Deia trae a nosotros este interesante reportaje acerca de un programa de televisión estadounidense que casi sin querer terminó haciendo hincapie en esas víctimas del españolismo que Madrid quisiera olvidáramos de una vez por todas para poder así afianzar su actual relato de víctimas y victimarios:
Un episodio de la serie estadounidense ‘Route 66’ de los años 60 se convirtió en un alegato contra las dictaduras, de la mano de quienes fueron niños vascos exiliadosÓscar Álvarez GilaEl exilio vasco que se produjo a consecuencia de la victoria del generalísimo Francisco Franco fue, durante muchas décadas, una verdad ocultada. Durante la guerra, muchos vascos se habían visto obligados a huir fuera de su patria ante el avance (y la represión) de las tropas franquistas. No eran pocos los que habían regresado en la primera posguerra, por promesas incumplidas de reconciliación que les hizo enfrentarse a la persecución o, en el mejor de los casos, a sufrir una marginación por parte del nuevo régimen dictatorial que gobernaría durante varias décadas, que negaba cualquier atisbo de libertad política. Pero así y todo, serían todavía muchos los que aún permanecían lejos de Euskadi cuando el régimen franquista estaba llegando a su final.El exilio vasco era por lo tanto una realidad indiscutible, conocida por todos aquellos que lo sufrían, directa o indirectamente. Pero oficialmente el exilio estaba oculto. El régimen no lo mencionaba, no permitía ni referirse a él. De hecho no sería hasta 1977 cuando se pudo realizar la primera investigación documentada sobre el exilio, y poco tiempo más tarde, se publicaron igualmente los primeros libros analizando, con testimonios de primera mano, el alcance de esta particular forma de represión. Contra personas cuyo único delito era defender la legalidad derivada de unas urnas frente a un golpe de Estado cruento pergeñado por el ejército con el apoyo de sectores políticos derrotados en las elecciones de 1936.El exilio era, en todo caso, una realidad incómoda para el franquismo, en su deseo por integrarse y ser aceptado por otros estados en el contexto de la guerra fría. Estados Unidos ya había ayudado al régimen dando pasos en este sentido, con el reconocimiento del régimen franquista en Naciones Unidas, la firma del Pacto de Madrid y la visita del presidente Eisenhower en 1959. Así y todo, pesaba en la opinión pública internacional el hecho insoslayable de que Francisco Franco era el último dictador superviviente de la época dorada del fascismo, tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial de sus dos grandes aliados, Hitler y Mussolini, manteniendo en Europa un régimen antidemocrático basado en la legitimidad otorgada por las armas.No era, desde luego, la mejor tarjeta de presentación para un régimen cuyos jerifaltes soñaban con mostrarse como una sociedad moderna, pero manteniendo un férreo control político del Estado. En este contexto, la celebración de los llamados XXV Años de Paz, conmemorando la victoria franquista, fue considerada por los jerifaltes del franquismo gobernante una oportunidad para hacer un lavado de cara cosmético al régimen, presentando su lado amable, si tal cosa podía ser. Pero aquí se hallaba el exilio, nuevamente, el obstáculo del exilio. Mientras el exilio existiera, perderían credibilidad todas las proclamas de “liberalización” del régimen.El exilio infantil vasco
Aunque nos refiramos a él en singular, fueron muchos y muy diferentes los exilios que coexistieron tras la victoria del franquismo, tan diversos como diversa era la afinidad ideológica y procedencia nacional de los diferentes grupos exiliados. Y entre ellos se encontraba, muy especialmente en el caso vasco, un tipo de exilio muy específico: el exilio infantil, producto de las evacuaciones que había desarrollado, entre otros, el primer Gobierno vasco durante el conflicto, para proteger de los efectos de la guerra a la parte más indefensa de la sociedad. Como es sabido, muchos de esos niños de la guerra acabarían por regresar tras finalizar el conflicto, y aunque su memoria había quedado oculta, constituían uno de los pocos grupos de exiliados que podían ser utilizados por el régimen para mostrar una imagen de reconciliación por medio de un uso espurio de la compasión. De este modo, no puede extrañar la decisión tomada en 1967 de otorgar el Premio Nacional de Literatura a la obra de un escritor vizcaino, Luis de Castresana, en la que novelaba sus propias experiencias como niño exiliado en Bélgica: El otro Árbol de Guernica. La obra se convirtió en un éxito editorial, recibiendo alabanzas desde distintos sectores, y siendo incluso llevada al cine en una película de 1969 dirigida por Pedro Lazaga.Se ha escrito mucho sobre esta obra, su impacto mediático y, sobre todo, su caída en desgracia tras la recuperación de la democracia, cuando comenzó a ser entendida como un discurso que ensalzaba una concepción nacional y una lectura de la guerra propia del franquismo. Sin embargo, a pesar de lo que se ha repetido muchas veces, no se trata de la primera representación en la ficción del exilio infantil vasco. Porque varios años antes de su ascenso a los altares del éxito, ya otra obra había hecho lo propio, ofreciendo una representación a través de la ficción dramática del exilio y sus protagonistas.Hay que remontarse a 1963, y cambiar de país, de continente, ya que nos referimos a un capítulo de una exitosa serie de televisión que permaneció en pantalla en el canal estadounidense CBS entre 1960 y 1964, Route 66, que recogía los planteamientos de una road movie, mostrando el recorrido por las carreteras de Estados Unidos de dos amigos. Tod Stiles (Martin Milner) y Linc Case (Glen Corbett) recorrían la intrahistoria de Estados Unidos al ritmo de un