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sábado, 8 de diciembre de 2018

Egaña | Victorias y Derrotas

Les compartimos este texto de lectura obligada que Iñaki Egaña nos ha compartido en su página de Facebook:

Victorias y derrotas

Iñaki Egaña
Cuenta Joseba Sarrionandia en una breve reflexión intercalada en su último trabajo (“Bizitza ez al da oso arriskutsua?”) que lo importante no es tanto vencer o perder sino cómo gestionar ambas situaciones: «kontua ez da irabaztea ala galtzea, baizik zer egiten dugun irabaztean zein galtzean».

Somos un pueblo al que le han vociferado a la oreja que históricamente ha tenido que hincar la rodilla, que ha perdido cuantas batallas ha disputado. Como si se tratara de una partida de fútbol, donde el vencedor juega en primera división y el perdedor desciende al fondo de la liga, hasta caer a una división inferior. Para evitar el desánimo, nuestros cronistas recurrían al «domuit vascones» de los godos y otros anales de brava resistencia como las de Amaiur, Lorka o Lemoa.

Sin embargo, la sensación de derrota no es algo que me imbuya en el quehacer diario. No la siento, aunque ya se sabe que las cuestiones políticas se engalanan con las emotivas, y lo que uno percibe de una manera, el otro, menos aún si desconoce el sentido de la alteridad, de otra. La llamada Ley Campoamor: el tipo del color del cristal con que se mira.

Sarrionandia relata en su comentario cinco derrotados de pedigree cuyas tesis, con el tiempo, triunfaron en algún lugar destacado de la historia: Che Guevara, Karl Marx, Sócrates, Jerónimo y Jesucristo. Guevara, Sócrates y Jesucristo murieron de forma violenta. Marx murió en el exilio y en la pobreza y Gerónimo, el jefe apache, falleció en una reserva después de, al parecer, participar en los fuegos de artificio del colonizador, firmando autógrafos de su figura. ¿Fracasaron los cinco en sus revolucionarios planteamientos? Podríamos responder de mil maneras, sobre el uso de su legado, pero es evidente que su huella no se ha correspondido con el tratamiento que tuvieron en vida: fracasados y eliminados.

En estos días se cumple el aniversario de la muerte de José Miguel Beñaran, Argala, un icono real, que fue de carne y hueso hasta que, según sus propias declaraciones, un comando al servicio de los servicios secretos españoles, entonces CESID, acabaron con su vida en Angelu. La sombra de Argala ha llegado hasta nuestros días, con la fuerza de sus apreciaciones. Si mis convicciones fueran religiosas, que no lo son, diría que fue un profeta.

Sus reflexiones le convirtieron en un visionario, y sus apuestas estratégicas alcanzan, 40 años después, las orillas de nuestro tiempo. Es evidente que su vida fue truncada cuando su aportación en los años siguientes a su muerte podría haber colmado el sustrato político de la izquierda abertzale en particular y el corpus de ese país en construcción permanente que somos, en general. Pero Argala dejó su impronta a pesar de su juventud. Una victoria que su protagonista, como los relatados por Sarrionandia, no pudo atisbar.

De la misma manera, las referencias de tantos hombres y mujeres enlatados en la esquina de la historia como derrotados, ¿no fueron alientos para generaciones posteriores que avanzaron en la crónica de la humanidad con la vitola de ganadores? Los contextos son los que son, pero el humus, el magma que fluye sin pausa, entre obstáculos es cierto, sorpasa el momento. Sin hombres como Txabi Etxebarrieta, Jose Miguel Beñaran o Eustakio Mendizabal la agonía del franquismo hubiera sido otra, y el corpus social, diferente. Sin mujeres como Elvira Zipitria, Faustina Carril, Elixabete Maiztegi o Madeleine Jaureguiberry el éxito, incluso del reciente Euskaraldia, hubiera sido otro. ¿Se puede decir que triunfaron en su tiempo? Su esfuerzo solitario se vio recompensado con posterioridad, muchos años después.

