Con respecto a los atentados de ayer en Madrid, como siempre, la insostenible equidistancia en la relación de opresión colonialista por parte del españolismo retrógrada y la justa resistencia del pueblo vasco presente en el Editorial de La Jornada:
Monstruosidad
La repudiable demencia criminal que se abatió ayer por la mañana en Madrid ha sumido en el luto a España, a Europa, a Latinoamérica y al mundo. Hay dolor y rabia por los muertos inocentes y sus deudos, por los heridos, por los mutilados y por los nuevos adeptos -muchos, seguramente- que el odio y la intolerancia ganaron en esta tragedia.
El duelo no es sólo por la pérdida de vidas y la ruptura de destinos personales, sino también por la desaparición brusca de remanentes de paz, de razón y de convivencia en el planeta. Lo desolador no es sólo el saldo de devastación y muerte, sino el macabro recordatorio de una nueva guerra mundial en curso en la que nadie, salvo tal vez los accionistas de Halliburton y sus ocultos socios, va a ganar nada.
La carta en la que se reclama la autoría del atentado es apabullante en su sadismo, en su crueldad y en su crudeza: "Nosotros en las Brigadas de Abu Hafs al Masri no nos entristecimos por la muerte de civiles. ¿Es legítimo que ellos maten a nuestros niños, mujeres, ancianos, jóvenes, en Afganistán, Irak, Palestina y Cachemira, mientras que es pecado que nosotros los matemos a ellos?" La venganza como sustituto de la justicia es injustificable y condenable, y el designio asesino contra los pasajeros de trenes españoles agravia a la humanidad en su conjunto. Pero las bombas, la carta y las trazas de los criminales en un vehículo abandonado en Alcalá de Henares establecen un vínculo insoslayable entre las muertes de inocentes en Madrid y las muertes de inocentes en Afganistán e Irak, y colocan la masacre de la capital española en el teatro de operaciones de la "guerra contra el terrorismo" iniciada por George W. Bush días después del 11 -otro 11- de septiembre de 2001 y, particularmente, en el operativo de invasión, arrasamiento y ocupación de Irak por el ejército estadunidense y sus auxiliares británicos y españoles.
El horror que hoy vive España es consecuencia directa de la errada decisión de José María Aznar, quien en mala hora colocó a su país en el bando de los agresores en un conflicto ajeno y remoto. Cuando, hace precisamente un año, la ciudadanía española se volcó masivamente a las calles para repudiar la participación de su gobierno en la incursión criminal contra Irak -no contra el régimen de Saddam Hussein, sino contra los iraquíes en general-, lo hizo por un principio ético antiguo y simple que recomienda no causar al prójimo un daño que no se desee para sí mismo. La sociedad actuó, entonces, con la sensatez, el humanismo y el buen sentido de los que carecieron Aznar y sus secuaces. Los ciudadanos de España, como el conjunto de las personas de buena voluntad en el mundo, sabían que, tarde o temprano, el descuartizamiento de seres humanos en las calles de Bagdad, Basora, Mosul y Tikrit por bombas y misiles inteligentes habría de provocar el descuartizamiento de seres humanos en las calles de Madrid, Londres o Washington; deseaban evitar en Irak el dolor y la devastación que no querían para España. El todavía ocupante de La Moncloa no quiso entonces escuchar ni ver a sus conciudadanos, ni a los millones que pidieron evitar la guerra, ni atender las advertencias sobre los peligros que implicaba colocar al país en posición de enemigo de los árabes y de los musulmanes; ni compadecerse de los miles de ciudadanos iraquíes que, sin haber causado daño alguno a los españoles, ni a nadie, iban a ser irremisiblemente masacrados.
Aznar se equivocó hace un año y ahora no quiere reconocer al enemigo que él mismo se construyó. Durante todo el amargo día de ayer, él y su gobierno, acompañados por buena parte de la clase política madrileña y por los medios informativos españoles, atribuyeron en automático el atentado a ETA y propiciaron, de esa manera, con una irresponsabilidad aterradora, el linchamiento del conjunto de los vascos nacionalistas democráticos y la confrontación fratricida. "Han matado a muchas personas por el mero hecho de ser españoles", dijo mentirosa y perversamente Aznar. La verdad es que -y ello no exime a los agresores de su enorme responsabilidad criminal- mataron a ciudadanos de un país cuyo gobierno consintió y alentó, a su vez, el asesinato masivo de iraquíes. Adicionalmente, el gobernante español aprovechó para seguir sembrando en la opinión pública de España reflejos condicionados que homologan independentismo vasco con terrorismo.
Tras la aparente necedad había un cálculo político preciso: si los responsables hubiesen sido los etarras, ello habría beneficiado políticamente al grupo gobernante, justificado las estrategias represivas y autoritarias del Partido Popular contra todo el espectro político vasco y mejorado las perspectivas electorales inmediatas de Mariano Rajoy y demás candidatos del PP. En cambio, si los autores de la atrocidad fueran, como indican todos los elementos disponibles, los fundamentalistas islámicos, ello podría remover ante la sociedad española la indignación por el uncimiento del país a una aventura intervencionista injusta y sangrienta.
Ahora bien: el que ETA sea ajena a los brutales atentados de ayer no aligera las responsabilidades criminales de esa organización terrorista ni le otorga ningún margen moral para seguir existiendo. El terrorismo etarra es tan injustificable como cualquier estrategia que admita el recurso al asesinato de civiles, como la de Al Qaeda y la del trío Bush-Blair-Aznar. Las convicciones brutales de ETA -cuya bandera, el reconocimiento del derecho a la autodeterminación de los vascos, sabotea con sus actos- y la vocación autoritaria, antidemocrática y represiva de los actuales gobernantes españoles son, actualmente, los principales factores de riesgo para la convivencia pacífica y civilizada entre vascos y españoles. Por el bien de unos y de otros, por el bien de todos, ETA debería desaparecer. Las diversas corrientes y organizaciones del nacionalismo vasco, por su parte, tienen ante sí el desafío de persistir en la lucha social y política pacífica, aun a pesar del descarado empeño de las autoridades de Madrid por cancelarles cualquier posible espacio institucional y democrático.
No debe omitirse, finalmente, el dato significativo de que los atroces ataques de lo que ya se conoce en España como el 11-M ocurren justamente a tres días de las elecciones. La ciudadanía española tendrá el domingo próximo la oportunidad de echar al PP del gobierno, lo que implicaría, entre otras cosas, sacar a España del Irak ocupado y de la guerra en curso y ahorrarse, de esa forma, horrores y sufrimientos adicionales. Cabe esperar que la sensatez y la serenidad requeridas para ello logren abrirse paso en el panorama de dolor, rabia y desconcierto de las horas presentes.
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