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domingo, 7 de junio de 2015

El Renacimiento del 'San Juan'

El Diario Vasco nos trae este extraordinario reportaje acerca del más famoso barco ballenero vasco:


La reconstrucción artesanal de un ballenero vasco del siglo XVI recupera un tesoro arqueológico de valor incalculable

Catherine Abbot

Un rayo surca el negro cielo y el destello ilumina las embravecidas aguas de Red Bay, en la península del Labrador. Corre el año 1565. Los temporales del Norte se han adelantado y han sorprendido al galeón 'San Juan', botado dos años antes en el pueblo guipuzcoano de Pasajes, prácticamente cargado y a punto de zarpar para el viaje de regreso a casa desde el principal asentamiento ballenero vasco en Canadá. Casi todos sus tripulantes descansan en tierra firme después de pasar meses faenando en alta mar, por lo que, impotentes, solo les queda rezar para que el fondeo resista. Sus oraciones son vanas. Los marinos contemplan atónitos cómo el ancla garrea y cede finalmente ante los embates de las olas. Un último golpe de mar se lleva el buque, de 25 metros de eslora y 7 de manga, un prodigio naval de la época con tres cubiertas y cinco botes balleneros, que desplaza 200 toneladas y precisa para navegar una tripulación de 60 hombres.

La nao 'San Juan' es la mayor nave transoceánica de la época que cruza con objetivos comerciales las peligrosas aguas del norte del Atlántico para comerciar con las preciadas materias primas que brindan los cetáceos. Tecnología punta del siglo XVI al servicio de la actividad mercantil con más solera del País Vasco. Desde tiempo inmemorial, los vascos pescaban en el Cantábrico ballenas francas, a las que avistaban desde las atalayas costeras y perseguían en sus txalupas de remos para arponearlas. La franca, también llamada 'ballena vasca', era la pieza preferida porque es de nadar lento y, debido al acúmulo de grasa que almacena, flota incluso después de muerta y es fácilmente remolcable. Los pescadores desarrollaron distintas estrategias para capturarlas, como perseguir a las crías en los grupos familiares sabedores de que los padres, incapaces de abandonarla, se pondrían antes o después a tiro de sus arpones. Cuentan los registros que, entre 1517 y 1662, los pescadores de Lekeitio cazaron 45 ballenas.

Pero siglos de persecución fueron disminuyendo su número y obligando a los arrantzales a estirar más y más sus expediciones, primero por el Cantábrico hasta Galicia y más tarde hasta Islandia, Terranova y el Labrador, donde fundaron numerosos asentamientos. Algunos historiadores sostienen que estos balleneros se adelantaron incluso a Colón en el descubrimiento de América, aunque por ahora no han sido capaces de aportar pruebas de ello.

A mediados del siglo XVI, el País Vasco podía considerarse una potencia marítima mundial de primera fila, y muchas poblaciones vivían volcadas en el mar. Los pueblos costeros subsistían gracias a los valiosos productos que conseguían extraer de las ballenas: las barbas, un material elástico, flexible y duradero sin parangón en la época, muy útil para dar forma a los corsés y vestimentas de las damas; los huesos, con los que se tallaba todo tipo de muebles, y su carne, que aunque poco apreciada en España tenía buena salida en el mercado francés, donde la consumían en salazón; pero sobre todo la grasa, muy demandada en toda Europa por la excelente iluminación que prestaba a las lámparas sin desprender humos ni malos olores.

El aceite de ballena se convirtió en la materia prima clave para los armadores vascos, que desarrollaron toda una red de factorías balleneras en el litoral atlántico canadiense. Cada año, una quincena de barcos partía de los puertos vascos en una nueva campaña ballenera, cada uno de los cuales podía llegar a cazar de 6 a 9 cetáceos. En sus asentamientos canadienses, los arrantzales esperaban el paso de las ballenas para perseguirlas, remolcarlas a la costa, desollarlas y despojarlas de su grasa, que derretían y cargaban en barriles. Con una producción anual de decenas de miles de barriles de este "petróleo ballenero", organizaron su transporte marítimo regular entre Canadá y Europa. El negocio daba tantos beneficios que los armadores llegaron a ofrecer a los marineros prescindibles pagarles la invernada en el asentamiento ballenero para que dejaran sitio libre en el barco a uno o dos barriles más.

