Un blog desde la diáspora y para la diáspora

sábado, 20 de febrero de 2016

Las Haciendas de Teodoro Flores

Les compartimos este texto publicado en la página Pensamientos Magonistas en Facebook:

Corría el año de 1885 y yo no tenía más que ocho años. El incidente se destaca tan clara y distintamente en mi memoria como si hubiera sucedido ayer, porque alumbró una manera de pensar que se convirtió en rugiente hoguera más tarde, cuando llegué a ser uno de los primeros combatientes en la guerra a muerte contra el infame régimen del presidente Porfirio Díaz.

Paseábamos mi padre y yo por el Zócalo, enorme plaza de la ciudad de México, donde la gran catedral mira de reojo al Palacio Nacional. De repente, mi padre divisó a Adolfo Gamboa. Era un viejo amigo de nuestro pueblo de Teotitlán en Oaxaca. Con caras radiantes y exclamando:

"¡Qué gusto de verte, mano!" mi padre y Adolfo se dieron un fuerte abrazo. Adolfo me acarició la cabeza "¡Qué ojos tan pícaros tiene este chamaco!" -dijo, y notando lo mal que iba vestido mi padre le preguntó: "¿Cómo te va, Teodoro?"

"No muy bien que digamos", -repuso secamente mi padre.

"Pues mira" -dijo Adolfo haciendo una mueca de reprobación, "si eres pobre, Teodoro Flores, tú has de saber por qué. Pa' qué eres tan menso."

Mi padre le miró sorprendido: "¿Por qué me dices eso, Adolfo?"

"¿Has olvidado" -contestó éste- "que eres dueño de tres grandes haciendas en nuestra tierra? ¿No es cierto que tienen los suelos más fértiles de Oaxaca? Pues entonces vende esas propiedades y te harás rico. Así podrás vivir como quieras en una mansión de México y pasarte tus vacaciones en las capitales de Europa. ¡Ya me gustaría una vida así! Dime, Teodoro, ¿no te dio el presidente Benito Juárez los títulos de esas haciendas?"

"Si, Adolfo. Tengo los papeles. Me dio las tierras como premio a mis servicios en la guerra contra el austríaco Maximiliano. Pero esas tierras no me pertenecen" -dijo mi padre acompañando sus últimas palabras con un movimiento negativo de su voluminosa cabeza.

Adolfo le miró con ojos incrédulos: "¿Tienes los títulos pero la tierra no te pertenece? ¿Estás loco? ¿De qué estás hablando?"

"La tierra pertenece al que la trabaja. Su esfuerzo y su sudor la hacen fértil, Adolfo; es tierra comunal. Por lo tanto no tengo derecho ni a un palmo, ni a un elote... y estoy lejos de esa tierra querida." -Y mi padre dejó escapar un largo y tembloroso suspiro.

Cuando nos separamos de Adolfo tenía yo la cabeza hecha un lío de ideas confusas. ¡Mi padre dueño de tres haciendas! Y sin embargo vivíamos en la más negra miseria. ¿Qué quería decir con eso de que era tierra comunal y de que no tenía derecho a ella?

Mi padre me dio con el codo en las costillas. "¿Porqué tan callado, Enrique?" -me dijo sonriendo- "hace diez minutos que no dices nada." -Me le quedé viendo: "No entiendo lo de las haciendas. Le dijiste al señor Gamboa que en realidad no te pertenecen."

Se quedó callado unos segundos. Luego dijo: "Sí, Enrique, y lo debes saber. Y Jesús y Ricardo también. Recuérdamelo esta noche, después de la merienda."

Con impaciencia aguardé esa noche hasta que hubiéramos terminado nuestra frugal cena de frijoles, tortillas y café aguado. "Ahora, papacito", -le dije recordándole. Asintió con la cabeza e hizo seña a mis hermanos, Jesús y Ricardo, de trece y once años, respectivamente, para que escucharan.

"Han de saber, hijitos", -empezó, "que descendemos de un miembro de una fuerza militar azteca. Fue enviado por el emperador azteca a percibir los tributos de las tribus subyugadas de Oaxaca. Esto fue siglos antes de que Cortés llegara a México. Nuestros antepasados fueron forasteros, pero nosotros somos oaxaqueños por haber nacido allí."

