Hemos estado compartiendo con ustedes publicaciones acerca de Txillardegi y la más reciente muestra de servilismo por parte de las instituciones de la CAV ante la metrópoli.
En esta ocasión les traemos este texto desde Naiz, con la intención de que ustedes, como internautas, tengan una idea más clara de quién fue este personaje tan particular.
Adelante con la lectura:
Txillar, el activista
Azurmendi repasa sus vivencias con José Luis Álvarez Enparantza, «Txillardegi», a quien conoció a mediados de los 60. Lo hace ante la falta de reconocimiento oficial a su figura, con la negativa de las Juntas Generales a concederle la medalla de oro de Gipuzkoa como última muestra.
Joxe Félix AzurmendiLe oí comentar a José Luis que él, como activista político, había sido un desastre, y recordaba aquel día en el que trasladaba propaganda en su moto y se le volaron todos los papeles en pleno centro de Donostia: no estaba prevista la regada, era pura torpeza. Sucedía eso antes de que tuviera que refugiarse en Iparralde.
Le conocí a comienzos del 64, cuando los únicos fundadores de ETA que estaban de verdad en ese tiempo por «activar el activismo» eran Julen Madariaga y Sabin Uribe, y, por supuesto, Juanjo Etxabe, que siempre actuó bastante por libre. En uno de mis desplazamientos a Hegoalde fue Txillar quien me acercó en su coche (¿un Renault Dauphine?) a la muga. Tuve ocasión de comprobar con qué preocupación por mi suerte vivía el momento, cuando otros, más profesionales, lo hacían con bastante más frialdad. En otra oportunidad, cuando cerca de una veintena de nosotros hubimos de improvisar un paso de muga desde Isaba a Sainte Engrâce, fue él, despertado de madrugada, uno de los que vino a buscarnos. Recuerdo que no dejaba de mostrar su asombro y admiración por la manera como habíamos hecho el pase, con zapatos y ropa de calle, de noche, por unos caminos de los que todavía no se había ausentado del todo la nieve.
Otra vez más fue uno de los que vino a buscarnos, a Sara, a la casa de Dutournier, después de nuestro accidentado y frustrado intento de pasar a Bera, donde nos esperaban para trasladarnos a la IV Asamblea. Recuerdo sus nervios y su entusiasmo por la manera como habíamos eludido nuestra detención, y la gran y compartida preocupación por la ausencia de Julen Madariaga. De ese tiempo tengo también otro recuerdo, menos movido, en su casa familiar de Angelu, aquella que había sido antes morada del sacerdote vasco-argentino Iñaki Aspiazu. Había llegado de Caracas Martín Ugalde y quiso verse con la nueva Resistencia. Se trataba de una reunión política de alto nivel, a la que yo, joven e inexperto, asistía como representante del “interior” junto a Txillardegi, Benito del Valle, Madariaga y, tal vez, no estoy seguro, Eneko Irigarai y Xabier Elosegi. Fue esa la ocasión en la que le oí a Martín Ugalde reconocer que había sido su primera reunión política en euskera, de principio a fin, de cabo a rabo, con toda naturalidad.
Estando en París y viviendo con Jabi Bareño y Jose Mari Eskubi en una chambre de bonne que nos falicitó Bisi Unanue, recibimos la visita de un Txillardegi que venía de Bélgica y que envidiaba el ambiente que habíamos creado en una ciudad en la que él decía haberlo pasado solo y mal. Conoció nuestro baile en el caveau Saint Severin, conoció a nuestros amigos y amigas vascas de Iparralde, en un clima en el que la unidad de los jóvenes vascos y vascas de todos los herrialdes era lo más natural; en el que el euskera era la lengua franca de nuestras relaciones. No recuerdo si bailó la yenka –en el fondo parecía ser bastante pudoroso– pero sí que disfrutó viendo cómo lo hacíamos los demás.
Cuando llegué a Caracas, pasando por Cape Town, Hiroshima, Tokio, San Francisco y Panamá –no toca hoy explicar el porqué de tan complicada tournée–, me encontré con la carta que me habían enviado Balduino, Bareño y Eskubi anunciándome que se iban al otro lado para «limpiar de españolistas» la dirección de la organización. Me encontré también con un par de cartas de José Luis –escribía muchas, casi tantas como Manuel Irujo– en las que me explicaba sus temores por la infantil manera como destacados militantes de la organización se habían apuntado al marxismo más pedestre, y los peligros liquidacionistas que eso entrañaba. Como hacíamos siempre en ese tiempo con todos, me deshice de esos documentos, que hoy hubieran tenido un valor más que sentimental.
