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viernes, 26 de junio de 2020

Egaña | Mentes Colonizadas

Iñaki Egaña dedica este texto a profundizar en las lacras sociales que el asesinato a sangre fría del afroestadounidense George Floyd ha terminado por poner en evidencia no solo en los Estados Unidos sino en el resto del mundo.

Aquí se los presentamos:


Iñaki Egaña

La muerte, a manos de la Policía, de George Floyd en Minneapolis, al otro lado del planeta, ha provocado una reacción en cadena que se ha trasladado al menos a escenarios donde la convivencia entre las personas con pigmentación diversa ha sido motivo clasista.

En realidad, el concepto de racismo es un neologismo. Hasta hace bien poco, la supremacía de unos colores sobre otros, sin reparos religiosos o éticos, era causa natural. La naturaleza estaba dirigida por una estirpe blanca, con sus máximas expresiones en las sedes reales, en el Vaticano y en las gobernanzas del llamado Primer Mundo.

El racismo fue la base teórica de la esclavitud. Los indios americanos, como las mujeres hacen miles de años, no tenían alma según las proclamas de la iglesia católica, autora del manifiesto moral que ha regido durante más de diez siglos a esta parte de la humanidad en la que vivimos. Los millones de negros extraídos de África para convertirlos en América en trabajadores del algodón, eran mera mercancía. Lo exótico lo ponían los jauntxos vascos, también tratantes, con sus criadas de facciones lejanas.

Parece mentira, pero así fue. La primera declaración universal sobre los “prejuicios raciales” se publicó en 1978, ayer como quien dice, de la mano de Unesco. No hubo, sin embargo, un cambio radical. La eugenesia que tan vivamente defienden los supremacistas sociales, tuvo paralelamente su recorrido con la aparente marcianada del genetista Robert Graham, por cierto, en 1991 Nobel de Biología, que abrió un banco de esperma exclusivo para listos, eminencias científicas. Y mientras, en Sudáfrica, el apartheid era norma de estado. Legalidad soportada por su constitución.

Los tiempos del racismo no han pasado. Hace unos días, Najat El Hachmi, escritora catalana de origen amazigh, nos dejaba un panorama desolador. Todos somos racistas, en una u otra medida: “Con los racistas clásicos no me peleo. La condescendencia paternalista resulta mucho más difícil desactivar. Nos infantilizan, nos folclorizan, nos exotizan, alaban las diferencias que nos presuponen, nos encierran en una esencia de bondad y deciden por nosotros como tenemos que ser otros e incluso cómo tenemos que ser antirracistas”.

La respuesta a la muerte de Floyd ha abierto un nuevo frente: colonialismo es sinónimo de racismo. Y viceversa. Y para ello, en cientos de localidades se han levantado protestas contra esa pléyade de dirigentes colonialistas, protagonistas de un holocausto más salvaje y sostenido que el dirigido por Hitler, pero silenciado por los dueños de la historia. Protagonistas que merecen el respeto de la comunidad blanca del siglo XXI, a través de estatuas en su nombre, calles, institutos, colegios, centros públicos o hijos predilectos.

Las protestas han provocado una iniciativa novedosa, legitima a todas luces. Un toque de atención que hace buena la cita castiza de que “vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro”. Estatuas del criminal belga Leopoldo II, del conquistador Cristóbal Colón, del “misionero” Fray Junípero Serra, del presidente Theodore Roosevelt, del esclavista Edward Colston, del fundador de los scouts Robert Baden-Powell, del líder británico Winston Churchill, incluso del escritor Cervantes, han sido atacadas o retiradas de sus pedestales. Una campaña mundial se refugia en el lema de tres “T”s: Topple The Racists (derribar a los racistas). O colonialistas que es lo mismo.

Ya lo percibimos desde la infancia: una estatua no es sólo un elemento decorativo. Su simbología es tan sencilla que no hace falta tener estudios primarios o universitarios para comprender que con ella se homenajea a la persona representada. Idéntica reflexión con otros símbolos, en el callejero o en la nomenclatura cívica.

En la cercanía vasca, las expresiones de esta política supremacista nos ahogan a diario. Lo peor, es que no somos conscientes de que justo abrir la puerta de nuestra vivienda por la mañana, ya estamos dejando entrar una interpretación sesgada y racista de nuestra historia. Una interpretación que prima lo criminal sobre lo humano.

En unas pocas líneas del pedestal de la estatua del almirante donostiarra Antonio Oquendo, está resumida precisamente la naturaleza de ese proyecto genocida: “Heroico soldado, cristiano piadoso, que al declinar el poderío de España supo mantener en cien combates el honor de la patria”. La cantinela de tiempos dictatoriales ha sobrevivido a tres gestiones en la alcaldía de la capital guipuzcoana (PSOE, EHBildu y PNV) como si fuera parte del decorado natural, junto al salitre del cantábrico, la ranita meridional de Igara y el marco incomparable.

Nuestro callejero, por ejemplo, está rodeado de cientos de militares exterminadores, de santos que no fueron sino verdugos de culturas, de reyes e infantes que tuvieron más soltura con la pólvora que nosotros con el bolígrafo. Ciertas parroquias deberían ser tratadas como lo son los campos de exterminio, museos del horror. La biblia, la espada y la viruela fueron las armas del racismo, del colonialismo.

Prim que mató a miles de rifeños tiene anchos espacios entre nosotros. Aun no entiendo como Rabat no ha denunciado en La Haya su presencia simbólica. Todavía no comprendo cómo Ankara no ha protestado al municipio de Bilbao por esa apología cristiana y humillante de mantener en su callejero el nombre de la llamada “Batalla de Lepanto”. Hechos que contrastan con el límite que se otorga a placas o recuerdos de gudaris, resistentes o referentes sociales.

No son los únicos ejemplos. Estamos rodeados de muestras de un pasado colonial y un presente neocolonial que se han asentado entre nosotros, poniendo a prueba nuestra supuesta revisión del pasado, nuestro supuesto progresismo que logró la abolición de la esclavitud, la igualdad de géneros. Que después del Holocausto, y para cauterizar el futuro, fue capaz de alumbrar una Declaración Universal de Derechos Humanos para apuntar que, hasta entonces, no habíamos sido tales. Es decir, humanos.






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