Con esta editorial, Gara concatena dos de los momentos álgidos vividos por el pueblo vasco en horas recientes.
Primero el fallo del Tribunal Supremo del estado español con el que se anulaba la sentencia que envió a prisión seis años y medio a los cinco abertzales del 'caso Bateragune'.
Segundo, el fallecimiento del gran promotor de la cultura vasca y víctima del terrorismo de estado Joan Mari Torrealdai.
Aquí la tienen:
El Tribunal Supremo español ha decidido por fin anular la sentencia del «caso Bateragune» por la que condenó a Arnaldo Otegi, Rafa Díez Usabiaga, Miren Zabaleta, Sonia Jacinto y a Arkaitz Rodriguez a penas de entre seis y seis años y medio de cárcel. La enmienda a su propia doctrina viene determinada por el fallo del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo de 2018, en el que se dictaminó que los líderes independentistas vascos no habían tenido un juicio justo. Oportunamente, la sentencia llega unas semanas después de unas elecciones para las que Arnaldo Otegi estaba inhabilitado precisamente porque no llegaba esta sentencia, de apenas un folio, retrasada veinte meses pese a ser vinculante y de obligado cumplimiento desde que fue dictada. Toda una declaración de voluntades.
Acostumbrada a la fuerza a las barbaridades jurídicas perpetradas desde Madrid en todo lo referente a la disidencia vasca –ojo, para los poderes de este Estado disidencia ha sido desde organizar el movimiento juvenil hasta el debate para dejar atrás una estrategia político-militar, pasando por publicar un periódico en euskara, o en castellano–, la sociedad ha regulado su nivel de escándalo para poder seguir funcionando. En algunos casos, se miraba para otro lado.
La falta de coraje y el ventajismo de los representantes institucionales vascos no ha ayudado a que semejantes violaciones de derechos humanos y libertades tuviesen el tratamiento que su gravedad conllevaría en una sociedad realmente avanzada. Por eso, a estas alturas, se debería analizar de qué se habla cuando se habla de este caso –y de otros similares– y cuáles han sido sus consecuencias para la salud democrática del país.
Sería recomendable que su sociedad civil, la academia o cualquiera que esté preocupado por la salud democrática de España hiciese un ejercicio similar. No hay que esperarlo, allá ellos y ellas. En realidad, en cualquier estado con una cultura democrática mínima, ayer no habrían comparecido los absueltos, sino quienes tienen sobre sí la carga de la prueba, los poderes ejecutivos y judicial. Lo hubiesen hecho para asumir su responsabilidad y si bien ya no hay opción de justicia, para ofrecer la reparación mínima posible: la verdad sobre una operación político-judicial para hacer descarrilar el cambio de estrategia de la izquierda abertzale.
Operaciones diseñadas en ministerios
Esta sentencia certifica legalmente que estos militantes independentistas nunca debieron ser encarcelados ni inhabilitados. Toda la sociedad vasca lo sabía, incluso quienes no comparten ni una sola de sus ideas . A pesar de ello, cumplieron íntegras sus condenas. Como son militantes, a veces se amortiza la seriedad del daño que se causa a esas personas, sus familias y su comunidad. No se debería frivolizar con este sacrificio.
En el caso de Arnaldo Otegi, fue apartado de la pugna electoral en diferentes convocatorias de manera ilegal e ilegítima. Eso le afecta a él como candidato, a su partido por haber sido limitado en sus opciones, y a todas las personas que podían haberle votado. Bajo la apariencia del estado de derecho se han vulnerado los derechos civiles y políticos de la ciudadanía vasca. Una y otra vez.
Las instituciones vascas pueden y deberían hacer un análisis serio y solemne sobre estos hechos. Un ejercicio de memoria para que no se vuelvan a repetir. Para que si se repiten, no se actúe con tan escaso nivel político.
La memoria que Torrealdai sembró
Las consecuencias humanas de estas operaciones represivas son difíciles de tasar. La casualidad ha hecho que el mismo día que se hiciese pública esta sentencia falleciese Joan Mari Torrealdai, otra víctima de esta política. Las torturas que padeció durante su detención cuando cerraron “Egunkaria” le dejaron secuelas graves. Él siempre pensó que la enfermedad que se lo ha llevado, el cáncer, se generó a raíz del maltrato sufrido a manos de la Guardia Civil.
Estas operaciones bélicas contra todo lo que no sea español, o simplemente no quiera serlo, ejemplifican la incapacidad del Estado español para abandonar su estructura franquista. Torrealdai, que registró esa genealogía totalitaria desde la guerra hasta nuestros días, se ha convertido en un símbolo. Con todo, este país mejorará si es capaz de no olvidar lo que le hicieron, pero sobre todo si recuerda lo que hizo él, si recoge y desarrolla lo que hizo esa generación de militantes abertzales.
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