Francia vuelve a demostrar que está muy lejos de ser la patria de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Este artículo al respecto ha sido publicado en Gara:
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Iñaki Lekuona | Periodista
La morgue de las lenguas
La Asamblea nos prometía un hueco en el museo y el Senado nos acaba de enviar a la morgue. La expresión la colgó un forero en la edición digital de «Le Monde». Fue su reacción a la decisión de los senadores de frenar lo que hace unos días aceptaron sus colegas de la cámara baja: modificar la Constitución para posibilitar el reconocimiento de las «lenguas regionales» como patrimonio del Estado francés. Es cierto que sólo se trataba de un guiño superficial, porque en el fondo la Carta Magna seguiría afirmando que «la lengua de la República es el francés». Pero, en cierta manera, suponía un avance en la mentalidad jacobina y conservadora de la «patria de los Derechos Humanos». El Senado, espoleado por la Academia, ha demostrado una vez más que con esa patria, uno sólo puede ser o paria o independentista. Sobre todo después de leer la última encuesta sociolingüística que indica que el euskara va camino del depósito de cadáveres si no se impulsa una política lingüística realmente comprometida.
En «Los Crímenes de la rue Morgue», Allan Poe describe una escena asombrosa en la que los testigos son incapaces de identificar a qué lengua corresponde la voz de uno de los asesinos. Cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés intentan describirla, cada uno de ellos opina que es la de un extranjero. Cada cual está seguro de que no es la suya propia y la compara, no a la de de un país cuyo lenguaje conoce, sino a la de uno cuya lengua ignora. El francés, que no conoce el castellano, cree que es de un español. El holandés, que no sabe francés, afirma que el asesino es francófono... Aquel enigma delicioso se repite hoy día como una parodia amarga y sin misterios, en esta Francia que da la espalda al euskara, al catalán, al occitano, al bretón o al alsaciano, lenguas que los monolingües franceses no sabrían distinguir del ruso, del coreano o del holandés.
Lo triste es que, hoy día, cuando uno habla euskara en Biarritz, los turistas parisinos le sigan mirando como a un simio, cuando no como a un criminal llegado de no sé qué lejano país. Parece exagerado, pero tan poco como decir que la República acaba de condenar aún más a sus propias lenguas a la morgue.
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