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sábado, 22 de noviembre de 2014

Egaña | De Berlín a Nueva York

Les compartimos este texto de Iñaki Egaña publicado en Gara:

 

Tras una noche de teléfonos y consultas, la prensa mañanera abrió con una noticia que sorprendió a la mayoría de lectores. El delegado de Gobierno en la CAV, Julen Elgorriaga, antecesor del conspicuo Carlos Urquijo, era destituido fulminantemente. Años después sería condenado a 75 años de cárcel por el secuestro de Lasa y Zabala. Ya saben que apenas cumplió unos meses.

Obispos y curas vascos se enzarzaban, mientras tanto, en un intercambio de golpes dialécticos después de que la jerarquía eclesiástica hubiera pedido votar a cualquier opción política excepto a Herri Batasuna. La Coordinadora de Sacerdotes de Euskal Herria recordaba a los obispos que la vocación de la iglesia era la de estar al lado de los pobres, ocasión que no desaprovechó «Abc» para llamarles «proetarras».

Ese día, cuatro agentes de los GAR de la Guardia Civil eran citados en la capital navarra por un juez por torturas a un concejal abertzale en Etxarri Aranatz. La vista se atrasó. La Audiencia de Bilbao condenaba, minutos más tarde, a cuatro ertzainas a un año de prisión por haber detenido a un magistrado cuando acudió a levantar un cadáver en Laukiniz. Los funerales sobre el infiltrado Cocoliso, muerto en accidente en Málaga, se celebraban en Vallecas.

El Gobierno de Nafarroa consideraba que los atentados con explosivos contra dos concejales de Herri Batasuna en Iruñea no alcanzaban la categoría de «terroristas», mientras que el juez Pedraz veía «indicios de criminalidad» en la actividad de la Policía Nacional que había intervenido contra una manifestación en Donostia, causando un centenar de heridos, cuatro de ellos por postas. En la vivienda de un guardia civil de Sestao, destinado en Santurtzi, una mujer fue muerta de un disparo, al parecer fortuito.

La jornada había sido, por lo demás, apacible, sin apenas vientos y una ligera marejadilla que procedía del oeste. Bajas presiones y una pleamar que en Bermeo y Pasaia alcanzó su plenitud sobre las dos, seis horas antes de que el sol entrase por la sierra de Leire. En Gasteiz, los termómetros sacudieron el mercurio. Se acercaba el invierno.

Una convulsión de mayor envergadura, sin embargo, avanzaba. Esa madrugada, a 1.800 kilómetros de distancia, cayó el Muro de Berlín, icono mundial de la Guerra Fría. La caída del Muro de Berlín abrió las puertas a la desaparición de un mundo bipolar, a la derrota de la URSS frente a Washington y a la aceleración del sesgo neoliberal que ya avanzaron aquellas marionetas que se llamaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Respaldados por los últimos liquidadores de la socialdemocracia, François Mitterrand, Felipe González y Bettino Craxi. A Olof Palme, en un crimen aún sin resolver, le habían matado en 1986.

Con la demolición comenzó el desmantelamiento no solo del entonces llamado Este, sino también del Oeste. Al socialismo soviético el Oeste le había enfrentado con su «estado de bienestar». Matizado hasta la saciedad, por supuesto, y aplicado en parte de Europa. Llegó el derrumbe y la disolución creciente europea.

La apertura del muro de Berlín decretada por Egon Krenz, presidente de Alemania del Este, en noviembre de 1989, ahora hace 25 años, así como los cambios previos en Hungría, Polonia y en la URSS de Mijail Gorbachov extendieron a una velocidad de vértigo una serie de acontecimientos políticos de tanto calado como para convertirse en uno de los hitos históricos más importantes del siglo XX. La teoría del dominó pareció recobrar su vigencia. Un muro, dos muros, tres muros...

Falleció en aquellos días Pasionaria, pero no volvió a Gallarta, sino que sus restos fueron enterrados en La Almudena. Cerca del cementerio donde dicen que reposan más de cinco millones de hombres y mujeres, unos sicarios mataron a Josu Muguruza, en un crimen también sin resolver. Había sustituido, como diputado en las Cortes madrileñas, a Tasio Erkizia, torturado en una comisaría en los estertores del franquismo. El sucesor de Muguruza, Ángel Alkalde, apenas tuvo tiempo de respirar. Una semana después, el Supremo ordenaba su detención, mientras los diputados de la izquierda abertzale que habían acompañado a Muguruza en sus últimos momentos eran expulsados de la Cámara española al prometer la Constitución «por imperativo legal». Ni siquiera la fórmula tuvo recorrido.

