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martes, 22 de diciembre de 2020

De Brujas a Brujas

Las festividades derivadas de la observación que en la antigüedad las sociedades humanas hicieron del Solsticio de Invierno han traído a nuestros días manifestaciones contemporáneas de ritos tal vez ya olvidados.

También significa la aparición de personajes de las distintas mitologías que estaban relacionados con los meses más oscuros del año en el hemisferio norte.

Pero también, desde el ascenso de los chamanes al poder de corte absolutista y tras la invención de las religiones monoteístas, estas fechas han significado auténticas vejaciones para generaciones de mujeres.

En ese sentido Euskal Herria ha sido uno de los territorios castigados por el oscurantismo religioso que buscaba a toda costa eliminar los vestigios "paganos"... aunque aquí también se materializó en la persecución a las mujeres por el hecho de no encajar en el marco teórico impuesto por El Vaticano.

Dichas circunstancias han terminado por inspirar distintas expresiones artísticas y culturales hasta llega a nuestros días y adoptar el lenguaje audiovisual.

Establecido lo anterior, les compartimos este artículo dado a conocer en El Salto:


¡Más akelarres!

Las hogueras vuelven a estar encendidas. Akelarres por doquier. Sorginak por todas partes. Hay un resurgir del interés tanto académico como artístico y popular por la memoria de las brujas. Ensayos, exposiciones y películas pugnan por (re)interpretar desde la sensibilidad contemporánea el fenómeno, unas veces con rigor divulgativo, otras incurriendo en excesos y mitificaciones.

Jon Artza

“El poder de las mujeres es real, las brujas son reales. Todas las mujeres son brujas, lo sepan o no” Cailee Spaeny, intérprete de Jóvenes y brujas.

En nuestro contexto vasco el evento más destacado de esta nueva oleada de brujomanía cultural ha sido la presentación de la película Akelarre, del director argentino Pablo Agüero, en la pasada sección oficial del Festival de Cine de San Sebastián. Una coproducción vasca, estrenada con gran éxito en salas de Euskal Herria, que rescata el título de la película homónima de Pedro Olea, Akelarre, de 1984, la cual nos proporciona un significativo contraste.

Respecto de la primera Akelarre, avanzamos en el planteamiento general, pero sin despegarnos de algunos vicios en el enfoque histórico del fenómeno. En ambas hay una denuncia de la caza inquisitorial; en la primera Akelarre, con matices socio-políticos un tanto anacrónicos y una interpretación, sin mayor fundamento, de la brujería como paganismo; en la nueva Akelarre, al menos, con una muestra de la brujería como una completa fabulación que imagina una inopinada Sherezade forzada por el miedo a las torturas. Pero, en ambas, sobre todo en esta nueva Akelarre, domina una mirada complaciente hacia cierto público desinformado al poner el acento en la juventud de las brujas, cuando rigurosas investigaciones, como la de Amaia Nausia, demuestran que las víctimas eran generalmente viudas o solteras de edad avanzada.

Lamentablemente, pese a los treinta y seis años transcurridos entre ambas películas, no nos hemos librado todavía de cierta romantización de la figura de la bruja, que tiene su deriva en la moda actual, con un cierto sesgo comercial, como el que muestran libros del tipo Los secretos de las brujas (Errata Naturae, 2020), una superficial combinación de reivindicación y superchería con bonitas ilustraciones, el perfecto regalo navideño. Persiste una al parecer irresistible tendencia mixtificadora wiccana a la hora de mostrarla como sacerdotisa proto-feminista. Pero una cosa es que, gracias a la mirada feminista, hayamos podido desvelar ciertas claves ocultas de la caza de brujas y otra muy distinta que queramos convertir a pobres ancianas ajusticiadas en feministas medievales avant la lettre.

Akelarre, producción modesta pero con cierto empaque estético, tiene en su tramo final, en torno a la escenificación de una suerte de performance como sabbat inventado, su mayor aportación, pero no consigue cuajar su desarrollo a la hora de explicar el fenómeno porque carece de hipótesis de fondo. Algo que también le ocurre a la exposición Maleficium. Navarra y la caza de brujas. Siglos XIV-XVII, comisariada en el Archivo de Navarra por Jesús Mª Usunáriz, profesor de Hª Moderna en la Universidad de Navarra y editor del monográfico Akelarre: La caza de brujas en Pirineo. Siglos XIII-XIX (RIEV, 2012). Frente al grotesco enfoque del último pabellón navarro de FITUR, con su akelarre turístico, hay que saludar el esfuerzo de esta línea expositiva, lo cual no es óbice para señalar sus contradicciones y carencias.

Maleficium es una exposición sobria, documental, basada en la presentación de incunables y actas procesales cuyo evidente afán pedagógico no le impide incurrir en algunos excesos escenográficos: en la entrada, sobre un ejemplar del clásico Tratado antibrujeril del juez Pierre de Lancre, se cierne una nube de escobas voladoras (que podría pasar por un poema objetual de Joan Brossa) y en la sala gótica, sobre los paneles, sus arcos ojivales en penumbra, se proyectan sombras evocadoras de llamas o murciélagos, bajo una siniestra música dodecafónica. La esencia divulgativa de la exposición queda así distorsionada por un envoltorio demasiado sugestivo.

No obstante, el mayor problema de la exposición es de concepto, ya que el origen de la caza de brujas se atribuye directamente a la tratadística de la época, sin intentar si quiera ilustrarnos con las teorías explicativas que han ofrecido numerosas especialistas que la han investigado. Obviamente, un fenómeno complejo y duradero en el tiempo como la caza de brujas no puede ser atribuido solo a la mentalidad de la época o a la fabulación literaria de cuatro teólogos alucinados.