icónico Corvette, como héroes errantes que se involucraban en solucionar los problemas de las personas que encontraban por el camino.El 12 de abril de 1963 se estrenó el vigesimotercer episodio de la tercera temporada. Su título podría pasar inicialmente inadvertido: Peace, pity, pardon (Paz, Piedad, Perdón). Ambientado en Miami, ya desde su arranque situaba la acción en un contexto muy particular: la escena inicial presenta a los protagonistas llegando al aparcamiento vacío del Miami Jai Alai, con imágenes posteriores mostrando a pelotaris en pleno espectáculo con unas gradas llenas de público siguiendo sus evoluciones y apostando.A comienzos de la década de 1960 el Jai Alai no era un elemento que el cine americano identificara con lo vasco, sino con lo latinoamericano. Los primeros frontones y las noticias de este deporte habían llegado a Estados Unidos a través de Cuba y México, y era con estos países con los que el público lo relacionaba mayoritariamente. De hecho, el tema central del episodio era el exilio anticastrista afincado en Florida tras la Revolución cubana. Los protagonistas eran dos hermanos pelotaris de improbable nombre: Quiepo y Largo Varela. Se ganaban la vida en el frontón, huidos de Cuba, donde habían dejado a un tercer hermano, Ramos, convertido en uno de los líderes revolucionarios. La trama giraba así en torno a la petición de Ramos de entrevistarse con sus hermanos a fin de dejar a su cuidado a su propia hija, Carlota, ya que temía por su vida. No hay que olvidar que esta teleserie se hizo en Estados Unidos, donde la imagen de la revolución cubana no era precisamente positiva.Quiepo, Largo, Ramos... tres hermanos vinculados por tres elementos: su parentesco, Cuba y la revolución. Sin embargo, cuando el guionista Sterling Siliphant se puso a documentarse, se encontró con una realidad inesperada para él y muchos otros como él, pero bien conocida por los residentes en Florida: los pelotaris y el mismo Jai Alai eran vascos. Si el episodio quería tener un mínimo de veracidad para conseguir que el público lo aceptara, había que convertir a los cubanos en vascos. O en vasco-cubanos. Y es aquí donde el exilio infantil vino a cruzarse en su camino.Los exiliados vascos de ‘Route 66’
¿Cómo explicar que una familia de pelotaris, por lo tanto vascos, estuvieran tan involucrados en la política cubana? En una de las primeras escenas del episodio, Siliphant introdujo una conversación de Quiepo con una exiliada cubana, Cipriana, que trabajaba en una escuela católica para niños del exilio cubano en Tampa. Es allí cuando Quiepo desgrana su propia historia: los hermanos Varela eran niños refugiados vascos que no habían podido retornar a su patria tras la derrota en la guerra y habían sido llevados por el sacerdote que los cuidaba, el padre Sebastiano, a Cuba, donde crecieron y se convirtieron en pelotaris profesionales.A pesar de lo que pudiera parecer a primera vista, el guionista hizo una gran labor de documentación. Quiepo había ido a la escuela “en un campamento en Stoneham, Lincolnshire, Inglaterra”, donde “habíamos sido acogidos por los ingleses”. Stoneham había sido, de hecho, el primero y uno de los principales puntos de destino de los niños exiliados en Gran Bretaña. Incluso el número de refugiados citado en el guion (“3.000 de nosotros”) se corresponde al número real de niños asentados en el campamento. El mismo rigor documental se percibe cuando Quiepo describe entre lágrimas el momento en el que comprendieron que todo estaba perdido: “El padre Sebastiano vino de Bizkaia. Aquí mismo, delante de mis ojos, un cuarto de siglo más tarde veo su cara, una cara triste. Niños míos, he venido de Bilbao a contaros la voluntad de Dios, una dura voluntad que tenemos que soportar. Ayer, el 19 de junio, los tanques enemigos cruzaron el Nervión y entraron en Bilbao. Nuestra capital, niños míos, ha caído, es el final de la independencia vasca”.Finalmente, en uno de los pocos elementos en los que la ficción sobrepasa a la realidad, explica que ante la imposibilidad de regresar a su patria, algo que “no podíamos aceptar”, el sacerdote optaría por llevar a los refugiados a Cuba. No hay evidencia de que tal movimiento existiera, y de hecho, la mayor parte acabaría por hacer el viaje de retorno a su patria, ahora ya bajo el dominio franquista.En todo caso, convertir a los Varela en vascos no solo sirvió para dar verosimilitud al episodio, sino que le otorgaría notables elementos de complejidad, tanto en su argumento como en las reflexiones políticas que se proyectaban en su guion. Los hermanos acaban convirtiéndose en una metáfora viviente de la lucha por la libertad, al haberse enfrentado a dos regímenes entendidos como dictatoriales, primero contra Franco y luego contra Castro. El telefilme americano ofrecía así un idealizado pero al mismo tiempo fiero discurso antifranquista sobre el carácter totalitario y represor del régimen, en contraste con la realpolitik de la administración estadounidense, cambiando reconocimiento internacional por bases militares. El propio título del episodio venía cargado de un denso contenido político: esas palabras habían sido pronunciadas en julio de 1938 por el presidente de la Segunda República, Manuel Azaña. Y es al final del capítulo cuando Ramos Varela, el hermano revolucionario que acaba siendo traicionado y asesinado por sus camaradas, cuando recupera ese discurso. “¿Cuántas veces tengo que decirte las palabras de Azaña en la agonía de nuestra guerra?”, le decía a Quiepo al entregarle su hija. “Cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, recordémosles, cuando sientan su sangre hervir, las lecciones de aquellos que cayeron en la batalla. Paz, piedad, perdón”.
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