Con Europa convertida en una fortaleza en un malhadado intento por contener la migración que se está dando desde África, Asia y Europa Oriental, resulta que el Bidasoa -ese río que junto con los Pirineos une a la Euskal Herria continental con la Euskal Herria peninsular- se ha convertido en una mortífera valla acuática en donde ya han fallecido demasiados inmigrantes.
En ese sentido, les compartimos este texto que ha sido dado a conocer en el portal de Viento Sur:
El Bidasoa, un pequeño Mediterráneo en pleno Euskal Herria
Iosu del MoralEl Bidasoa, ese río que mientras para unos simplemente marca el límite entre Iparralde, norte de Euskal Herria del lado francés, y Hegoalde, sur de Euskal Herria del lado del Estado español, y para otros se trata de la histórica frontera que separa ambos estados, por desgracia parece que para algunas personas migrantes en los últimos tiempos se haya convertido en el trágico final de su viaje. En realidad, para muchos el Bidasoa es, simplemente, un río; un río que desde siempre ha sido punto de encuentro de los pueblos, caseríos y familias congregadas a ambas orillas de su rivera, a las que ha nutrido de una infinidad de recursos naturales de todo tipo.
Evidentemente, el problema no es el río per se, sino que el verdadero problema reside en quienes se han encargado de utilizar dicho afluente como barrera para reforzar esas líneas imaginarias denominadas fronteras políticas. Delimitaciones que para muchos seres humanos se convierten en aquello que les separa entre la más absoluta miseria y el pequeño rayo de esperanza al otro lado. Una miseria estructural que, además, es producida en sus países de origen por los mismos que más tarde les niegan la entrada en los países de destino. Un tránsito que muy poco tiene que ver con la afable ruta turística con la que algunos caracterizan el horrendo peregrinaje al que las personas migrantes se ven abocadas, únicamente empujadas por el más absoluto instinto de supervivencia, por el cual abandonan constreñidas tierra y seres queridos, tratando de alcanzar algún lugar con supuestas mejores oportunidades.
Travesías migratorias que, en su mayor parte, se producen de manera forzosa debido a las guerras, la pobreza extrema, el cambio climático o la persecución y represión política, religiosa, sexual o racial. A priori,causas que no se asemejan en demasía a los idílicos motivos superficiales a los que algunos aluden, con el único objetivo de estigmatizar al colectivo migrante. En este preciso momento, según organismos internacionales, más de 200 millones de personas se encuentran desplazadas y deambulando lejos de sus hogares y de sus lugares de origen. Un dato que triplica el número de desplazados que en su momento se diera durante la Segunda Guerra Mundial. Al parecer, para Occidente sigue sin significar lo mismo cuando las bombas caen sobre Londres o París que cuando lo hacen sobre Kabul o Damasco.
Por supuesto, la guerra y el hambre son menos guerra y menos hambre cuando éstas se producen lejos de nuestro viejo y decadente continente europeo. Una Europa, supuesta cuna de un distorsionado concepto de democracia y de una maniquea moralidad, que se coloca cínicamente una venda para ni ver ni mostrar el horror humanitario que en este preciso instante se está dando a lo largo de su perímetro y del cual, además de una impasible espectadora, es una activa cómplice. Por ello, consciente de lo que sucede y consciente de lo que hace, la Unión Europea blinda sus fronteras, cercando sus dominios en una especie de inexpugnable fortaleza medieval que frena los sueños de aquellas personas para las que su meta se encuentre al otro lado de ese infranqueable muro.
De hecho, tal es el afán de reforzamiento fronterizo por parte de la UE que dicha ansia parece haberse trasladado también a los propios estados miembros. Estados que, desde posiciones unilaterales, deciden intensificar sus fronteras internas, en muchas ocasiones incumpliendo reiteradamente varios de los acuerdos alcanzados en torno a las normativas básicas reguladoras del Espacio Schengen. Una Unión carente de cualquier atisbo de solidaridad y, menos aún, de algún tipo de comportamiento ético, que mantiene una clara hoja de ruta por la cual endurece su política migratoria, a la vez que firma fraudulentos acuerdos económicos que condicionan el statu quo de toda una serie de países periféricos a los que utiliza como tapón frente a los distintos flujos migratorios.
