En su edición cibernética, el periódico hondureño El Heraldo ha publicado este artículo en el que se da a conocer un hecho incontestable pero ocultado no por un poder imperial sino por dos: la existencia de Iparralde, la Euskal Herria continental, el país vasco septentrional.
Aquí se los compartimos:
El País Vasco también tiene su lado francés
Tres de sus provincias se ubican al suroeste de Francia con sus soleadas imágenes de ramas de olivo y, aunque eclipsada por la abundancia de España, ahí también están orgullosos de ser vascos.
A fines de octubre, el verano había regresado al País Vasco. Los nadadores se unían a los surfistas a lo largo de la costa. Un fuerte sol tornaba de verde a azul el color del océano Atlántico. A última hora de una mañana dominical, en la aldea pesquera francesa de Ciboure, los residentes salían de L’Église St.-Vincent, una iglesia del siglo XVI con una torre octagonal.
Algunos se detenían a charlar al lado de una alta cruz gris salpicada de liquen. Niñitas con vestidos esponjosos corrían en círculos, gritando. Mujeres recién peinadas con libros de bolsillo pasaban el rato en el atrio. “Bonne journée”, decía el sacerdote a su congregación mientras se encaminaban hacia las estrechas calles en su camino a casa para almorzar.
Pasaba por Ciboure en camino hacia St.-Jean-de-Luz con mi amiga Gabriella Ranelli, a quien había convencido de abandonar su adoptada casa en el País Vasco español donde organiza recorridos personalizados para husmear en la parte francesa conmigo.
Un asunto territorial
Cuando la mayoría de las personas piensa en el País Vasco, piensan en España. Bilbao inició el llamado efecto Guggenheim. San Sebastián tiene todas esas estrellas Michelin. Y Pamplona, notoriamente, suelta a los toros por sus calles una vez al año. Pero el País Vasco está compuesto de siete provincias, tres de las cuales están en el suroeste de Francia.
Los vascos son un pueblo antiguo que habitó este territorio durante miles de años. Hoy, la parte española es una región autónoma con un gobierno vasco, mientras que la parte francesa responde al gobierno central en París. El lado español ha tenido un fuerte movimiento de independencia, que últimamente ha sido eclipsado por el de Cataluña. En el apogeo de su actividad en la segunda parte del último siglo, ETA, el grupo separatista español, realizó la mayor parte de su lucha en el lado español, tomando al lado francés como guarida.
“En Francia, también están orgullosos de ser vascos”, explicó un amigo vasco de España, señalando, sin embargo, que “en España, hay muchos vascos que están dispuestos a ser un país independiente. En Francia, muy pocas personas piensan lo mismo”.
Aunque la parte francesa se ve eclipsada por la abundancia de España y la soleadas imágenes de ramas de olivo provenzales del sur de Francia, sería impreciso decir que la región es desconocida, y ciertamente no está subdesarrollada. Pero para un mundo enamorado de Francia, es la hermanita que no fue invitada al baile.
Cuando cruzamos en auto la frontera francesa hacia la provincia de Labourd, dirigiéndonos al norte desde Gipúzkoa, el paisaje cambió. Las verdes colinas dieron paso a las escarpadas faldas de los Pirineos. Las localidades playeras de la costa a veces empinada y rocosa, desde el modesto Ciboure hasta el glamoroso Biarritz, se ubican a menos de 16 kilómetros de aldeas montañesas inmaculadas. Castillos con torrecillas se ocultaban entre los altos árboles. Y había ovejas por doquier, algunas identificadas con manchas azules en sus cuartos traseros, próximas a ser esquiladas.
Temprano esa mañana en San Sebastián, habíamos metido nuestras maletas en la cajuela de la vieja camioneta Mercedes de Gabriella e iniciado un viaje de tres días por el País Vasco francés. Eso es Iparralde, que significa “el campo norte” en euskera, el antiguo idioma vasco que muchos expertos dicen no se relaciona con ningún otro. Es un área diminuta con una población de menos de 300,000 habitantes, y sus propias características y tradiciones que le definen: una historia que se remonta a los tiempos prerromanos, un estilo arquitectónico distinto, un orgullo profundamente arraigado y ancianos con boinas en sus bares locales.
La modernidad
En los últimos años, ha surgido una generación más joven, que ha abierto tiendas de diseño, reorganizado el escenario culinario y remozado las granjas clásicas de color rojo y blanco que salpican los campos.
Había escuchado que el chef Yves Camdeborde –la estrella de París– se había hecho cargo de Le Suisse en la Place Louis XIV, la antigua plaza en St.-Jean-de-Luz. Los pintores colocan sus caballetes ahí, bajo las ramas nudosas de los sicomoros. En la temporada alta, Le Suisse era estrictamente un lugar turístico.