En Caracas le vi años después cuando apareció acompañando a Juanito Zelaia, o al revés. Venían de los Estados Unidos y México y andaban a la búsqueda de un director periodista para un proyecto de revista que lo era también de partido político.
En México debió ser donde contactaron con el peruano exiliado Paco Igartua, amigo de Vargas Llosa y cuñado de Bryce Echenique, con raíces en Orereta y Oñati. Si no es por los sabios consejos de su mujer, que le predijo que si se hacía cargo de esa revista acabaría muerto, y no se sabría si habían sido los de ETA o las bandas parapoliciales españolas los autores, él hubiera sido el director de la “Garaia” que luego dirigió Eugenio Ibarzabal, y que era la revista de ESB, aquel proyecto socialdemócrata, como el de ESEI, de corto recorrido pero con militantes de prestigio.
En nuestro domicilio de Las Mercedes de Caracas cenaron ambos un par de veces y compartimos la botella de Chivas con la que se presentaba Juanito. Creo recordar que José Luis apenas bebía, y que a una de esas sobremesas se sumaron José Mari Barrenetxea, su yerno Jon Gómez, Koldo Azurza y su hermano José Joaquín, que tenía con Txillardegi un viejo contencioso, pero que se comportó en esa ocasión, igual que todos los demás, de manera muy civilizada.
Zelaia se quedó unos días más en Venezuela, porque quería conocer los lugares de los que le había hablado la que entonces era su compañera. Estando en Valencia (Carabobo) camino de uno de esos lugares, nos enteramos del secuestro de Ángel Berazadi. Unos días antes había sido el de Arrasate. Nos acompañaban en el viaje Mikel Solaun y José Antonio Urbiola. Recuerdo muy bien los comentarios que se suscitaron mientras desayunábamos. Txillar había regresado antes a Europa, yo le acompañé al aeropuerto y en ese tránsito cometí el error de sugerirle que tal vez fuera él más necesario para Euskadi como intelectual que como activista político. Se enfadó de verdad, me echó en cara que hasta entonces solo de los españolazos había recibido semejantes consejas.
Estando en Iparralde con mi familia mientras hacía los cursos de doctorado en Burdeos, se nos presentó en casa para ofrecerme la dirección de “Garaia”, porque Ibarzabal, decía, les había fallado. Yo no podía aceptarlo porque tenía que regresar a Caracas a cumplir el compromiso con el que había recibido la beca, y también porque no era esa la idea que yo tenía de lo que debía ser un medio de comunicación. Le dije que no, pero me alegró que me hubiera demostrado esa confianza, a pesar de aquella despedida en Venezuela. Por cierto, se lo dije entonces, y seguí pensando lo mismo en adelante: me parecía más eficaz para la causa vasca como activista intelectual y sin compromisos partidarios, pero él tenía una vocación política concreta a prueba de bombas y por encima de escisiones, decepciones y fracasos.
Estando ya en “Egin”, cenamos en familia en Amara y Aduna, acompañados siempre de sus perros y su piano. Me visitaba en Hernani, me hacía llegar sus habituales tarjetones para solidarizarse conmigo y mis penas, y también para hacerme partícipe de sus inquietudes, que nunca le abandonaron, porque José Luis Álvarez Enparanza era cualquier cosa menos un dogmático y un enloquecido partidario de la violencia, como algunos pretenden. Verdad es que era vehemente y apasionado, que era por cierto parte de su encanto.
La gente se sentía bien con él, se animaba a expresarse en euskera, así fueran sus conocimientos muy limitados. En eso, y en otras cosas, me recordaba a Andima Ibiñagabeitia. Verdad es también que nunca superó el trauma de un PNV en el que veía una nueva versión del carlismo, y de un PSOE que solo mantenía con fidelidad la E de español.
Asistí a un par de homenajes que le hicieron los suyos cuando ya empezaba a dejar de ser aquel hombre brillante, encantador y entusiasta que yo había conocido. Nadie que se haya comprometido tanto como él puede estar exento de errores, pero no me caben en la cabeza, no entiendo cómo se pueden poner trabas al reconocimiento de un hombre que lo dio todo, que influyó tanto, que siempre abogó por las vías no violentas, aunque entendiera las razones de la violencia de respuesta.
No voy a hacer un recuento de sus méritos académicos y literarios. No voy a insistir en lo decisivo que fue en la puesta en marcha del batua. No voy a recordar todo lo que escribió, ni su fidelidad a la causa de este pueblo. De eso ya han escrito estos días otros. Si me he animado a aportar estos testimonios personales es porque tuve la suerte de conocerle en diferentes etapas de su vida, y para decir que en todas reconocí en él una brillante manifestación del intelectual honesto y comprometido.
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