Desde luego, no podían faltar en este entramado ni el Gobierno del Estado español, ni el Gobierno Vasco, como componentes activos del engranaje europeo. Los primeros, por tratarse de un estado frontera que además de colindar con los países norafricanos es entrada tradicional de las personas provenientes de los países latinoamericanos, dada su relación histórica, y los segundos por ser un territorio donde se encuentra una frontera entre dos estados miembros de la U.E. y por tener un fuerte arraigo a ambos lados de la misma. Es cierto que el acrecentamiento dado en el límite franco-español ha venido de manos del Gobierno francés, el cual en los últimos tiempos presionado por la ultraderecha trata de endurecer su política migratoria, pero no es menos cierto que ni el Gobierno español ni el vasco estén dando la respuesta humanitaria y social necesaria en la zona y en los municipios contiguos a la frontera del Bidasoa.
Mientras a nuestros dirigentes se les llena la boca de eslóganes plagados de mensajes fraternales, la realidad en el día a día del colectivo migrante es bien distinta. Por un lado, el supuesto gobierno más progresista de la historia del Estado toma el camino de la palabrería frente a los hechos concretos; así que mientras sostiene un falso discurso de solidaridad, sigue aplicando políticas restrictivas en sus fronteras, persiguiendo y hostigando a través de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado a aquellas personas que necesitan entrar en la península. Por otro lado, el Gobierno Vasco afirma tener una posición de acogida y habla de dotar de presupuesto a las ONG que atienden a estas personas una vez que llegan o que andan en tránsito. Medidas que bien saben que son totalmente insuficientes, ya que a la postre la gente sigue pernoctando en la calle y bajo puentes o cajeros. Tampoco existen infraestructuras como casas de acogida donde pueda darse un servicio de asistencia, incluso faltan cosas básicas como comida o ropa.
Y como no podía ser de otra forma, en situaciones de inestabilidad social y de crisis económica, la carroñera extrema derecha aparece envuelta de un populismo barato y de un discurso cargado de odio y xenofobia, buscando generar conflicto entre las clases populares autóctonas y el colectivo migrante recién llegado. Así que a través de un patriotismo barato y mezquino la ultraderecha aprovecha cualquier resquicio coyuntural para lograr permear algunas de sus tesis entre los más desesperados. De ese modo consigue que ambos actores terminen por verse envueltos en una superflua pelea del último contra el penúltimo, donde en definitiva se pierde la verdadera causa de lucha de la clase subalterna, ya sea nativa o extranjera.
Una extrema derecha que en tiempos de crisis económica, donde pueden llegar a darse ciertos cuestionamientos por parte de una sociedad asfixiada hacia el sistema capitalista, aparece como mercenaria en la misión de salvaguardar los derechos de las élites y del gran capital. Unas élites económicas y un capitalismo que son totalmente conocedores de la imperante necesidad de la llegada de extranjeros como mano de obra para que su incansable máquina de hacer dinero siga funcionando. Pero al mismo tiempo, también saben que una migración sin papeles es una migración asustada, en definitiva, es una migración sin derechos, es decir, mucho más sencilla de manipular, de someter y de explotar. De ahí que busque restringir y endurecer las políticas migratorias, conociendo que el flujo de personas es imparable, pero logrando una posición de dominación prácticamente total a la llegada de estas personas, ahora tildadas de ilegales.
Mierda de sociedad, aquella que tacha de ilegal a un ser humano, pues lo único que debiera ser calificado como ilegal en una sociedad con un mínimo de dignidad debiera ser el que un sistema no permita la libre circulación de cualquier persona por cualquier parte del mundo. El problema es que muchas de esas fronteras políticas, líneas ficticias e imaginarias, acaban siendo muy palpables y reales, y terminan anclándose en las mentes de la gente en forma de prejuicios de todo tipo. De ahí que, hoy en día, sea más necesario que nunca superar la concepción clásica de la composición territorial en forma de estados y países para dar paso a nuevos modelos territoriales en los que las confederaciones solidarias de los pueblos libres e iguales derriben definitivamente la lacra de las vallas, los controles y las concertinas.
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