Falta, en definitiva, una gran exposición, rigurosa y completa, a partir de una hipótesis coherente, sobre la caza de las brujas en Euskal Herria en el contexto europeo. Iniciativas locales, más allá de bienintencionados despliegues visuales como el del Museo de las Brujas de Zugarramurdi, tampoco han podido satisfacer esta carencia, ya que siguen ancladas en la obsoleta teoría del matriarcalismo vasco.

Akelarre y Maleficium, dos propuestas estimables pero claramente insuficientes, que necesitan de otra mirada crítica, al tiempo más ambiciosa y más rigurosa. Cuando desde el ámbito de la ficción la cartelera se ve inundada regularmente por sugestivas ficciones como los remakes de Las brujas (de Roald Dahl) y de Jóvenes y brujas, cualquier contrapunto creativo o racional es bienvenido. En este sentido, hay que destacar el enfoque feminista de la exposición Sorginak! ¡Brujas! en el Museo de Arte e Historia de Durango, organizada por EmPoderArte AIMA, o la exposición El Diablo, tal vez (El mundo de los Brueghel), clausurada recientemente en el Museo San Telmo, que nos puede ofrecer pistas acerca de cómo combinar el atractivo del arte y el enfoque académico.

Después del hito que supuso el I Encuentro feminista sobre la historia de la caza de brujas celebrado en 2019 en el centro social Katakrak, en torno al enfoque materialista, anticolonial y feminista de Silvia Federici, cualquier incursión en torno a la brujería puede ser legítima y disfrutable a nivel estético, pero ya no nos sirve como divulgación e interpretación del fenómeno de la caza de brujas.

La fantasía y el realismo de las brujas de cine

Las brujas han tenido fortuna en el cine ya desde los tiempos de las películas mudas. Y, aunque su figura ha sido sobre todo recurrente en el género fantástico, que da por hecho su existencia artística, no siempre ha sido así. El cine danés nos ha ofrecido, ya desde sus primeros tiempos, una mirada tan descreída como atormentada. Así, la película documental Haxan. La brujería a través de los tiempos (Benjamin Christensen, 1922), propone una explicación naturalista del fenómeno: las brujas son histéricas. Y en Dies Irae (C.T. Dreyer, 1943), introducen a través de un intenso drama romántico matices socio-políticos.

Por su parte, el cine del este de Europa nos ha proporcionado una mirada crítica sobre el fanatismo religioso, como en la polaca Madre Juana de los Ángeles (Jerzy Kawalerowicz, 1961), la checoslovaca Martillo para las brujas (Otakar Vávra, 1970) o la rumana Más allá de las colinas (Cristian Mungiu, 2012), sobre un brutal caso real de exorcismo reciente.

El crisol (Nicholas Hytner, 1996), basada en la obra teatral de Arthur Miller, supone una de las pocas excepciones rigurosas en el cine comercial posterior que, insistiendo en la venganza doméstica en un contexto puritano, evoca la ‘caza de brujas’ del macartismo.

Por último, la valiente ópera prima I Am Not a Witch (Rungano Nyoni, 2017), ironiza sobre la problemática social de la brujería africana, un drama todavía vigente. Lamentablemente, Nollywood, la poderosa industria cinematográfica nigeriana, está produciendo baratas películas sobre brujería como Fin de los malvados que, financiadas por sectas protestantes, alientan la represión, especialmente de niños y niñas considerados brujos caníbales.

Por otra parte, David J. Skal, en su investigación sobre Halloween, ha destacado el papel del personaje de la bruja mala del oeste en el musical El Mago de Oz (Víctor Fleming, 1939), referencia cultural de la comunidad LGTBI, como responsable de fijar el icono de la bruja malvada de nariz ganchuda y sombrero puntiagudo. Pero no todo el cine fantástico es solo disfrutable estéticamente pero despreciable como lectura sociológica, especialmente, el más reciente: el trío de brujas rebeldes que elimina al mismo diablo en Las brujas de Eastwick (George Miller, 1987) ha sido reivindicado por la feminista Mona Chollet, The Witch (Robert Eggers, 2015) supone una visión crudamente naturalista que solo su final fantástico estropea y Suspiria (Luca Guadagnino, 2018), el remake del clásico giallo de Dario Argento, plantea la pervivencia de un terrible culto matriarcal.

En este sentido, numerosas series recientes de perfil fantástico, emitidas en plataformas de Internet, recuperan la figura de la bruja: Las escalofriantes aventuras de Sabrina, El descubrimiento de las brujas, American Horror Story (Coven), Salem, Luna Nera, Marianne, Siempre bruja, La peor bruja, etcétera. Aprovechando la nueva ola gótica, de Harry Potter a las muñecas Monster High, la bruja se ha convertido en un icono definitivamente sexy.

En el contexto del cine español, que tuvo una temprana incursión fantástica en La caverna de la bruja (Segundo Chomón, 1906), salvo alguna excepción como The Witches Mountain (Raúl Artigot, 1973), film maldito rodado en inglés, solo el cine vasco se ha interesado por el tema. La pionera fue Akelarre (Pedro Olea, 1984), en la que se plantea la lucha de una suerte de paganismo abertzale contra la opresión feudal y la Inquisición española. Posteriormente, Las brujas de Zugarramurdi (Alex de la Iglesia, 2013), una astracanada con guiños feministoides, insiste en un popurrí de los peores tópicos. El reciente estreno de Akelarre (Pablo Agüero, 2020) nos confirma que el cine de brujas, ya sea realista o fantástico, ofrece la mirada de cada época, pero también que a su equívoco imaginario le falta una mirada más situada y materialista sobre un fenómeno complejo. 




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