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viernes, 28 de diciembre de 2018

Egaña | Iñaxio

Sin más preámbulos les compartimos este texto imprescindible de parte de Iñaki Egaña:


Iñaki Egaña

Tengo una tendencia recurrente que me inclina a perpetuar en el papel a las compañeras y compañeros que dan su último aliento y nos deponen su recorrido por la vida a través del recuerdo. Había preparado un borrador en el año del 80 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que tornaba en “inhumanos” vista su aplicación cercana, para este sábado.

Pero la noticia de la muerte de Iñaxio, Iñaxio Intxauspe, me ha reabierto una herida en el corazón, la de esa enorme deuda acumulada con quienes dieron lo mejor de sí para voltear ese estado de las cosas que nos acogota. Y me he sentido en una situación sencilla para superarla. Las emociones son la vanguardia de nuestra humanidad. Somos subjetivos porque somos sujetos, decía el poeta vasco-madrileño José Bergamín. Si fuéramos objetos, añadía, seríamos objetivos.

Así que he mandado al cesto de la papelera las letras de los derechos inhumanos, para intentar juntar otras bien distintas, cargadas de unos sentimientos que me colapsan el teclado. Es cierto que Iñaxio era muy especial para mí, por su cercanía, al igual que su compañera Ixabel y sus hijos Aintzine e Igor, pero quiero también recordar con su marcha a otros cientos, miles de compatriotas, hombres y mujeres, que aportaron con su sencillez y discreción la solidez de nuestro legado abertzale y de izquierdas. El disco duro de la supervivencia de nuestro pueblo.

Nadie es anónimo y todos somos anónimos. Algunos más que otros. El sábado pasado Iñaxio saltó la valla del anonimato general cuando Oinatz Bengoetxea le dedicó su triunfo frente a Joseba Ezkurdia en el frontón de Arrasate. Un gesto que emociona y confirma la solidaridad entre nosotros. Ese “nosotros” que se hace invisible e incomprensible más allá de las tierras que se escapan hacia el norte desde el Adur, hacia el sur desde el Ebro. Ese nosotros, gutarrak, gutako bat, que fortalece la comunidad que nos mantiene vivos en un medio a veces descorazonador y que aviva esa esperanza que nos apega a la tierra con un nervio colorido.

La evolución nos ha llevado desde el magma primigenio, pasando por los musgos, helechos y robles, hasta las faldas de Adarra, compartiendo con miles de especies este rincón del planeta que suspira cada mañana un aire cargado de humedad y ecos de batallas por la supervivencia. Quizás tuvimos otras opciones, pero como relataba Marc Legasse al abrir las ventanas de su morada en Ziburu frente a la bahía de Donibane Lohizune, colmada de barcos verdes, rojos, azules, balanceándose con los vaivenes de la marea, “¿qué otra experiencia me tocaba frente a este entorno que ser abertzale y rebelde?”. ¿Qué otro destino me esperaba que defender la casa de mi padre, de mi madre?, como nos hizo notar Gabriel Aresti.

Iñaxio sobrevivió de pie a la muerte de sus compañeros, Gogor, Katu, Txuria… Torturado, ingresó en prisión. “Si quieres vivir en sociedad no enseñes tu habilidad”, me solía repetir en más de una ocasión. Un dicho que no aplicaba. En prisión se convirtió en recurso para sus compañeros. Sus manos de pelotari malogrado, un pelotazo en uno de sus ojos el día de su debut profesional acabó con su carrera, tecleaban –quién lo hubiera dicho- a una velocidad cercana a la luz. Miles de cartas, de amor, de desasosiego, de protesta, de amparo, salieron de los botones de su máquina de escribir, en las mazmorras de Herrera de la Mancha, en Castellón, en Oviedo. Sin distinción, dictadas tanto por presos políticos como por los que no lo eran.

Jamás le escuché un sonido victimista. Decía que era un afortunado, porque había tomado el camino elegido. Incluso en los momentos más apretados, recordaba a los que nos habían abandonado prematuramente. La muerte siempre llega pronto. En los escenarios más complicados, cuando el bolsillo se vacía y aún faltan unos cuantos días para llegar a fin de mes, curvaba la mirada hacia el mapamundi, señalaba Bangla Desh o Sudán y añadía que seguíamos siendo afortunados. También por vivir en este rincón cantábrico que compaginaba tormentas y desventuras, pero también alegrías y satisfacciones. La vida misma.

