Les compartimos este texto:
Koldo Campos Sagaseta“Perdona a tu pueblo… Señor”
Parece mentira que un pueblo, como el español, tan devoto de la religión que profesa y practica, sea tan poco dado a contemplar el perdón, no como exigencia a los demás, sino como ruego que se comparte para que los demás te absuelvan.
“Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo… perdónanos Señor” reza la oración católica. “Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores” apostilla su Padrenuestro porque, como asegura el Credo, “creo en el perdón de los pecados”.
Y sin embargo, ese pueblo de penitentes descalzos, habituado a comulgar con el perdón y a encomendarlo a Dios y a recitarlo a coro, aún sigue empecinado en la creencia, convertida en costumbre, de que el perdón no es virtud de ida y vuelta. El perdón es una deuda que el mundo tiene contraída con España.
Quienes celebran haber llevado la lengua castellana a un continente americano mudo y haber provisto del único Dios verdadero a millones de gentiles, hoy todavía festejan el continental genocidio y despojo que, cinco siglos más tarde, siguen trajinando a bordo de sus nuevas empresas y embajadas. Quienes siempre se reservaron la primera y la última palabra, hoy mandan a callar las voces inconformes con la historia que han urdido del perdón.
Algunos, como Aznar, hasta se han permitido exigir la súplica del perdón al mundo musulmán. “No oigo a ningún musulmán que pida perdón por conquistar España y estar ahí ocho siglos”. Varios siglos más, por cierto, de los que lleva el estado español llamándose España, los musulmanes le habían invadido su país, un país que no existía entonces, tampoco hoy.
Hasta el gobierno de los Estados Unidos debe estar ya evaluando la posibilidad de establecer una nueva Secretaría de Disculpas, por los tantos perdones que debe estar otorgando a causa de sus constantes desafueros, y que sólo institucionalizando las disculpas podrá satisfacer todas las habidas y pendientes. Ya casi es tradición que, sus presidentes, desde que llegan a la Casa Blanca, se aboquen a pedir perdón al mundo.
Ronald Reagan, aunque nunca se arrepintiera de sus películas, sí pidió disculpas por declarar públicamente la guerra a la Unión Soviética sin que nadie entendiera su bufonada hasta que él mismo desmintiera su broma. George W. Bush ni siquiera esperó a ser presidente para iniciar su catarsis de disculpas y, como candidato, pidió perdón por sus reconocidas experiencias con el alcohol y la cocaína, cuando “era joven e irresponsable”. Clinton pidió perdón por haber bombardeado la embajada china en Belgrado; por la condena de los pueblos indígenas de Norteamérica a degradarse o desaparecer; por el apoyo prestado por sus antecesores al régimen racista sudafricano y el respaldo a todas las dictaduras latinoamericanas; por las matanzas protagonizadas por los marines en Vietnam… Fue tal la fiebre de disculpas que afectó a Clinton que, incluso, llegó a pedir público perdón por su “impropia relación” con la becaria Lewinsky. Y Obama puede llegar a batir todos los registros que en materia de perdón y disculpas suman sus antecesores. Como candidato pidió disculpas a dos mujeres musulmanas con las que rechazó fotografiarse por llevar hiyab, y después pidió perdón a los discapacitados por bromear sobre su puntaje en el salón de boliche que tiene en la Casa Blanca. También se disculpó con sus compatriotas de bajos ingresos a los que llamó “amargados” y, al mismo tiempo, se disculpó con un profesor negro de Harvard por haber sido objeto de una estúpida detención, y con la Policía que detuvo al profesor por haber considerado estúpido el apresamiento. Siguió pidiendo disculpas por haber sobrevolado a baja altura con su Air Force One el cielo de Manhattan causado el pánico entre sus habitantes, y por los errores antiterroristas cometidos en los controles de seguridad. Después pidió perdón a los negros por los siglos de esclavitud padecida y ya debe estar elucubrando nuevos errores y disculpas.
Y si los Estados Unidos, paradigma de todas las virtudes, son capaces de disculparse, ¿por qué entonces, un pueblo más creyente, nazareno y mariano, como el pueblo español, se muestra tan renuente a pedir perdón?
Y, peor todavía, sigue creyéndose el único agraviado y a la espera de que los vascos pidan perdón por ese irracional empeño en seguir siendo vascos, absurdo semejante al de catalanes y gallegos; de que los emigrantes pidan perdón por serlo, las mujeres por pretenderlo y los ateos por practicarlo; de que los torturados pidan perdón por denunciarlo y los asesinados por negarse a delatar su vida; de que los republicanos pidan perdón por ejercer el voto, y las cunetas perdón por su memoria; de que los accidentados laborales pidan perdón por sus mortales imprudencias, y los cinco millones de parados por su notoria afición a la indolencia; de que pidan perdón los jubilados por evadir sus años de trabajo, los desahuciados por ocupar esquinas y portales, y los jóvenes por desconfiar de reyes magos; de que pida perdón el clima por sus veleidosos cambios, las vacas por sus locuras, las aves por sus gripes, los cerdos por sus fiebres; de que pidan perdón los toros por los toreros muertos, por El Espartero, por Gitanillo de Triana, por Morenito de Valencia, por Manolete, por Paquirri… que mientras no pidan perdón esos cornudos habrán de seguir siendo las corridas de toros la fiesta nacional; de que pidan perdón los guiñoles franceses, por guiñoles y por franceses; de que pida perdón el enemigo… y el enemigo somos los demás.
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