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sábado, 12 de febrero de 2022

Egaña | Teología

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Teología

Iñaki Egaña

Hay mucho remake entre nosotros, nostalgias y recuerdos convertidos en prioridades políticas. Me sorprende el revival de viejos esquemas que ya en los inicios de los años del plomo se presentaron como innovadores, el no va más de la reflexión revolucionaria, para caer, poco a poco, en la autocomplacencia y extinción, culpando al mundo de sus escasas luces.

Cuando el enemigo es fuerte, las alternativas se disparan, convirtiéndose algunas en un fin en sí mismas. La necesidad de un asidero que justifique trayectorias nos hace anteponer la fe a la lógica, el sentimiento a la razón. Como en las religiones monoteístas, el mesías es infalible. Un líder histórico que posee la verdad absoluta, la palabra sagrada recogida en textos que únicamente los fieles más astutos saben descifrar.

Xabier Lete, con su habitual y poética aflicción, nos dejó una canción para la década de 1970, desapercibida con el paso de los años, Teología e Ideología. En euskara, of course. La letra recorría la creación, Adán y Eva y la expulsión del paraíso. Adán llegaba a Altos Hornos de Bilbo. Desgracias, penalidades y para colmo Eva embarazada. Un día Adán recibió la visita de un compañero. Tres horas de cháchara e incluso le ofreció el carné del partido. Que leyera algunos folletos, a Marx y a Lenin, sin cansarse en exceso. En tres semanas, Adán se había convertido a una nueva fe. De Roma a Moscú.

Comparar no siempre resulta acertado. Pero intuyo que Lete, en su metáfora, intentaba transmutar a los tiempos que corrían cuando compuso su canción ese sentimiento religioso que se ha acumulado en nuestra espalda durante siglos. Y que lo utilizamos, asimismo, en política. Saltos vertiginosos, como luego hemos comprobado cuando el poso de la vida se fue asentando. Del seminario de Saturraran a la extrema izquierda, me acuerdo ahora de Haramburu Altuna no sé por qué, a defender lo más rancio de la extrema derecha española. La fe, ya lo dijo Mateo citando al mesías cristiano, mueve montañas.

Esa pesada losa religiosa que llevamos encima, que tan superada creemos a veces, incluso entre nosotros, los abertzales y de izquierdas, se nos presenta en múltiples ocasiones, sin que siquiera seamos capaces de percibirlo. Aunque digan que fuimos los últimos paganos de Europa, los últimos en cristianizarnos, que en la actualidad seamos uno de los puntos menos devotos del continente, la estela religiosa se percibe. Una mochila atávica, como tantas otras, difíciles de superar.

Escribió Peter Watson, en su enciclopédica “Historia intelectual de la humanidad”, que las dos señas identitarias del cristianismo frente a otras confesiones fueron la construcción de un enemigo (herejes, paganos, infieles), lo que por extensión provocaba la cohesión de la comunidad propia, y la apología del sufrimiento con el símbolo del mesías crucificado, sumido en la agonía y vestido con un simple taparrabos. El victimismo.

Tan importantes como estas dos cuestiones, yo añadiría la tercera expuesta en los primeros párrafos, citada secundariamente por Watson, y sin tanta relevancia: la fe. Algo que conlleva el hecho de no hacer preguntas, seguir una disciplina y una sumisión a una idea, en este caso a la de un Ser Supremo, un líder histórico, creador, controlador y/o castigador. Ser discípulo, en definitiva, de un mito. Bertrand Russell decía que solo hablamos de la fe cuando queremos sustituir la evidencia por la emoción.

Es en este escenario muchas veces teológico en el que nos movemos, política, social y culturalmente. Los debates abiertos, aquellos que probablemente pusieron en boga las elites griegas que desbrozaron el concepto democrático, han desaparecido. Hoy, los debates en los medios están amañados o, en otro caso, únicamente sirven para enconar posiciones y provocar un enfrentamiento que eleve la audiencia.

Nuestra permanente sensación victimista, frente a esa gigantesca esfera enemiga que se considera víctima de los llamados nacionalismos periféricos (ya han construido históricamente el enemigo), nos hace caer en el bucle eterno de quién es más culpable o quién es más víctima. Evidentemente que las victimas existen, pero ellas no pueden ser el eje de la cohesión comunitaria. Las voluntades colectivas se forjan construyendo el futuro en común. Y la fe no tiene cabida material ni inmaterial en esa construcción.

Como tampoco esos tótems sobre frases o hechos históricos. Marx definió el feudalismo en una sociedad reducida como la centroeuropea. Engels el comunismo primitivo, el buen salvaje. Puro romanticismo. Hoy sabemos que el mundo era más amplio. También el capitalismo de la Inglaterra industrial. Txabi Etxebarrieta escribió en una sociedad amortajada por el fascismo, Argala aventuró una transición política hace 45 años y la V Asamblea de ETA fue paradigma para una época y reflexión organizativa anticolonialista en un contexto que sugería un modelo de liberación tercermundista. Hoy, hitos del pasado.

En la misma medida, la existencia de ETA y su contexto, tanto interno como exógeno, mantuvo decenas de iniciativas que hoy no tienen relevancia en la construcción comunitaria. Mantener el corpus humano es lo esencial. Las herramientas no son un fin en sí mismo. Todo ese pasado, esa mochila que nos hace tener una determinada personalidad política, tiene su razón en la medida que abre puertas a un futuro matizado por cuestiones inéditas hasta ahora, o no al menos en su semejante intensidad: migraciones masivas, cambio climático, sostenibilidad, biotécnica, neofascismo, eugenesia… Dentro de la lucha de clases.

La fe puede mover montañas, en la ficción, en las fábulas bíblicas, en las realidades virtuales de las redes sociales. No, en cambio, en esta tierra que habitamos. Frente a la lucha teológica que nos quieren imponer, en esos escenarios embarrados de la dialéctica emocional, enfrentemos la racionalidad, la política. Con las generaciones que nos suceden como motores de ese cambio en el proceso de nuestra liberación nacional y social.

 

 

 

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