Desde Naiz traemos a ustedes este artículo de opinión acerca de lo que su autor considera los grandes pendientes tras diez años de iniciado un proceso de paz técnicamente unilateral, acompañado sí por la comunidad internacional, pero con participación más allá de renuente por parte de las metrópolis involucradas.
Lean ustedes:
Tres V que no necesitan otra década: vuelta a casa, víctimas, verdad
El reciente décimo aniversario de Aiete no solo ha traído balance de resultados, sino que además ha reenfocado las tareas pendientes y ha catalizado nuevas condiciones para afrontarlas, como la Declaración del 18 de Octubre. No es trabajo de un año pero tampoco debería exigir una década.
Ramon SolaProceso de paz y proceso de resolución fueron los dos conceptos más usados, desde las ópticas propias de dos bloques diferentes, para definir el escenario que arrancaba en 2011. Diez años después, es más ajustado a la realidad hablar de proceso de construcción de paz y de proceso de transformación del conflicto, puesto que ni la paz completa ha llegado ni la resolución política se atisba en el horizonte. Con todo, las condiciones sembradas en este cambio de año son mejores que nunca, más incluso que las de aquel momento inicial de efervescencia que se topaba con la inquietante llegada del Gobierno Rajoy. Los puntos que más riesgo de colapso generaban se han ido solventando: inicialmente solo prosperó la relegalización de la izquierda abertzale, pero en los últimos cuatro años se han materializado el desarme y posterior fin de ciclo de ETA y se ha iniciado el deshielo en la política carcelaria de excepción.
En este sentido, contra la hipótesis inicial de que muchas cosas podrían resolverse en un primer golpe y luego los ritmos se irían ralentizando, la realidad muestra que ha sido en el último lustro cuando se ha producido una aceleración (que bien podría tener como punto de partida más que simbólico Luhuso, hace justo cinco años).
De entrada estaba claro que esta no sería una carrera lineal de 100 metros. Si se compara el proceso con una carrera de obstáculos, en esta segunda vuelta a la pista las vallas que toca saltar no son tan altas como las que ya han sido superadas. Si se prefiere tomar como metáfora la maratón, algo seguramente más certero, es probable que el «muro» que aparece entre los 30 y 35 kilómetros ya haya sido vencido con el impulso de 2017 a 2021; otra cosa es lo que cueste llegar de ahí al final.
Presos: humanidad o Aznar
2021 ha sido el año de la supresión del alejamiento extremo, el aislamiento y el primer grado, tres patas de la política de excepción a la que falta añadir una cuarta: la excarcelación a tiempo de los presos enfermos. La apuesta de EPPK por la batalla legal desde 2016 ha sido decisiva para ello al desmontar excusas. Pero por esa vía hay todavía mucho camino que recorrer.
Los datos ofrecidos este año por agentes diferentes como Sortu o Sare constatan que eliminando las normativas y las prácticas de excepción hoy día más de 150 presos tendrían que estar pisando la calle, aunque solo fuera con permisos por haber cumplido la cuarta parte preceptiva; que a unos 120 les correspondería el tercer grado por haber superado la mitad; y que casi totalidad de estos últimos debería estar en libertad condicional.
Más allá de ello, pasar definitivamente la página de la cárcel por estas décadas de confrontación armada aboca a derogar, o al menos modificar, la ley 7/2003 que estableció cumplimientos de condena de hasta 40 años para presos y presas vascos. No tiene parangón en Europa ni adecuación a las actuales estrategias penales internacionales. Y tampoco soporte argumental hoy en el Estado español más allá de la ultraderecha («que se pudran en la cárcel» fue el lema con que José María Aznar la lanzó) ni adecuación al actual contexto vasco.
Si se van a acabar corrigiendo normas del Ejecutivo Rajoy como la Ley Mordaza o la reforma laboral, ¿cómo cabe defender la vigencia de esta más antigua y más inhumana? Dependerá en gran parte de que se estabilice la actual mayoría progresista en el Estado creada con soporte independentista catalán y vasco, pero debería tener punto final en cualquier contexto. Y más aún cuando persiste una Audiencia Nacional inclinada ideológicamente a usar la batería normativa contra los presos, haciendo como si ETA aún existiera. Sin duda es más fácil cambiar la 7/2003 que a los jueces y fiscales del tribunal especial.
Comisión de la Verdad o 18-0
La cuestión de las víctimas es el segundo gran ámbito pendiente en el bloque de la llamada pacificación. Un matiz de entrada: aunque en nuestro entorno no esté asentada esa percepción, los expertos internacionales que siguen el proceso vasco volvieron a remarcar en octubre, en las jornadas del décimo aniversario, que ven una evolución buena y hasta rápida en esta cuestión, puesto que en otros lares ha necesitado una o más generaciones para desencallarse. La presencia de víctimas de ETA en la mesa redonda del próximo 8 de enero en Bilbo es un indicador relevante, impensable hace una década. Y elementos como la Declaración del 18 de Octubre de la izquierda independentista o la renuncia expresa de EPPK a recibimientos públicos van a facilitar sin duda este humus de convivencia.
