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Mis hijos en el cementerio
Rubén Adrián Valenzuela | Periodista
El mundo se está cayendo a pedazos y el periodista piensa en su hijita, muerta en la cuna hace más de 30 años. Un hombre está a punto de morir de hambre y de rabia en un hospital de Madrid mientras los jueces, que debían aplicar la ley con humanidad y sabiduría, se erigen en vengadores y el periodista llora por su hijo de 26 años, muerto, dicen que en el baño de su casa, tras resbalar en la bañera y desnucarse.
Una mujer dice que así no se puede seguir. «Las heridas por la muerte de tus hijos se han enquistado y no terminan de sanar». Otra, menos generosa pese a ser madre y ex compañera sentimental de uno que ha sufrido, refriega: «¿Qué lecciones de paternidad puedes dar tú, que tienes dos hijos en el cementerio?». Alguna vino con el tonto consuelo de los tontos: «Te habrá dolido más la muerte del mayor, porque era más grande, porque había vivido más, porque habrás tenido mayores experiencias con él».
La muerte de un hijo -no digo ya de dos-, no se supera. Duele siempre, de día, de noche, en la felicidad y en la tristeza. Duele solo y acompañado y duele más cuando ves a otros maltratando a algún niño. Una mujer entra en mi tienda y su hijo pide un libro de cuentos con dibujitos. Ella dice que no y añade: «Estoy harta de este niño. No hace más que pedir y pedir». Yo salto y la dejo atónita: «¿Qué harías si de pronto perdieras a tu hijo? ¿No darías todo lo que tienes para comprarle cuentos y juguetes?».
Cuando uno ha perdido a sus cachorros se pregunta lo que haría con ellos y para ellos si volvieran a la vida. Se pregunta si pondría el grito en el cielo ante una taza o un vaso roto o si les gritaría porque no se han comido ese plato de verduras inmundas que rechazan porque quieren puré y hamburguesas.
A veces pienso que mis hijos murieron para esto: para que yo pudiera ir por el mundo clamando contra el aborto (que no por razones religiosas) y contra el maltrato y la manipulación de los niños. Porque tener dos hijos en el cementerio es como estar muerto sin yacer. Es ir pidiéndole a la vida que te lleve junto a ellos pero ellos, desde algún lugar en tu corazón, te recuerdan que hay más vida y más personas que te necesitan. Y cuando pasa el 12 de febrero, fecha en que mi hija habría cumplido un año más, me recuerdo que a esta hija, a la que quise entrañablemente, intenté matarla, mediante un aborto, porque ponía en peligro la vida se su madre.
«Es una vida por otra», me dijo el médico. «No importa», retruqué. «Sí importa» -añadió el galeno-. «Todas las vidas importan. Importa la madre lo mismo que el bebé que está por nacer. Y a Dios le importan las dos».
Bendito doctor que no me hizo caso y maldita la muerte que se llevó a mi hija nueve meses después. Y hoy no puedo imaginarla mujer, con sus más de 30 años, convertida acaso en madre y sólo veo la tierna personita que era cuando desde la cuna me llamaba y se reía al advertir la cara de su padre radiante de alegría. Ese padre que decía que su vida no importaba, lo mismo que hoy dicen los que quieren que De Juana Chaos muera de hambre y engrillado en un hospital madrileño. ¿No es que a Dios le importan todos? No se cambia una vida por las otras, ni se mata sin tener que responder por ello. No dejemos que el rencor nos convierta en aquello que negamos.
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