Las conquistas sociales que ha ido acumulando la humanidad, al menos en algunos de sus escenarios, también son fruto de supuestos fracasos coyunturales. Como el lodo que va sedimentando año tras año, dando lugar a una tierra fértil, la aportación y el impulso de millones de hombres y mujeres anónimas redujeron la esclavitud, la abolieron incluso oficialmente, después de mil y una calamidades, protestas, fugas e insurrecciones. Recientemente se ha extendido el recuerdo de Rosa Parks y su insumisión a la segregación racial. Una pequeña piedra en un extenso camino, el hecho de negarse a ceder el asiento a un blanco en un autobús de una población para nosotros desconocida de Alabama, generó un movimiento impensable. ¿Alguien de aquellos apestados y derrotados predijo entonces que EEUU tendría en el siglo XXI un presidente negro?

La denuncia de la tortura en este mismo siglo sigue un camino atávico. Nuestros antepasados denunciaron ya hace 500 años la muerte de mujeres, especialmente en el potro de los tormentos. El nombre de Estevanía Petrisancena, una de las navarras que fallecieron en la tortura inquisitorial, apenas nos trae a la memoria unos retazos del recorrido de unos jueces implacables, unos tribunales infames y unos verdugos perversos.

La práctica sistémica de esa tortura, específicamente rechazada y condenada por Naciones Unidas en 1948, no fue óbice para que Francia la aplicara masivamente en el proceso de descolonización de Argelia o España contra la disidencia vasca. El manto de silencio en las últimas décadas, el valor de los denunciantes a relatar sus experiencias, o las iniciativas populares por revelar la práctica habitual de la tortura, siempre contra corriente de instituciones y estamentos oficiales, ha provocado que nuestra sociedad sea consciente de que la tortura ha sido una práctica masiva en cuarteles y comisarías.

Los que lo sabíamos lo sabemos, los que antes tenían dudadas ahora tienen certezas. ¿Alguien hubiera imaginado hace solo un par de décadas que el Gobierno autónomo vasco alumbraría un informe, como lo ha hecho en 2018, denunciado más de 4.000 casos recientes de tortura? ¿Alguien hubiera sido capaz de predecir hace escasamente unos años, que el Gobierno navarro ha comenzado a abordar una investigación sobre los torturados y torturadas en la Comunidad Foral entre 1960 y 1978?

Es evidente que la involución global no da excesivos espacios al optimismo, que el capitalismo neoliberal, que mantiene a parte de la humanidad en pentagramas arcaicos, de injusticia social supina, es como una apisonadora que martillea la vida. Es notorio, también, que algunas de las victorias históricas están nuevamente en juego, como si el ancla de la dignidad se removiera en el fondo marino y el barco anunciara un nuevo y retrógrado rumbo.

Pero también es cierto que todas aquellas victorias acumuladas nos las han hurtado en la construcción del relato. La esclavitud no fue abolida por iniciativa de traficantes o burgueses comerciantes. Tampoco por las limitaciones forales de nuestro sistema político. La recuperación de la memoria y dignidad de nuestras abuelas y abuelos en la guerra de 1936 no fue producto del empuje institucional sino del aliento de decenas de dinamismos, de actividades populares, herri ekimenak.

Estos días, al amparo del aniversario constitucional, nuevamente sufrimos un ataque de relato sobre un supuesto aporte constitucional a la convivencia, con el añadido de las loas a ese proceso que llamaron Transición. Nos dicen, con una sostenibilidad machacona, que la Reforma fue el mejor de los escenarios para acceder a una democracia parlamentaria que garantizara los derechos individuales y colectivos del «pueblo español». Que la Ruptura que planteaban sectores como el que participaba Argala era una quimera.

Siguiendo la estela de Sarrionandia, lo importante no es tanto vencer o perder sino cómo gestionar ambas situaciones, ¿cuál ha sido la gestión de aquella Reforma? Los resultados están ahí. Nefastos para las mayorías, carcelarios para las llamadas nacionalidades periféricas. La elite económica de entonces, la política con otros apellidos quizás, mantiene su estatus. ¿Ha triunfado la Reforma? La descomposición hispana avanza a pasos agigantados. La Ruptura está a la vuelta de la esquina.






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