Les compartimos la reseña de Carlos Bonfil a la más reciente película del cineasta vasco Julio Medem.
La misma ha sido publicada en La Jornada y aquí la traemos para ustedes:
Lucía y el sexo
Carlos Bonfil
La balsa de piedra. Una isla sin raíces terrenales, a la deriva, como en una ficción de José Saramago. Primera viñeta: la llegada de Lucía (Paz Vega) a ese lugar misterioso para llevar el duelo por su amante desaparecido, Lorenzo (Tristán Ulloa), escritor de novelas. Segunda viñeta (seis años atrás): el encuentro nocturno, muy fugaz, en esa isla, de Lorenzo con otra mujer, Elena (Najwa Nimri). En un largo flash back se cuenta después la pasión del novelista por Lucía, la bellísima joven que un día le asesta su propia declaración amorosa, a la que siguen incandescentes sesiones eróticas con polaroid en mano. Hay una historia más, la trama del libro que escribe Lorenzo, suerte de diario íntimo convertido en registro de sesión sicoanalítica. Hay también una hija, la pequeña Luna, concebida de modo azaroso, y abandonada al igual que su madre Elena; y una relación más, entre Belén (Elena Amaya), la sirvienta de Elena, y el muy ubicuo Lorenzo. Estas historias, y todavía otra, relacionada con la nota roja, se entrelazan de modo complejo, y con una coherencia admirable, en el guión de Julio Medem. El procedimiento no es nuevo. Ya en su cinta anterior, Los amantes del círculo polar, el azar y las coincidencias reunían de modo ineluctable a los protagonistas pasionales, y la naturaleza y sus mudanzas, presidían la historia romántica, al límite de lo fantástico.
En Lucía y el sexo se multiplican personajes y situaciones, hay incluso un trío incestuoso (el hombre al que comparten una actriz de porno y su hija), y se juega más con el tiempo y con las posibilidades combinatorias de las parejas. Las historia narradas, y las subtramas que las acompañan, semejan un modelo para armar, como la propia pasión amorosa: dúctil, imprevisible, declinable al infinito. No es una casualidad que el tema de las nuevas tecnologías (el Internet y la comunicación por chat) sea una constante en esta cinta. Todo parece aquí programable, como un operativo de computadora, con teclas que remiten al inicio y con fórmulas parra narrar una historia ("volver del desenlace a la parte central, para de ahí comenzar de nuevo, en dirección muy distinta"), a tal punto que no es fácil decidir qué llega primero a Lorenzo, el escritor, si el sentimiento amoroso o la necesidad de servirse de él como material de trabajo.
Medem no ignora, cabe suponer, los riesgos de ridículo y estética kitsch a que lo conduce su opción por lo fantástico, su incursión en un cuento de hadas un tanto hard (mezcla de Alicia en el país de las maravillas y El último tango en París) y su insistencia en simbolismos marinos, en tarareo de canciones de moda, con la ocurrencia incluso de una sirena en líquidos tal vez marinos, tal vez placentarios. La acumulación de símbolos y metáforas derivan en un lirismo atosigante. Añádase a esto el tono afectado con que Lucía presenta sus disyuntivas al amante: "Un polvo salvaje con una desconocida o un polvo de amor con una salvaje", o su manera de resumir su estado de ánimo en la isla: "Estoy más aquí que allá". Uno podría imaginar que un escritor tan gris y apesadumbrado como Lorenzo sólo puede crear personajes deslucidos. Sin embargo, la cinta seduce por la tenacidad de las obsesiones de Medem, más apreciables para quienes conocen su obra anterior (Vacas, La ardilla roja, Tierra), que para quienes se aventuran por vez primera en su mundo hermético y dislocado.
El guión es brillante más por su construcción que por sus diálogos y por sus sugerencias (en un microcosmos insular) de una revelación tecnológica donde el amor es clave de acceso a una variedad de sensaciones indefinibles y extrañas --a un terreno donde se confunden la promiscuidad y la pureza, como en Romance, la película de Catherine Breillat. Una novedad es el desempeño femenino, tan alejado aquí de los clichés del erotismo fílmico. Ni víctima ni cortesana, sólo un detonador más de nuevas experimentaciones sexuales. Ella propicia, preside y controla todo, no con la exuberancia carnal que desearía un Bigas Lunas y sí con la fascinante serenidad de una heroína kieslowskiana. Paz Vega es una razón suficiente para disfrutar esta cinta, desenmarañar la trama es otro reto interesante, y descubrir detrás de los sicologismos y filosofemas la inspiración visual de Medem es todavía un atractivo más. De lo más rescatable en esta cartelera navideña.
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