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Terrorismo jurídico-penal
Javier Ramos Sánchez
Hagan, si son tan amables, el pequeño esfuerzo intelectual de sustituir el término «terrorismo» por el de «disidencia política» y comprobarán, de inmediato, lo sorprendentemente claro que resulta todo lo que está acaeciendo en el Estado español desde hace ya demasiado tiempo.
La doctrina penalista más encumbrada puede realizar todo un elenco de filigranas explicativas acerca de la denominada interesadamente «delincuencia terrorista» para, en definitiva, llegar a una misma conclusión: si no podemos «reinsertarlos», destruyámoslos. Bien, el argumento no es muy correcto políticamente hablando, pero así nos entendemos todos. Sobran, por tanto, otros «argumentos» clásicos de la ciencia jurídico-penal, como el de la prevención -general o especial- la reinserción, etcétera, porque aquí no hay más propósito que la inocuización física y política del disidente.
No se trata de castigar de un modo especial a delincuentes «especiales» por el hecho de que cometan crímenes horrendos o se hayan integrado en organizaciones criminales especializadas. La legislación penal española, cuyo paradigma del esperpento valleinclanesco es la LO 7/2003 y la complementaria «doctrina Parot», no tiene otro destinatario que el activista político -armado o no- vasco -y, a veces, también español- en la medida en que no acepta las «reglas del juego» de la denominada «democracia» española. No va dirigida, pues, a violadores o a psicópatas asesinos, ni siquiera a grandes narcotraficantes, pues todos éstos, al final, pueden eludir perfectamente los grilletes procesales-penales-penitenciarios que impiden a una persona recobrar la libertad en un plazo razonable. Y, en efecto, todos la obtienen antes o después. Todos menos los «enemigos», los que no aceptan las reglas del sistema que «nos hemos dado democráticamente los españoles y ...», y justamente por eso mismo, porque no son -no se consideran- españoles. Luego son enemigos de guerra y como tales son tratados.
Empezando por las normas procesales «especiales» que se les aplica: una detención nocturna y violenta; cinco días de aislamiento policial, prorrogables a trece; no tutela de letrado ni del médico de su elección; supresión de facto del internacionalmente reconocido derecho de asilo político tras el 11-S, así como del instrumento garantista de la extradición, sustituida ahora por una «euro orden» policial; las denuncias de torturas -sistemáticas- no son investigadas ni tenidas en cuenta, ni sus autores castigados, al contrario, pueden constituir prueba de cargo las declaraciones de otros coimputados sometidos a maltrato. El relator especial de la ONU, Teo Van Boven, ha sido muy elocuente al respecto.
En el campo penal sustantivo, las conductas tipificadas son «especialmente» inconcretas. Se adelanta así el valladar sancionador a preconductas, prácticamente a pensamientos predelictuales, como en el caso de la «colaboración» o del «enaltecimiento». Y las sanciones son extremadamente duras, incluso las que reprenden comportamientos nimios o simplemente relacionados con actividades políticas y de expresión del pensamiento.
Por fin, en el campo penitenciario se revela en toda su intensidad la «especificidad» del penado «terrorista» cuando se le aplica un «régimen especial de cumplimiento» en el que se interviene todo tipo de comunicaciones, se le aísla de su entorno familiar y natural, y aún dentro de la misma prisión, de sus compañeros. No puede alcanzar ningún grado avanzado ni una libertad condicional sino una vez extinguida prácticamente la íntegra condena que, en su caso y por ser quien es, será alargada hasta los 40 años en una especie de cadena perpetua real pero innombrable para no herir susceptibilidades «democráticas» de sus señorías en Cortes, ni ofrecer desdoro al sagrado texto constitucional que propone la reinserción social.
Los demás penados, todos los demás, salvo éstos, pueden muy bien escribir cualquier documento de reconocimiento de culpa, o de satisfacción futura de su responsabilidad civil. El papel lo aguanta todo. Aducirán mil y una razones para eludir el período de seguridad (cumplimiento de la mitad de la condena) y así acceder al tercer grado penitenciario, salidas de permiso, acercamiento a prisiones de su entorno o de su país de origen. El Derecho penitenciario será lo dúctil que sea preciso y cualquier traba legal resultará a la postre evanescente. Para todos los presos menos para aquéllos. Porque aquellos presos son, justamente, la imagen descarnada de un problema político que se quiere esconder en la alfombra del sistema. Porque aquellos presos no reclaman «beneficios» al sistema. Sólo lo impugnan en su totalidad. No aceptan ser súbditos del «Estado de Derecho» español, eso es todo, y eso es lo grave de todo. Por eso deben ser eliminados, destruidos, ilegitimizados y tamizados por el arel de la «democracia a la española» que así se autoconcibe, como si fuera un prius lógico sobre el que descansa cualquier otro razonamiento posterior. «Nosotros los demócratas» contra ellos, «los enemigos de la democracia».
Pero España no inventa nada nuevo. Tampoco en tiempos de la Atenas clásica y de su excelsa «democracia» griega se admitía ningún derecho para metecos, mujeres o esclavos. Ni el orden jurídico medieval era aplicable al hereje o al infiel. Ni la «democracia» -corroborada en las urnas- nacional-socialista tuvo a bien legislar para los gitanos, comunistas, judíos o «terroristas» guerrilleros si no era para reprimirlos. Cambia el nombre pero la esencia permanece. Ahora lo llaman terrorista para poder hacer confluir en el nombre y en la persona así designada la más rechazable abyección moral con la que eludir, en definitiva, el respeto y la aplicación de los más elementales derechos humanos. Tantos siglos de ilustración para caer siempre en la misma piedra: cuando la razón política asoma por la puerta, el Derecho salta por la ventana. Y no comprenden que al actuar así, precisamente así, confieren carta de naturaleza política al «enemigo». Son crueles pero, sobre todo, son necios.
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