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jueves, 22 de febrero de 2018

Chauvinista Deriva Autoritaria

Ante los acontecimientos más recientes en la siempre retrógrada Españistán, les compartimos este texto dado a conocer por La Marea:


Algunas reflexiones tras la actuación de Marta Sánchez y la condena de Valtònyc: “Un camino te lleva a poner tu impulso artístico al lado del mejor postor, el otro al lado del que nunca puede pujar”.

Daniel Bernabé

Cuando hace unos meses, a propósito de la crisis catalana, escribía que España estaba más cerca de Turquía que de los Balcanes no pretendía exagerar nuestro contexto, sino trazar el rumbo del viaje que algunos han hecho emprender a este país hacia el recorte de libertades, hacia la deriva autoritaria. La actualidad, que es a veces suceso y a veces sucedáneo, va sobrada de escenografía, pero carece de escrúpulos, por lo que en apenas 48 horas nos ha brindado una nueva representación de este hundimiento.

El domingo, entre la chanza y la estupefacción, vimos cómo Marta Sánchez ponía letra al himno nacional. El espacio donde se cometió el letricidio no pudo ser más apropiado que el Teatro de la Zarzuela. En primer lugar, porque este giro precocinado de la actualidad a quien iba destinado era a las clases populares, lo mismo que el género chico. En segundo, porque si la Zarzuela recibe este nombre, coincidente con el del palacio de nuestra realeza, es porque las primeras representaciones tuvieron lugar allí. En tercer lugar, porque el himno nacional es la Marcha Real, que a fuerza de interpretarse en cada aparición regia acabó por ser asimilado popularmente a la encarnación musical de la nación.

Este país necesita urgentemente de muchas cosas, no se encuentra entre ellas una letra para su himno, como han insistido los líderes de la derecha azul y naranja en sus redes sociales. Que Marta Sánchez necesita dar impulso a su carrera, que siendo generosos podríamos calificar de descendente, parece obvio, casi tanto como que los políticos conservadores necesitan del rojigualdismo como la intérprete de Soldados del amor del aplauso del público.

Este país necesita urgentemente un nuevo modelo territorial, un plan de vivienda pública, sacar a su economía del ladrillazo, un modelo productivo que no esté basado en la precariedad, destronar a la corrupción de las instituciones y unas medidas efectivas contra la violencia de género. Como los políticos de la derecha azul y naranja o bien consideran a algunos de estos temas poco relevantes o bien su ideología les lleva a reafirmarlos, necesitan prefabricar actualidad de la manera que sea. Cuando meten a Venezuela en el armario, el miedo al coco comunista asusta menos y sus casos aislados de latrocinio se agitan, no hay nada como una buena ración de españolismo para salvar la cara.

Porque el españolismo es esto, no el amor hacia el país, sino la utilización de una idea muy concreta y retrógrada de país para tapar las vergüenzas y mantener los dineros. Lo de himno, que se pretendía épico, acaba siendo parodia porque detrás no hay un deseo sincero de una sociedad más decente, justa e igualitaria, sino de mantenerla como un cortijo para cuatro ratas codiciosas. Si las banderas ya destiñen en los balcones es, además de por su manufactura oriental, porque se van a necesitar muchos metros de tela colgados muchos meses para llevar el plan a cabo.

El rojigualdismo, sin embargo, no es la enfermedad sino el síntoma. Para acabar de cimentar el trono al Borbón regente y por ende al IBEX 35, auténtica corte de los milagros del felipismo, se necesita meter en vereda a toda esa gente que les dio un susto votando a quien no debía y saliendo a la calle más de lo que cualquier estabilidad burguesa aconseja. Para eso se necesita autoritarismo, es decir, convertir la porra y la toga no en una cesión de parte de nuestra soberanía ciudadana, sino en una imposición constante de la soberanía de unos pocos. Luego ayudan las divisiones de opinadores y los antidisturbios con columna que o bien te suavizan tal asuntillo o bien señalan al enemigo interior con insistencia.

