Gracias a Kaos en la Red ahora les podemos compartir en castellano un escrito del israelí Uri Avnery que ya habíamos reproducido en nuestra versión en inglés acerca de la hipocresía de la comunidad internacional, especialmente por parte de los "líderes de opinión" y los monopolios informativos, con respecto a las demandas de independencia para el Tibet y la oposición a que esta sea concedida a naciones luchando por su autodeterminación y que tienen un mayor fundamento histórico para sustentar sus demandas que los esgrimidos por un grupo de fundamentalistas religiosos enfundados en unas muy vistosos ropajes. Aquí lo tienen:
Tíbet y Palestina, ¡Tú no, el otro!
“¡Eh, quita tus manos de encima mío! ¡Tú no! ¡El otro!”, grita una joven en un cine durante la proyección, según un viejo chiste
Uri Avnery
“¡Eh, quitad vuestras manos del Tíbet!”, grita la opinión pública internacional a coro, “¡Pero no de Chechenia! ¡Ni de Euskadi! ¡Y, desde luego, no de Palestina!”, y esto no es un chiste.
Apoyo tanto como cualquier otro el derecho del pueblo tibetano a su independencia o, al menos, a su autonomía. Y condeno como cualquier otro las acciones que realiza el gobierno chino en el Tíbet. Pero a diferencia de muchos de ellos, no voy a unirme a las manifestaciones.
¿Por qué? Porque tengo la incómoda sensación de que alguien está tratando de lavarme el cerebro, y de que lo que está teniendo lugar no es más que un ejercicio de hipocresía.
Personalmente, no me importa que haya un poco de manipulación. Después de todo, que los disturbios empezaran en vísperas de los Juegos Olímpicos de Pekín no es una casualidad. Nada que objetar: un pueblo luchando por su libertad tiene el derecho a emplear cualquier oportunidad que se le presente para hacer progresar su lucha.
Apoyo a los tibetanos a pesar de la obviedad de que los americanos están explotando esta lucha para sus propios propósitos. La CIA ha planeado y organizado los disturbios claramente, y son los medios de comunicación estadounidense quienes lideran la campaña mundial. Es una parte de la lucha oculta entre los Estados Unidos, la superpotencia dominante, y China, la superpotencia emergente, en una nueva versión del “Gran Juego” que tuvo lugar en Asia Central durante el siglo XIX entre el Imperio Británico y Rusia. Tibet es una moneda de cambio en ese juego.
Estoy incluso dispuesto a ignorar el hecho de que los gentiles tibetanos han llevado a cabo un pogromo criminal contra civiles chinos del todo inocentes, asesinando a mujeres y hombres, y quemando sus hogares y tiendas. Excesos detestables como éstos suceden en una lucha de liberación nacional.
No, lo que me irrita de veras es la hipocresía de los medios de comunicación mundiales. Cuando toca hablar de China, truenan y claman: son miles los editoriales y debates que lanzan invectivas y maldiciones contra la maliciosa China. Parece como si los tibetanos fueran el único pueblo sobre el planeta cuyo derecho a la independencia está siendo negado por la fuerza bruta, y que si Pekín sacara sus sucias manos de encima de los monjes de túnicas azafranadas, todo sería perfecto en éste el mejor de los mundos posibles (1).
No cabe duda de que el pueblo tibetano tiene el derecho a gobernar su propio país, fomentar su cultura propia, promover sus instituciones religiosas y prevenir a los colonos extranjeros de ahogar todo ello en una cultura ajena.
¿Pero no tienen los kurdos en Turquía, Irak, Irán y Siria el mismo derecho? ¿Ni los habitantes del Sahara Occidental, cuyo territorio está ocupado por Marruecos? ¿Ni los vascos en España? ¿Ni los corsos en Francia? Y la lista es larga.
¿Por qué los medios de comunicación mundiales hacen suya una lucha por la independencia, pero a menudo ignoran cínicamente otras luchas con los mismos fines? ¿Qué es lo que hace que la sangre de un solo tibetano sea más roja que la de miles de africanos del Congo Este?
Una y otra vez trato de encontrar una respuesta satisfactoria a este enigma. En vano.
Immanuel Kant nos exigió “actuar como si el principio por el cual actuamos fuera una ley universal de la naturaleza” (siendo un filósofo alemán, lo expresó con un lenguaje mucho más complicado, claro). ¿Se ajusta esta actitud hacia el problema del Tíbet a esta regla? ¿Refleja nuestra actitud hacia la lucha por la independencia de otros pueblos oprimidos?
Desde luego que no.