Pero ahora, junto con Nicolas Borombo, quien reorganizó Kaiku calle arriba, otro restaurante de St.-Jean-de-Luz, Camdeborde y sus socios están intentando algo diferente. Nada radical, sino un pequeño bar, cafetería y terraza, donde tomamos una brillante ensalada de arúgula y gambas et cochons avec polenta (camarones y cerdo), un platillo mar y tierra ligero y salado, con una vista del puerto pesquero. Fuera de temporada, nos rodeaban familias locales que salieron en busca de una comida sencilla y fresca.
Unos 19 kilómetros costa arriba, aparecieron los techos de tejas de las grandes villas de Biarritz. Hasta 1650, mucho antes de que se convirtiera en el célebre sitio de veraneo de la realeza europea, Biarritz era un importante puerto ballenero en la Bahía de Vizcaya. La elegante ciudad turística se desarrolló cuando la Emperatriz Eugenia convenció a su esposo, Napoleón III, de construir un palacio ahí en 1854. El palacio fue convertido en lo que ahora es el Hôtel du Palais, un gran gigante del Viejo Mundo que se cierne sobre el extremo norte de la Grande Plage.
Biarritz se distingue por su arquitectura, desde la romanesca iglesia de St. Martin del siglo XII hasta la Gare du Midi, la antigua estación de trenes art nouveau que ha sido convertida en un teatro moderno, y todas las villas con torrecillas que se ubican por encima del nivel del mar.
Hay un atractivo diferente al otro extremo de la ciudad, cerca del mercado: residencial y más deteriorado. Nos alojamos en el Hôtel de Silhouette, una casa de piedra convertida de principios del siglo XVII que tiene un jardín en la parte posterior, y exploramos un poco a pie.
Estaba a corta distancia caminando del Port Vieux, una diminuta ensenada que se ilumina de noche. Para las 10:00 de la noche, las calles estaban mayormente vacías. “Está tan tranquilo”, dijo Gabriella. En España, donde ella es una experta gastronómica que imparte clases en el Instituto Culinario Vasco, su día fácilmente puede terminar a la una de la mañana.
Hay una inequívoca “joie de vivre” en España, mientras que en este lado de la frontera hay una elegante reserva.
Francia en España
En el País Vasco bajo la bandera francesa, la sociología es un poco diferente, ya que la población no sufrió bajo un dictador durante casi 40 años, como sucedió en el lado español con el general Francisco Franco hasta su muerte en 1975. Hay solidaridad –si eres vasco, eres vasco en las buenas y en las malas– pero también una división cultural natural.
El clima había cambiado a ráfagas de viento y lluvia para cuando llegamos a Bayona. La capital del País Vasco francés, Bayona, es una ciudad fortificada donde el río Nive se encuentra con el Adour. Tiene muchos puentes, y por momentos a lo largo del muelle parece un mini París o un Ámsterdam con sabor vasco.
Las casas de cuatro y cinco pisos, algunas con solo dos amplios ventanales, tienen desvanecidas chimeneas de ladrillo y persianas en azul claro, rojo y verde. Sus cimientos están inclinados, sus alféizares están combados y se apiñan unas con otras, con claraboyas en la parte superior y pequeños escaparates al nivel de la calle. Una florista aquí. Un salón de belleza allá.
Cuando nos encaminábamos al sureste saliendo de la localidad, los Pirineos repentinamente aparecieron a la vista, y el campo se abrió, una vista de asombrosos colores otoñales.
Estaba totalmente oscuro cuando llegamos al Hôtel des Pyrénées, un albergue clásico en St.-Jean-Pied-de-Port. Tuvimos para nosotros solos el comedor de paredes de vidrio del restaurante Arrambide, que cuenta con estrellas Michelin. “Espero que el chef esté en la cocina”, dijo Gabriella, enigmáticamente. En la tradición familiar vasca, Firmin Arrambide ha pasado la estafeta a su hijo Philippe después de décadas de dedicarse a la cocina.
Letárgico de noche, el lunes – día de mercado – fue bullicioso. Colina arriba en la Place des Ramparts, en el renovado mercado cubierto, mujeres mayores con faldas a la altura de las pantorrillas compraban los famosos quesos de leche de oveja de la región, las verduras orgánicas exhibidas en canastos tejidos y cajas de madera, y los confites, la miel, el pâté de foie gras enlatado y los salchichones.
Mientras Gabriella regresaba al hotel para empacar, yo subí al alcázar por encima de la ciudad. La hiedra trepa por sus paredes grises ahora y el terreno está lleno de hortensias. Desde ese punto, pude ver los techos de teja de la aldea extenderse por debajo y los pesados picos de madera alrededor. España estaba a solo ocho kilómetro de aquí, pero estaba a un mundo de distancia.
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