Ello debe contribuir a encarar una cuestión más espinosa y muy bloqueada diez años después: la verdad. Al fin y al cabo, es la demanda primera y principal de víctimas de uno y otro lado en general, por encima de las de justicia y/o reparación.
Nada más desmontarse el argumento/excusa de los «ongi etorris», los detractores de este proceso han corrido a buscar un nuevo parapeto, y han escogido los «crímenes sin resolver». No se advierte en esa campaña un afán prioritario de buscar su esclarecimiento, sino un objetivo instrumental, que es seguir impidiendo excarcelaciones o incluso forzar nuevos sumarios o citaciones (la de Mikel Albisu solo ha sido la más sonada). No obstante, la presidenta de la AVT, Maite Araluce, ha puesto realismo sobre el tema al reconocer que «hablar de crímenes sin resolver es algo peligroso si no se hace con rigor, pues se pueden dar falsas esperanzas».
Con todo, si esta cuestión se encarara realmente de modo constructivo, con la verdad como horizonte y sin un objetivo punitivista, en clave de justicia transicional, quizás hubiera una opción de avanzar: conviene repasar lo que dijo la última dirección de ETA en el libro-entrevista de GARA sobre el caso de los tres gallegos desaparecidos en 1973 o lo manifestado por EPPK al Foro Social en la última reunión en la cárcel de Logroño.
Cada conflicto y cada cultura han tenido su forma de afrontar esto: entre las catárticas audiencias públicas de Sudáfrica y la apuesta por no abrir esos cajones en Irlanda debe haber un punto medio vasco. Pero ¿cabe una Comisión de la Verdad como la que ha puesto sobre la mesa EPPK en esa reunión de Logroño? No parece que el Estado esté dispuesto a abordarlo ni siquiera de modo teórico, primero porque supondría renunciar a su falaz relato de una única violencia y segundo y principal porque a estas alturas hay más crímenes sin resolver por su acción que por la de ETA. Lo innegable es que en esta década post-lucha armada no se ha resuelto un solo caso nuevo de guerra sucia ni ha habido una nueva condena por torturas en el Estado español (sí en Europa, la de Portu-Sarasola). Y ni siquiera el informe de Lakua que detallaba 4.113 casos ha roto esa barrera negacionista.
Para llegar a ese escalón de la verdad seguramente habrá que pisar otro previo, que es el del reconocimiento. En el PSE ya se admite en privado que más pronto que tarde habrá que hacer alguna reflexión pública sobre los GAL. También al PNV se le acumulan voces que le recuerdan que en el informe firmado por su Gobierno aparecen 300 casos de torturas de la Ertzaintza. Si van a hacer su 18 de Octubre, para su impacto político en Euskal Herria no resultará indiferente que eso sea este año o dentro de una década, ni será lo mismo que lo enuncie un Eneko Andueza o un Felipe González (que lo más lejos que ha llegado ha sido a decir que le propusieron «volar a la cúpula de ETA, y dije no»). Como no ha sido lo mismo que en Aiete se pronunciara Arnaldo Otegi o, pongamos por caso, Maddalen Iriarte.
En una balanza figurada, con el paso del tiempo lo lógico y deseable sería que la verdad ganara peso mientras la perdiera el relato, convertido en mera batalla muchas veces partidista. Es decir, que la realidad de los hechos tomara el lugar de su memoria distorsionada. Hay mucho de inercia generacional en la sobreexplotación de esta cuestión. Como muestran algunos estudios recientes, los más jóvenes desconocen casi todo sobre los avatares del conflicto armado y tampoco parecen muy preocupados por aprenderlo.
Postconflicto o prerresolución
Estos nudos pendientes en el ámbito de las consecuencias del conflicto han sido utilizados durante esta década para demorar la cuestión política, el cuarto punto de Aiete, las causas. No cabe negar que el elemento político ha perdido pulso en Euskal Herria en este tiempo, dividible por trienios desde 2011: en 2014 la exitosa cadena humana de Gure Esku mostró que había una movilización pujante por el derecho a decidir, pero en 2017 no hubo un acompañamiento decidido al proceso catalán –que más bien pareció suscitar temor– y en 2020 la pandemia introdujo otras prioridades que lo han dejado sepultado.
¿En qué temperatura estará esta cuestión en la Euskal Herria de 2023 o de 2026? Dependerá de múltiples factores: la factura que pasa la pandemia al actual modelo de autogobierno, el desenlace de la mesa política Gobierno-Govern, la activación o no del debate del Nuevo Estatus que lleva una década aletargado, la apertura o no de la prometida reflexión sobre el Amejoramiento en Nafarroa…
De momento, sin haber tenido demasiado eco, la reciente Declaración de Arantzazu corrobora que sigue habiendo una mayoría plural por el derecho a decidir que no se ha disgregado y que está dispuesta a implicarse por la resolución integral al conflicto. Aunque esto sí suene realmente a trabajo por encima de décadas, sin fecha previsible.
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