Al otro lado del Atlántico, otros dos vascos morían a consecuencia de un ataque de sicarios bis. Se trataba de Inazio Ellacuria, vizcaino como Pasionaria, rector de la Universidad Centroamericana y destacado exponente de la Teología de Liberación, y del navarro Juan Ramón Moreno. Un tercer vasco, Jon Sobrino, se libró de la matanza en la que perecieron otras seis personas. Unos días después, EEUU invadía Panamá y los deportados vascos, inexistentes según las legislaciones española y francesa, se refugiaban en la nunciatura del Vaticano. El fotógrafo Juantxu Rodrigez caía bajo las balas norteamericanas.

Washington, Londres, Moscú y París enterraron Yalta y anunciaron en Otawa (Canadá) el nuevo orden. Mitterrand y Felipe González se desgañitaban tratando de impedir la independencia de la repúblicas bálticas. El temor a la teoría del dominó. Había caído un muro, pero el resto seguía intacto. Con la perspectiva de 25 años, me atrevería a afirmar que aquella demolición sirvió para edificar decenas de nuevos muros, muchos de ellos también en Europa.

Algunos físicos. El del Mediterráneo, donde han muerto más de 23.000 migrantes intentado descubrir Europa, en lo que va de siglo XXI. El del Río Grande, con 10.000 fallecidos alcanzados por el apartheid yanqui, desde el inicio de su construcción en 1994. El de Cisjordania y Rafah, construido por Israel siguiendo los trazos de aquel del gueto de Varsovia. Los de Ceuta y Melilla, donde murieron 14 personas hace unos meses cuando intentaban evitarlo.

Otros no tanto. La desaparición de los bloques, la caída del Muro de Berlín, el fin de la historia de Fukuyama, nos ha devuelto a los orígenes de la depravación humana. A la posdemocracia en el Primer Mundo, al apocalipsis en el llamado Tercer Mundo. Desde la caída del Muro de Berlín han muerto de hambre y de enfermedades que en Osakidetza (u Osasunbidea) serían calificadas de leves más hombres, mujeres y niños que durante la Primera Guerra Mundial, ahora también en conmemoraciones de centenario.

Desde 1989, los radicales y revolucionarios de entonces nos enfrascamos en la reivindicación de los valores de una democracia que se ha desmoronado. Un sistema democrático que no es tal, que ha desplazado al pueblo (ahora llamado ciudadanía) al mismo rincón de observación que tienen los ornitólogos en la laguna de Pitillas. Y a sus representantes a la tarea de gestionar los rescoldos del poder financiero, amo y señor de este planeta llamado Tierra.

La caída del Muro de Berlín alió definitivamente a Europa con Washington, coronó a la OTAN y al Trío de las Azores, y enfrascó al Viejo Continente en un estado más de la Unión, al estilo de Hawai o Alaska. La exportación del modelo de extracción conocido por fracking, las guerras balcánicas, el rescate de la banca especulativa, la evasión fiscal para las multinacionales, la invasión de Libia, Irak, Afganistán... el golpe de estado en Ucrania, la anunciada imposición del TTIP son apenas unos apuntes de esa servidumbre. Uno ya no sabe si pace en Minnesota, Sajonia o Arratia.

La caída del Muro de Berlín provocó una serie de iniciativas en Euskal Herria a favor de las libertades cívicas y del derecho de autodeterminación. Incluso el Parlamento de Gasteiz lo avaló. Pero los hitos históricos de aquel día de noviembre de 1989 aún siguen edificados, algunos con más altura si cabe. Cayó Berlín, llegaron ilegalizaciones, cierres de medios y un sistema que prosiguió jugando a lo grande en temas como la negación del sujeto, la tortura, la ocupación militar o la distribución de la riqueza.

Quedan muchos muros aún por derribar. Y entre ellos, para finalizar este artículo que hubiera tenido un desarrollo tan extenso como para aburrir, el del régimen en Nafarroa. Gabriel Urralburu, presidente del Gobierno navarro en aquellos tiempos, luego descubierta su pasión suiza y hoy exconvicto, se trajo un trozo del Muro de Berlín que hoy adorna el área de descanso de Zuasti, en la AP15. No sé si será políticamente correcto, pero deseo que ese nefasto monumento sea demolido o que lo devuelvan a Berlín. Entonces creeré que el cambio es posible.





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