesado por una lanza, y ocho prisioneros; algunos fugitivos fueron capturados días después y otros lograron huir.

En total, habían asesinado a 36 personas: 16 franceses, diez españoles, tres británicos, dos italianos y cinco argentinos.

Todas las miradas se dirigieron a Gerónimo Solané. La policía lo encontró en su rancho. A pesar de declararse inocente y no saber nada de esto, fue detenido, encerrado en un calabozo y engrillado. Un policía no le quitaba los ojos de encima.

Varias veces intentaron interrogarlo, pero no quiso decir nada. “Una vez que venga el juez del crimen y me escuche, que es el único a quien prestaré declaración, tenga la seguridad que me sacarán estos fierros que tengo y se los van a poner a otros”, fueron sus últimas palabras que dijo pasada la medianoche del seis. En su celda le dejaron una vela encendida sobre una mesa. Minutos después, se escuchó el estampido de un disparo. Lo habían matado de un balazo. Nunca se supo quién había sido.

En un rápido proceso judicial, se pasaron por alto aspectos importantes, y el juez sólo se limitó a establecer las culpas de los 29 implicados. Tres fueron condenados a muerte: Crescencio Montiel, alias Cruz Gutiérrez, Esteban Lasarte (moriría en prisión por sus heridas) y Juan Villalba. A todos los habían apodado “los apóstoles de Dios”; siete fueron sentenciados a quince años, dos a tres años y otros dos a dos años de cárcel. Otros quince fueron liberados.

Cruz Gutiérrez había declarado que Jacinto Pérez les había hecho creer que Tata Dios estaba para proteger, para unir y darle felicidad a los argentinos, y que para eso era necesario matar a los extranjeros.

Los diarios nacionales se hicieron eco del trágico suceso y todos criticaron la falta de policías en el interior bonaerense.

El 13 de septiembre de 1872, en la plaza de Tandil, frente a 800 personas, se fusiló a los condenados a muerte. El abogado defensor había intentado en vano una apelación. Ni le permitieron hablar con sus defendidos.

Nunca se supo si Solané había tenido algo que ver, si era cierto que la matanza estaba planificada para mediados de enero, pero en Azul. Quedó lo evidente: un grupo de mesiánicos, en nombre de la defensa de la nacionalidad buscaron un sinsentido: sembrar muerte para así vivir en paz.

 

 

 

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