Un tesoro subacuático

Arrastrada por la resaca fuera del resguardo de la costa, la 'San Juan' navega a la deriva hasta estrellarse contra las rompientes de la isla Saddle, en la salida de la rada y a escasas millas del campamento de Balea Baia. Las rocas destrozan sus cuadernas de roble, el casco se resquebraja y en pocos minutos el orgulloso navío se va a pique. Le acompañan en su descenso al fondo del mar un millar de barriles de saín, la grasa de ballena, que ya habían sido estibados a bordo. Su naufragio supuso una enorme pérdida económica, que hoy ascendería a más de 7 millones de euros. Pero aunque su cargamento ya no daría luz a los candiles de media Europa, el hundimiento del ballenero sí ayudaría a alumbrar aspectos desconocidos de la historia de la navegación.

En 1978, Parcs Canada, una agencia dedicada a proteger los tesoros medioambientales y la herencia cultural del país norteamericano, envió un equipo arqueológico comandado por Robert Grenier a las costas de Red Bay. Allí descubrieron los restos sumergidos de la nave vasca, a unos diez metros de profundidad. Las bajas temperaturas de las aguas canadienses habían conservado las piezas del galeón en un estado espectacular. Estaban ante el más preciado de los tesoros arqueológicos subacuáticos del mundo. Unas 14.000 horas de inmersión en las gélidas aguas después, y tras más de tres décadas centrados en "la mayor investigación científica sobre un barco jamás realizada", los científicos se encontraban en disposición de responder a las incógnitas que el buque planteaba. Y en condiciones de compartir su descubrimiento con la comunidad científica, que convertiría el pecio en todo un icono de la arqueología submarina, catalogado como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Quien visite Canadá puede sorprenderse al descubrir en Red Bay el Museo de los Balleneros Vascos, un ejemplo de cómo las grandes gestas son a veces más apreciadas fuera que por los descendientes de sus protagonistas.

Los ecos del descubrimiento llegaron hasta Euskadi, donde interesó enormemente en la fundación Albaola, empeñada en defender el patrimonio marítimo vasco. Esta asociación culminó en 2005 la reproducción artesanal, pieza a pieza y a la antigua usanza, del 'Butus', una de las txalupas que los arponeros utilizaban para cazar las ballenas y que el 'San Juan' arrastró al fondo del mar. La réplica sirvió como primer ensayo para el proyecto colosal que estaban a punto de emprender: la reproducción de la nao 'San Juan' traca a traca, clavo a clavo, tal y como las técnicas de construcción tradicionales establecían y la Parcs de Canada había rescatado minuciosamente del olvido.

De este modo, en junio de 2013 el proyecto dio su pistoletazo de salida. Los muelles de Ondartxo en Pasaia, el pueblo de la nave original, acogerían el proceso de construcción abierto al público que la asociación iba a realizar. Los bosques de Sakana, en Navarra, se ponían a disposición de Albaola para proporcionar los 200 robles necesarios para la construcción del navío. El pueblo burgalés de Quintanar de la Sierra aportaría el alquitrán de pino imprescindible para preservar la madera y calafatear las juntas, y así otras localidades cercanas y no tan cercanas se unían al proyecto. El pasado 25 de junio, en una ceremonia simbólica, se colocaba la primera piedra del proyecto, aunque en este caso más bien sería la primera madera -de haya, concretamente- que formaría la quilla del barco, la pieza más importante a partir de la cual se articula la estructura de todo el navío.