¿Qué es lo que hace, pues, que los medios de comunicación internacionales discriminen entre las luchas de la liberación nacional que están teniendo lugar en todo el mundo?
Veamos algunos factores relevantes:
- ¿Tiene el pueblo que busca su independencia una cultura exótica especial?
- ¿Son un pueblo atractivo, esto es, son “sexy” a ojos de los media?
- ¿Está su lucha encabezada por una personalidad carismática que caiga bien a los medios de comunicación?
- ¿El gobierno opresor es rechazado por los medios de comunicación?
- ¿Pertenece el gobierno opresor al campo proamericano? Este es un factor importante, dado que los Estados Unidos dominan buena parte de los medios de comunicación internacionales, y sus agencias de noticias y plataformas de televisión definen la mayor parte de la agenda y de la terminología de la cobertura informativa.
- ¿Hay intereses económicos implicados en el conflicto?
- ¿Posee el pueblo oprimido hábiles portavoces capaces de atraer la atención de los medios de comunicación y manipularlos?
Desde estos puntos de vista, no hay nadie como los tibetanos: ellos reúnen las condiciones ideales.
Rodeados por la cordillera del Himalaya, están situados en uno de los paisajes más bellos de la tierra. Durante siglos, alcanzar el lugar era una aventura. Su singular religión despierta curiosidad y simpatía. La no-violencia que predica es muy atractiva, y lo suficientemente elástica como para cubrir las peores atrocidades, como el reciente pogromo. El Dalai Lama, su líder en el exilio, es una figura romántica, una rock-star de los medios de comunicación. El régimen chino es odiado por la mayoría de gente: los capitalistas lo odian porque es una dictadura comunista, los comunistas lo odian porque se ha convertido al capitalismo. Promueve un materialismo feo y grosero, radicalmente opuesto a la espiritualidad de los monjes budistas, que invierten todo su tiempo en el rezo y la meditación.
Cuando China construye un ferrocarril que llega a la capital tibetana a través de miles de kilómetros de territorio inhóspito, Occidente no lo admira como una proeza de la ingeniería, sino que lo ve (en parte correctamente) como un monstruo de hierro que trae consigo cientos de miles de colonos chinos de la etnia Han al territorio ocupado.
Y, por supuesto, China es una potencia emergente, cuyos éxitos económicos amenazan la hegemonía norteamericana. Gran parte de la renqueante economía estadounidense pertenece, directa o indirectamente, a China. El gigantesco imperio americano se hunde sin esperanza en la deuda, y China será pronto su mayor prestamista. La industria manufacturera china se está desplazando a China, y con ella, millones de puestos de trabajo.
Comparados con estos factores, ¿qué nos ofrecen, por ejemplo, los vascos? Como los tibetanos, habitan en un territorio contiguo al del estado opresor, la mayor parte de él en España, y una parte en Francia. También son ellos un pueblo con una larga historia, que posee su propio lenguaje y cultura. Pero ni su lenguaje ni su cultura resultan exóticos a los ojos de los medios de comunicación. No tienen mandalas. Ni monjes en túnicas.
Los vascos no tienen un líder romántico, como Nelson Mandela o el Dalai Lama. El estado español, que se alza sobre las ruinas de la odiosa dictadura franquista, goza de una enorme popularidad en todo el mundo. España pertenece a la Unión Europea, lo cual significa que se encuentra, más o menos, en el campo proamericano. Algunas veces más, algunas veces menos.
La lucha armada clandestina de los vascos es aborrecida por buena parte de la población y considerada como “terrorismo”, especialmente después de que España acordara con los vascos una amplía autonomía. En estas circunstancias, los vascos no tendrán mucha suerte si quieren ganar apoyo internacional para su causa independentista.
Los chechenos están en una posición más favorable. Ellos también son un pueblo por derecho propio, oprimido durante mucho tiempo por los zares y el Imperio ruso, incluyendo a Stalin y Putin. Pero son, ay, musulmanes, y en el mundo occidental la islamofobia ocupa ahora el lugar que durante siglos se reservó al antisemitismo. El islam ha pasado a convertirse en sinónimo de terrorismo, y es visto como una religión asesina y sangrienta. Pronto se nos revelará que los musulmanes sacrifican a niños cristianos para cocinar pitas con su sangre. (En realidad es, por supuesto, la religión de docenas de pueblos muy diferentes, que se extiende desde Indonesia a Marruecos y desde Kosovo a Zanzíbar).