Pero para que un sistema autoritario funcione, además es necesaria la connivencia de un grupo social lo suficientemente amplio, que no mayoritario, para hacer de correa de transmisión de tus necesidades. Si la pasada semana hablábamos de los anhelantes, esta nos referimos a los dispuestos. Al portero que señala, al estanquero que apunta, al limpiabotas que delata, a ese costumbrismo de pensión y brasero que vuelve. Gente que entiende que la idea que tienen del país los que presiden los consejos de administración es el país en sí mismo y que, por tanto, defendiendo a su España, lo único que hacen es defender al IBEX.

Últimamente repito mucho eso de que es políticamente baldío moralizar el gusto, sin embargo hoy me voy a permitir una excepción. Tengo pocas esperanzas en que alguien que saca una entrada para ver a Marta Sánchez entienda nada de esto, que se resume en que los que estaban aplaudiendo en la Zarzuela, el teatro, son un número despreciable en una estadística para los que aplauden en la Zarzuela, el palacio. No así que exista aún mucha gente, estos últimos meses entre estupefacta y atemorizada, que frente a la dureza insoslayable de su día a día vea este despliegue de patrioterismo como lo que es: un sainete trágico.

Otro cantante, Valtònyc, un rapero mallorquín de 23 años, ha sido condenado a tres años y seis meses de cárcel por sus rimas. Aunque posiblemente sea una cita apócrifa, producto de un tiempo de incertidumbres en que las buenas ideas necesitan de una autoridad moral para ser tenidas en cuenta, se atribuye a Woody Guthrie la siguiente frase: “El trabajo de un cantante popular es consolar a las personas apesadumbradas y molestar a las personas acomodadas”.

Valtònyc, sin guitarra pero con bases, se decidió por seguir los pasos de Guthrie en vez de los de cantantes ligeros que igual te valen para el hilo musical que para jugar a starlette en la Guerra del Golfo. Un camino es fácil, al menos en lo que a relación con lo penal se refiere, el otro no. Un camino está al servicio del entretenimiento, que no es nada malo salvo que se torne escapismo, el otro está al servicio de la turbación. Un camino te lleva a poner tu impulso artístico al lado del mejor postor, el otro al lado del que nunca puede pujar. Uno te convierte en una estrella o un payaso –a menudo ambas cosas a la vez–, el otro te suele mandar al ostracismo.

La rimas por las que Valtònyc ha sido condenado son a ratos descriptivas y a ratos brutales. Vivimos en un país de una institucionalidad corrupta porque así se ha construido esta economía y su relación con la política. El rapero, por tanto, describe lo que ve. Cuando, por contra, de lo que habla es de kalashnikovs, grupos terroristas y bombas nucleares, lo que hace es dar una respuesta brutal a un sistema brutal. Guthrie no utilizaba la violencia explícita en sus letras posiblemente porque la vivió, Valtònyc se expresa violentamente porque la pasión destruida renace en la pasión por la destrucción.

Se puede decir que la mayoría de personas que ahora tienen menos de 25 años comenzaron su vida adulta cuando palabras como recorte, ajuste y despido se hicieron parte consustancial de nuestro día a día. Que nadie espere ahora que, frente a este panorama, escriban letras amables y confiadas. Que Valtònyc se exprese con extrema crudeza es solo parte de una ecuación que pretende compensar las toneladas de sonrisas de una televisión que obvia las lágrimas. Es verdad que muchas de sus letras son desagradables, pero más lo fue ver a gente suicidándose por perder su casa y que ahora nos digan que todo eso nunca pasó.

Los señores de la toga saben que Valtònyc no es un peligro para nadie, pero esto no se trata de una cuestión judicial. Se trata de repetir a gran escala lo que ya pasó en Euskadi hace unas décadas, hacer que la Zona Especial Norte sea todo el país. Hacer que tengamos miedo a salir a la calle, a expresarnos en público, a tomar nuestras armas, que son teclados y micrófonos, para hablar de lo que nunca se habla y narrar a los que nunca son narrados. Para reducir nuestra vida a lo mostrenco, a un aplauso perpetuo a un ritmo decadente, a la angustia de pensar que estamos solos.






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