Y ya que estamos hablando de Euskal Herria y de su derecho a existir, aquí les traemos este otro comentario publicado por Gara en el cual se deja claro que los de El Mundo tienen en el PNV el cómplice perfecto de sus dislates.
Lean:
«Burujabetza» no; ni de coña
Joseba Pérez SuárezEs de común aceptación la teoría de que no hay mejor ni mayor censura informativa que la sobredosis de información. Un tsunami de noticias, desde las más intrascendentes a las verdaderamente importantes, en una tormenta en la que cada gota desaparece de inmediato en el charco, sin que exista tiempo material para disfrutarla. Una cascada incesante de noticias que hace imposible su digestión y termina logrando el objetivo perseguido, que no es otro que el de saturar a la ciudadanía y conseguir que nadie preste atención a nada. El resultado es una sociedad más proclive al titular impactante que a la noticia explicativa, más al tuit espontáneo que al análisis reflexivo. En suma, una ciudadanía sobrepasada, sibilinamente desinformada, desactivada y, por tanto, fácilmente manipulable.
La historia reciente del jeltzalismo transita por similares derroteros desde que determinados gurús, más profesionalizados y menos ideologizados, con más apego a la poltrona y menos vocación de interinidad, acertaran a ver en ellos la forma de malear una idea, de adormecer las conciencias y consolidar el estable negocio del que viven desde hace décadas.
Con el paso del tiempo, lo que siempre constituyeron las bases del abertzalismo, conceptos como nación o soberanía, se han ido mudando, en un oscuro intento de embarrar el terreno y así, en los últimos años, el autodenominado «nacionalismo» gobernante ha ido poniendo sobre la mesa un nuevo diccionario, a medida que acuñaba toda una pléyade de nuevas acepciones que van desde el confederalismo, la democracia plurinacional, el concierto político, el independentismo del siglo XXI o la nación foral, a la transversalidad, la cogobernanza, la soberanía compartida, la bilateralidad, el mando único o el pactismo. Un totum revolutum de nuevas acepciones, sin explicación clara de sus contenidos, ni diferencias sustanciales en sus puestas en práctica, aunque, eso sí, creando un escenario de confusión en el que lo único realmente claro es que quien sigue teniendo la sartén por el mango es el mismo que la tenía hace cuarenta años... y que ese no es quien ocupa la lehendakaritza de Ajuria Enea. La cogobernanza, la soberanía compartida o la bilateralidad no son tales, si una de las partes dispone de un poder de decisión y mando con el que la otra ni sueña.
Sé que es algo más viejo que comer con los dedos, pero dejemos ya de jugar con el diccionario. Los eufemismos de la «democracia orgánica» con la que se vestía la dictadura franquista o ese actual y pomposo «Estado de derecho» con el que se disfraza esa monarquía parlamentaria en la que supuestamente «la justicia es igual para todos» aunque, como se comprueba estos días, algunos siguen siendo más «iguales» que otros, son artimañas propias de quienes se tienen por más listos que los demás, de estafadores, en una palabra. Publicitar tus escaños en Madrid como «decisivos para poder pactar», cuando los acuerdos que alcanzas siempre incluyen, cronológicamente hablando, un primer «cumplimiento» estricto del «pactista débil» (apoyo a presupuestos estatales, presencia en determinados actos…) frente a una segunda «promesa» del «pactista fuerte» (fijar una fecha de reunión, concretar un calendario de temas a abordar...), promesas que muchas veces se dilatan en el tiempo o reuniones en las que para llegar a acuerdos te van a exigir pactar de nuevo, constituye el arte del trilero profesional.
Amanecimos a esta autodenominada democracia con la machacona insistencia de que la idea de una Euskal Herria realmente libre tenía por delante un largo y tortuoso camino. No fuimos conscientes, visto lo visto, de que más de cuatro décadas después, la idea iba a seguir teniendo la misma vigencia. La palabrería vacua de ciertos profesionales de la cosa, realiza una labor de adormecimiento de conciencias, de ocultación de la realidad, que impide ver el bosque de una autonomía que lleva más de cuarenta años no solo sin completarse, sino siendo vaciada en lento pero inexorable socavamiento y a la que nadie verdaderamente sincero puede comparar con rimbombantes «cogobernanzas», «soberanías compartidas» o «independencias del siglo XXI». Y hablar de nuevo estatus para esta comunidad resulta sarcástico a la vista de los cambalaches de quienes ostentan el Gobierno de la CAV.
Bien sea por las connotaciones que les despierta o porque lo consideran una especie de «palabra-fetiche», la acepción «zulo» tiene gozosa cabida en el rancio diccionario español del constitucionalismo rampante. Por si en Sabin Etxea no lo saben, «burujabetza» no; ni de coña, vamos.
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