En los astilleros de Ondartxo, catorce carpinteros de ribera especializados en la reconstrucción de barcos antiguos se afanan desde entonces en dar forma a la nao, apoyados por voluntarios. Tras dar forma a los gigantescos troncos de árboles con ayuda de plantillas que representan cada una de las piezas, los carpinteros han culminado ya el esqueleto formado por roda, codaste, cuadernas y baos. Sierras, hachas y trochas cortan y tallan, una labor en la que la fuerza física se revela fundamental.

Como hace cuatro siglos

El presidente de Albaola, Xabier Agote, atrae las miradas de los visitantes, asombrados ante su destreza manejando el hacha. "Se trata de dar dinamismo a la historia, sacarla de los museos y que la gente sea capaz no solo de admirar un resto arqueológico expuesto en una vitrina, sino, como en el caso de la 'San Juan', comprobar cómo desarrollaban su trabajo en el pasado y en qué consistían sus técnicas", explica. El sueño de este donostiarra de dar vida al buque va tomando forma cada día que pasa. "No somos conscientes de los profundos conocimientos que los arquitectos navales de esta época poseían", sentencia. "Historias como la del 'San Juan' no han sido debidamente divulgadas", se lamenta Agote, que destila ilusión por cada aspecto del proyecto. Velas y cabos de cáñamo de Cervera, mástiles de abeto de los bosques de Irati... todo se hace de forma artesanal y fidedigna. La dificultad a la hora de obtener los materiales idóneos es un problema añadido.

Agote tenía la ilusión de que el navío se botara en aguas del Cantábrico en 2016, coincidiendo con la Capitalidad Cultural Europea de San Sebastián, como homenaje a sus antepasados, su forma de vida y todas las dificultades que tenían que superar. Aunque finalmente no llegará a tiempo, el presidente de Albaola se consuela pensando que su trabajo servirá para mostrar, paso a paso, cómo se construía un barco de ese porte hace cuatro siglos. "La labor conlleva un trabajo titánico, que además la gente puede ver día a día. Solo pensar que esto era posible en el siglo XVI... es una locura".

Fortuna o muerte

Solo unos meses antes del hundimiento del galeón 'San Juan', sus tripulantes, pescadores curtidos y valientes, se habían echado a la mar en busca de fortuna. Una proeza peligrosa: navegar por mares procelosos hasta unas costas desoladas donde capturarían ballenas sin más herramientas que una frágil txalupa y un arpón. Se alimentaban durante meses de bacalao y alguna que otra presa capturada en la singladura. El olor untuoso de la grasa de cetáceo inundaba el barco durante la travesía de regreso. La sidra era su mejor remedio para combatir el temido escorbuto, una enfermedad que hacía estragos entre las tripulaciones de la época, y por lo que se les escanciaba hasta tres litros diarios de esta bebida.

En verano, las colonias de balleneros vascos de Labrador llegaban a sumar 1.500 personas. Era un trabajo duro y peligroso, pero quienes subrevivían tenían la recompensa asegurada, y el afán por hacer fortuna pesaban más que el miedo al fracaso y a la muerte.

La singladura hacia Donostia 2016 no llegará a buen puerto

Cuando la fundación Albaola asumió el reto de devolver a la vida la 'San Juan', sus gestores pensaron en vincularlo a un proyecto más amplio que le aportara recursos y visibilidad. Por su parte, la candidatura Donostia 2016 necesitaba un elemento simbólico que condensara la suma de tradiciones, conocimientos y espíritu aventurero que forjaron este país. La simbiosis entre ambos proyectos era total. Y así, decidieron inaugurar el año cultural europeo con la botadura del barco en el astillero de Ondartxo. El objetivo era realmente ambicioso: que se hiciera a la mar para visitar las principales capitales marítimas de Europa y ejercer como embajada flotante de San Sebastián. Sin embargo, el retraso que ha ido acumulando el proyecto, debido a su complejidad técnica y a la imposibilidad de ampliar su presupuesto, ha hecho naufragar el que iba a ser buque insignia de la Capitalidad Cultural. La nao 'San Juan' no se botará, al menos, hasta 2017.






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