Siguió hablando en un tono serio y digno mientras nosotros le escuchábamos extasiados:

"¡Qué distinta es la vida en Teotitlán y su región a la vida en gran parte de este pobre México! En Teotitlán todo se posee en común, menos las mujeres. Toda la tierra alrededor de cada uno de nuestros pueblos pertenece a la comunidad entera. Todas las mañanas salimos a trabajar la tierra. Todos, menos los enfermos, los inválidos, los viejos, las mujeres y los niños. Y cada cual lo hace con alegría, porque le da fuerzas saber que el trabajo que él y sus compañeros realizan es para el bien común. Llega el tiempo de la cosécha. Observen, hijos míos, cómo se dividen las cosechas entre los miembros de la tribu. Cada uno recibe su parte de acuerdo con sus necesidades. El quitarle a un vecino lo que es suyo por derecho" -y aquí mi padre hizo una mueca de desdén-, "práctica en que incurren muchos en la ciudad de México y en otras partes, ni se les ocurre."

"Entre nosotros", -prosiguió, levantando un dedo para hacer resaltar lo que iba a decir- "no hay ricos ni pobres; ni ladrones ni limosneros. En esta gran capital se ve todo lo contrario: los más ricos y los más pobres. Ladrones y mendigos por todas partes. Esto no pasa en Teotitlán. Estamos todos en el mismo nivel económico. Se dice que yo era el que mandaba sobre ellos" -y al decirlo mi padre sonrió-, "porque yo era el tata. Es verdad, yo era el jefe. Pero hasta el momento de marcharme de Teotitlán yo no di órdenes. No ejercí jamás una autoridad coercitiva. No hice más, que de consejero y árbitro."

Sus ojos oscuros destellaban con una mirada profunda y lejana.

"No se nos impone una autoridad. No hace falta, hijos míos. Vivimos en paz, estima y cariño los unos de los otros, como amigos y hermanos. Esta forma de vida idílica acabó violentamente en 1895, cuando el presidente Díaz envió a jueces, políticos y soldados y dividió la tierra entre sus favoritos"

Yo escuchaba extáticamente a medida que mi padre seguía hablando acerca de hospitalidad de la tribu para con los forasteros. .

"Muchas veces llegó una familia de forasteros a uno de los pueblos de los cuales yo era tata, querían hacerse miembros de la comunidad, y yo les daba la bienvenida en nombre de todos.
Una familia del pueblo los alojaba durante unos días mientras otros llevaban al padre a que escogiera un lugar donde se pudiera trabajar.

"¿y no tenían que pagar los extranjeros por la tierra que escogían?" preguntó Jesús.

Mi padre sonrió. "Ahorita oirán. Una vez que había sido escogido el lugar, los miembros de nuestra tribu se ponían al trabajo como hormigas. Traían leña, piedras, cal, arena y otras cosas necesarias. Además de construirles la casa, les dábamos a los recién llegados un cuarto de acre de tierra. Y todo se les daba como propiedad privada, pero no era eso todo. El jefe de familia se convertía en copropietario de las tierras comunales del pueblo. En común con todos los demás, entiéndanlo bien, hijos míos."

"La casa le seguía perteneciendo mientras viviera en ella. Pero no si se marchaba. Entonces perdía todos sus derechos. Muy distinto de la serena atmósfera de Teotitlán es la de otros lugares en México. Aquí en la capital, vean ustedes el miserable estado del obrero" -y los ojos de mi padre brillaron coléricamente-. "Trabaja doce horas al día o más en una sucia fábrica. ¿Y qué gana? Veinticinco centavos al día. De cincuenta a setenta y cinco centavos si es especializado. ¿Y el peón de las haciendas?" -y levantó el puño en alto mientras seguía hablando con voz ronca: "Trabaja de sol a sol y aún hasta más tarde. Le dan doce centavos al día, hijos míos, un poco de maíz, un puñado de frijoles, y un buen latigazo del capataz si no trabaja con la rapidez que se le antoja a él..."
Así, con verdadera furia, mi padre siguió hablando durante dos horas, como el que lleva dentro un doloroso secreto del que quiere desahogarse. Todo lo que decía giraba alrededor de la espantosa condición de la gente bajo Díaz.

Esta fue la primera de muchas platicas. Al hablarnos nuestro padre inculcaba en nosotros el amor a la justicia, y el odio al gobierno de Díaz, a ese detestable poder que fomentaba la miseria entre el Pueblo y se la hacía tragar a fuerza de bayonetas.

-Del libro "Peleamos contra la injusticia", de Samuel Kaplan, 1960. 



Para que sepan de dónde salió la consigna "¡Tierra y Libertad!" que se le adjudica a Emiliano Zapata.




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