Los Panama Papers, ese manotazo en la mesa por parte de los oligarcas estadounidenses en contra de sus contrincantes -y muy amenudo socios- en otros países, ya han provocado uno que otro escándalo, pero hasta el momento su manifestación más digna de ser analizada es la que ha tomado lugar en Islandia.
Y eso es lo que hace Mertxe Aizpurua en su blog alojado en Naiz:
No dispongo de evidencias, ni de análisis científicos ni sociológicos. Pero alguna razón debe de haber para que una sociedad no se contamine de los peores males del presente y se salga de la senda marcada. Algo debe determinar que la fotografía de un país nos dé una imagen anómala, casi de ciencia ficción, como la del planeta lejano que muestra la fotografía. Hablo de Islandia. Ese país que mete en la cárcel a los banqueros y obliga a dimitir a sus políticos a la velocidad del rayo. Y creo saber cuál es: los islandeses respiran distinto.
Desde el colapso económico que vivió la isla en 2008, se ha condenado a prisión a 26 personas por delitos relacionados con aquella crisis: banqueros, presidentes, directores, grandes accionistas, abogados y altos funcionarios del Estado. Allí se optó por no salvar la banca y dejarla quebrar, y las decisiones se adoptaron después de escuchar la opinión de la ciudadanía en dos referéndums sucesivos. El rechazo a que el sector público asumiera las deudas de los bancos vino de una formidable movilización popular que levantó el martillo del mítico Thor en su combate contra la impunidad. Lo han vuelto a hacer ahora, cuando su primer ministro ha aparecido en los «papeles de Panamá» y no le han dado respiro ni para pensárselo: ha dimitido en cuestión de horas.
Una sociedad anómala, visto lo visto. Una anormalidad digna de elogio entre la indecencia general y que demuestra que los islandeses se respetan a sí mismos. Es un pueblo culto y formado –las estadísticas al respecto son abrumadoras–; no tiene Ejército ni partida económica y controlan sus costas con una única y solitaria fragata. Aunque es tradición que desde la infancia se acuda a estudiar a un país extranjero, se deben a su isla y la respetan como nadie. Quizá porque viven sobre un volcán permanente, aprendieron hace mucho que hay que llegar a acuerdos simbióticos con la naturaleza y, gracias a ello, la mayor parte de calefacción y luz que precisan sus habitantes proviene de esa tierra caliente que la ofrece gratis. Y gratis es como llega a las casas.
Cualquier montaña, cascada, riachuelo, géiser o glaciar tiene su nombre propio y en el consciente colectivo los elementos naturales son tan habitantes de la isla como cualquiera de las 300.000 personas que viven en ella. Es su bien más preciado. Creo, sin temor a equivocarme demasiado, que en esto último está la clave de la anomalía islandesa, porque una sociedad que respeta su entorno natural es una sociedad que se respeta a sí misma. Y solo un país que respira de esta forma puede plantearse convertir las torretas de electricidad en esculturas admirables como las del proyecto que muestra la imagen.
Si esta no fuera la razón, habrá que pensar que la falla que recorre Islandia de arriba a abajo separando las dos placas tectónicas terrestres, la de Norteamérica y la de Eurasia, se abre a más velocidad que la de centímetro por año que indican las mediciones. Si es esto, Islandia se salva y casi toda la dignidad de Occidente ha escapado ya por la fractura.
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