El recuerdo de Iñaxio me agranda el de esos 7.500 vascos que ingresaron en prisión en las últimas décadas. Decenas de miles ampliando su entorno. Porque la cárcel no castiga únicamente al reo. También a la familia, a los padres, a los hijos, a los amigos, a compañeras y compañeros que no les han dejado en soledad a pesar del alejamiento, de la dispersión. Ahora, emborronando el papel, el número oscurece la trastienda. Y lo siento, porque cada una de esas partículas que encierra ese “7.500” contiene un universo tan enorme como el de nuestro material genético.

Hoy hemos visibilizado a los “motxildun umeak”, hijos e hijas cuya existencia está condicionada sobremanera por la situación carcelaria de sus progenitores. Pero esta reciente visibilización no significa precisamente que el arroyo brotó ayer. Lo hizo hace tanto tiempo que la memoria no me alcanza. Cientos de niños, como Aintzine e Igor, han recorrido centenares de miles de kilómetros acumulados, recostados en asientos de madera, de plástico, flexibles, rígidos. Al regazo de aitonas, amonas que ya nos dejaron y permanecen ahora en un escondrijo de nuestra memoria.

Hijas e hijos que nacieron entre barrotes, algunas. Que en aquellas huelgas de comunicaciones, en Soria, en Herrera, dejaron parte de su niñez sin apenas percibirlo. Que jamás renegaron de los suyos, como tampoco lo hizo el resto de la familia, de los amigos. ¡Cuántas crónicas de solidaridad y dignidad ha escrito nuestro pueblo! Y para ello no hace falta marchar a otros confines del planeta para sentir orgullo de la condición humana. En casa tenemos nuestro mayor tesoro.

Presos asimismo convertidos en número, agazapados en estadísticas, objetivos de las venganzas que afloran las pasiones más despreciables de la condición humana. Destrozados en sus relaciones, tal y como cantaba Pablo Milanés en una poesía del “Hombre preso que mira a su hijo”. Unos versos escuchados en el fondo de la celda hasta la saciedad: “Uno no siempre hace lo que quiere. Uno no siempre puede, por eso estoy aquí. Mirándote y echándote de menos. Por eso es que no puedo despeinarte el coco. Ni ayudarte con la tabla del nueve. Y acribillarte a pelotazos”.

¿Y qué decir del recorrido de aquellas y aquellos que fueron torturados, siguiendo un manual que se guarda bajo llave en diversos archivos gubernamentales? He conocido a muchos de ellas y ellos y puedo asegurar que quienes ha sufrido los malos tratos y la tortura, en su mayoría, conservan sus huellas, su drama, durante el resto de su existencia. También los que le rodean. Son miles, probablemente más de 10.000 o quizás incluso el número se agrande hasta llegar a un estadio que rompa nuestra comprensión numérica.

Hoy, parece como si el sufrimiento tuviera una única dirección. Como si el aislamiento carcelario, el primer grado, la negación al contacto humano dentro de los muros penitenciarios fuera parte de un esquema normal. Pero son anomalías. Anormalidades convertidas en costumbre por una legislación y unos ejecutores de la misma que hicieron una interpretación interesada, la del trato del ocupante con el ocupado.

El escritor uruguayo Eduardo Galeano, coincidió en cierta ocasión con el director de cine argentino Fernando Birri, fallecido hace ahora exactamente un año. Fue en una conferencia en la universidad de Cartagena de Indias, en un auditorio repleto de jóvenes. En el coloquio, uno de los alumnos lanzó una pregunta inquietante: “Qué es la utopía? ¿Para qué sirve?”. Galeano dudó. Respuesta incómoda. Fernando Birri tomó el micrófono y acotó: “Ella está en el horizonte. Yo me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar”. Pues eso, Iñaxio. Seguiremos caminando para hacer posibles vuestros sueños que son también los nuestros.






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