Para poner las cosas dentro de contexto, vamos a ver el perfil de los eméritos políticos españoles que con tanto denuedo ha defendido Carlos Monsiváis ante los "ataques" del Sup Marcos.
Estudiemos un poco más el asunto del Prestige para ello.
Estudiemos un poco más el asunto del Prestige para ello.
Lean este texto publicado en La Jornada:
Sobre el hundimiento del Prestige son indispensables los artículos del escritor gallego Suso del Toro, publicados en La Vanguardia. Merecerían formar parte de una posible Historia universal de la chapuza, título abierto y que regalo a quien o quienes quieran adentrarse en uno de los capítulos menos estimulantes de la conducta humana. Seis días de octubre del tercer milenio hicieron posible la crónica de un desastre anunciado, aunque en las primeras horas el rostro televisado del señor ministro de Agricultura y Pesca trató de vendernos la moto de que todo estaba controlado y bien controlado. Según Suso del Toro, los efectivos de la Armada que se desplazaron a las costas gallegas no llevaban ni las herramientas mínimas de intervención y los paisanos tuvieron que prestarles hasta palas.
Frente al rostro ecológicamente triunfal del señor ministro, la desesperación de los mariscadores gallegos ante la evidencia de la marea negra otra vez, cubriendo de muerte el mar y las costas, una redundancia si se quiere porque por allí está la Costa de la Muerte, la obscena y reaccionaria costa imán de tanto naufragio, de tanta muerte. Nada más comprobarse que el fuel fluía del petrolero averiado y divulgada la foto patética del capitán detenido, una instantánea no era compensada por la otra. Evidentemente hay otras culpabilidades en este asunto que jamás merecerán la cárcel, y los delitos ecológicos tienen tan mala legislación que es difícil considerarlos como tales. Ante el espectáculo de 200 kilómetros de playa contaminada, la decisión de remolcar al Prestige hasta alta mar, habida cuenta de que no se disponía de los medios necesarios para neutralizar el fuel que se escapaba por sus rendijas, se convertía en una amenaza para las costas portuguesas, sin dejar de serlo para las gallegas. Imprevisibles además los efectos de la presión del agua sobre los tanques todavía llenos de 70 mil toneladas de carburante, porque si esa presión los hacía estallar, la marea negra seguiría los vientos y las corrientes y teñiría de catástrofe el litoral peninsular. En el caso de que el barco se hundiera hasta los casi 4 mil metros previstos, el fuel dejaría una capa sobre el fondo igualmente exterminadora de toda forma de vida hasta que la sustancia invasora se biodegradase.
Un personaje de una de las óperas de Bertoldt Brecht se pronuncia cínicamente sobre la relación entre el estómago y la moral: Primero el estómago/ y luego la moral. En el caso de la crónica anunciada de la catástrofe del Prestige, la relación debería establecerse de otra manera: primero el desastre y luego la moral. Mientras el infame barco se partía en dos y se hundía, todos los poderes presentes y paralizados, desde el nivel más europeo del asunto al más galaicoportugués se juramentaba para que cosas así no volvieran a producirse y convocaban la necesidad de reformas fundamentales en las inspecciones de barcos de alta peligrosidad potencial como son los petroleros. La suma de los contaminantes vertidos por esta clase de naves, no siempre a causa de un accidente imprevisible, contamina ya buena parte de las costas de la Tierra y Galicia ha vivido en más de una ocasión esos efectos contaminantes contra una de las costas con el tacto más sensible, un tacto lleno de frágiles percebes y frágiles seres humanos que han reducido al duro trabajo de mariscar la poca esperanza laboral que les queda.
Para empezar, la moral propone una inspección rigurosísima y mancomunada de todas las naves portadoras de estos riesgos, inspección que en este caso se saltaron a la torera un puñado de estamentos, en curiosa coincidencia mancomunada con los que se pusieron de acuerdo para ocultar y luego enmascarar los efectos de las vacas locas. Ante la chapuza nacional ha habido siglos y siglos de distanciamiento irónico, a la espera de que algún día España ingresaría en el cenáculo de las naciones civilizadas y nos libraríamos de golpes militares y de torpezas atribuidas a nuestra extraña metafísica. Ya en Europa comprobamos que tan alta parcela globalizada no es ajena a las chapucerías, casi siempre servidas en frío y con los precintos puestos. Al menos en los minutos finales, cuando ya el barco estaba partido y emitía un círculo contaminante en expansión, el superministro señor Rajoy sobrevoló la zona y todos fuimos conscientes de que algo se había ganado en el terreno siempre útil de las formas.
En efecto, así como el titular de Agricultura y Pesca se jactó desde las primeras horas de que todo estaba controlado y bien controlado, con una expresión facial casi risueña, Rajoy estaba preocupado el hombre, muy preocupado, y lo contemplaba todo en directo desde un helicóptero. Contemplaba el barco roto, la lepra en el mar y en las costas, cómo se iba hundiendo una bomba ecológica de relojería de 70 mil toneladas de fuel oil. Francamente no había motivo para la sonrisa.
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