Los EE.UU. no temen a Moscú como temen a Pekín. A diferencia de China, Rusia no aparece como un país que podría llegar a dominar el siglo XXI. Occidente no tiene ningún interés en renovar la Guerra Fría tanto como en renovar las Cruzadas contra el islam. Los pobres chechenos, que no tienen un líder carismático ni portavoces sobresalientes, han sido desterrados de los titulares. Como no hay atención mundial, Putin puede machacarlos tanto como quiera, matar a miles de ellos y arrasar ciudades enteras.
Lo que no impide que Putin apoye las demandas de Abkhazia y Osetia del Sur de independencia de Georgia, un país que enfurece a Rusia.
Si Immanuel Kant supiera lo que está sucediendo en Kosovo, empezaría a rascarse la cabeza tratando de averiguar de qué va la cosa.
La provincia reclamó su independencia de Serbia, y yo, sin ir más lejos, lo apoyé de todo corazón. Es un pueblo propio, con una cultura diferente (albana) y religión propia (islam). Después de que el popular líder serbio, Slobodan Milosvic, tratara de expulsarlos de su país, el mundo se alzó en contra de su decisión, proporcionándoles apoyo moral y material en su lucha por la independencia.
Los albanokosovares son el 90% de los ciudadanos del nuevo estado, que tiene una población de dos millones de personas. El restante 10% son serbios que no quieren formar parte del nuevo Kosovo. Quieren que las zonas en las que viven sean anexionadas por Serbia. De acuerdo con la máxima kantiana, ¿tienen el derecho a hacerlo?
Yo propondría un principio moral pragmático: cada población que habite en un territorio definido y tenga un carácter nacional claro tiene derecho a la independencia. Un estado que quiera retener a esa población debe de tener en consideración si la población se siente cómoda en su marco estatal, si recibe todos sus derechos, disfruta de igualdad de derechos con respecto al resto del estado y tiene una autonomía que satisface sus aspiraciones nacionales. En otras palabras: que no tengan ninguna razón para desear la independencia.
Este principio puede aplicarse a los franceses en Canadá, a los escoceses en Gran Bretaña, los kurdos en Turquía, varios grupos étnicos en África, a los pueblos indígenas en Latinoamérica, a los tamiles en Sri Lanka y a muchos otros. Cada uno de ellos tiene el derecho a elegir entre una igualdad efectiva con el estado, la autonomía y la independencia.
Todo esto nos lleva, por supuesto, a la cuestión palestina.
En la competición por ganarse la simpatía de los medios de comunicación mundiales, los palestinos son los más desafortunados. De acuerdo a los estándares que hemos mencionado, tienen exactamente el mismo derecho a la independencia que los tibetanos. Habitan en un territorio definido, son una nación con un carácter que la identifica y existen fronteras definidas entre ellos e Israel. Para negar estos hechos hay que tener una mente de veras retorcida.
Pero los palestinos están sufriendo de muchos de los crueles envites del destino: el pueblo que lo oprime reclama para sí la corona del victimismo definitivo. El mundo entero simpatiza con los israelíes porque los judíos fueron las víctimas de los crímenes más horribles en el mundo occidental. Se crea una situación extraña: el opresor es más popular que la víctima. Cualquiera que apoye a los palestinos es automáticamente sospechoso de antisemitismo y de negación del Holocausto.
La gran mayoría de los palestinos también son musulmanes (nadie se acuerda de los palestinos cristianos). Como el islam es temido y aborrecido por igual en Occidente, la lucha palestina ha pasado a ser automáticamente parte de esa amenaza siniestra e informe que responde al nombre de “terrorismo internacional”. Y desde la muerte de Yasser Arafat y el Jeque Ahmed Yassin, los palestinos no tienen ningún líder especialmente destacable, ni en Fatah ni en Hamas.
Los medios de comunicación mundiales derraman lágrimas por el pueblo tibetano, cuya tierra les fue arrebatada por colonos chinos. ¿Pero quién se preocupa por los palestinos, cuya tierra está siendo arrebatada por colonos israelíes?
Pescando en el río revuelto tibetano, los portavoces israelíes se comparan a sí mismos con los pobres tibetanos -tal y como suena- y no con los malvados chinos. A muchos les parece lógico.
Si desenterrásemos a Kant y le preguntásemos sobre los palestinos, a estas alturas probablemente nos contestaría: “dadles lo que creáis que se le tiene que dar a todo el mundo, y no me despertéis otra vez para preguntarme más tonterías.”
Nota del traductor: (1) Referencia al Cándido de Voltaire.
Uri Avnery es un escritor y veterano activista israelí por la paz. Ha colaborado en La política del antisemitismo, el último libro de CounterPunch.
Traducción para www.sinpermiso.info: Àngel Ferrero
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