En la víspera de la marcha nacional convocada por el EIPK en favor de lxs represaliadxs políticxs vascxs les compartimos este texto publicado en Naiz:
La larga sombra de la cárcel
Ahora que se ha abierto, aunque de forma reducida, un sugestivo debate sobre qué significa eso de las señas de identidad, la naturaleza colectiva de un pueblo, su material tangible e intangible, humano e inhumano, la conexión de sus gentes, hay una cuestión que, por eso de la deformación profesional de mirar para atrás, me atrapa una y otra vez. Sé que es un tema externo, aunque a estas alturas, tengo mis dudas. Me refiero a la cárcel y al exilio. Vascos y cárcel parecen sinónimos.
Iñaki Egaña | HistoriadorNo conozco generaciones recientes, amplíen la extensión hasta donde alcancen sus memorias, con un pueblo vasco sin presos. Si mis apuntes no me fallan, creo que las semanas posteriores a que Fran Aldanondo saliera de la cárcel, el 9 de diciembre de 1977, convirtiéndose en el último preso político vasco gracias al decreto de «amnistía», son excepción. Hasta que a comienzos de 1978 una redada en Iruñea llevó a prisión a Juan Mari Olano y Máximo Aierbe, entre otros.
Quizás algunas semanas también cuando el Frente Popular ganó las elecciones a finales de febrero de 1936 y vació las cárceles. Aquello fue un espejismo, porque año y medio más tarde, entre las detenciones de Bilbao y las de Santoña, más las cárceles repletas del resto de Hego Euskal Herria, se alcanzó el umbral máximo de la venganza, al menos más de 65.000 vascos en detención. Cerca del 5% de la población de entonces.
La cárcel y su alargada sombra, tanto para mí como para gran parte de nuestro entorno, era una situación de identidad familiar, lo que, en los tiempos que corrían suponía símbolo de cohesión y de concordia, por encima de las diferencias ideológicas, que las había, muy encontradas por cierto.
Alargo mi crónica porque la conozco de cerca y supongo similar en miles de familias vascas. En la mía, a la que me sumé en el ocaso de la década de 1950, convergían esas tendencias seculares. Los mayores, ya en la calle, contaban sus experiencias de posguerra. En la línea paterna, el bisabuelo y tres de sus hijos en la cárcel de Zapatari. Mi abuelo en la de Larrinaga y luego el destierro. A mediados de 1960 un hermano de mi abuelo tuvo que exiliarse en Venezuela, con historias entremezcladas entre EGI y esos servicios que prestaban todavía los jeltzales a los yankees. Aunque en la escisión se fueron con EA, todos ellos, en aquella época, del PNV.
Sus hijos, nacidos ya en posguerra, se alistaron a esa ruptura generacional que supuso ETA. Acusaban a sus padres de inmovilismo. Nuevamente cárcel y exilio. Recuerdo, ya en la década de 1970, un viaje a París. Visitas familiares. Por un lado, y por parte de la familia materna, exiliados de la guerra civil, que habían huido a pie cruzando tierras yermas y campos devastados desde el sur peninsular, hasta llegar al Estado francés. Cambio de nombre, apellidos. Una nueva identidad. Comunistas, como otra rama que se ocultaba en Baiona a la que visitábamos una vez cada dos o tres meses.
Y por otro, los de la línea paterna, ahora huidos de ETA, también en París. Dos generaciones, ideologías diferentes, pero inquietudes similares. Todos ellos ocultando su propia identidad, malviviendo con trabajos de miseria y con la mente puesta, siempre puesta, en los detenidos y encarcelados, en las torturas que habían padecido.
Juntar todo aquel cóctel, en alguna celebración familiar, era como una bomba de relojería. Admiración, respeto a los represaliados, compromisos más o menos intensos. Pero cuando la sobremesa se alargaba, la algarabía imponía espacio. Militantes políticos, por encima de todo, presos y exiliados. Ahí se ahondaban las diferencias. Inevitablemente. ¿Cómo sacar los presos a la calle? ¿Cuál eran las prioridades? En 1977 salieron los presos, volvieron muchos exiliados. Pero la rueda siguió girando, las generaciones sucediéndose.
La familia creció, el entorno se hizo más amplio, las diferencias políticas, ruptura o reforma, se convirtieron en muros insalvables. El puente que supuso Telesforo Monzon entre la vieja guardia derrotada y la nueva savia nos dejó una especie de armisticio temporal. Pero llegaron las manifestaciones de las palomas, las apuestas estratégicas, y el puente se rompió. Mientras, las cárceles volvieron a convertirse en destino de centenares de vascos.
Y vuelta a comenzar, en un viaje que parecía no tener ni principio ni fin. Los viejos muros de El Dueso, Ocaña, Puerto, Fresnes..., conocidos en primera persona por nuestros antecesores más cercanos, eran ahora ocupados por jóvenes que tenían que acudir a los libros, a las charlas de los mayores, para saber qué había ocurrido en la guerra civil, en la segunda mundial. Cárceles vetustas, junto a las de nuevo cuño, comenzando por Alcalá-Meco, Herrera de la Mancha.
De nuevo a la carretera, al tren, agotando las vacaciones para entrelazar visitas. Vidas condicionadas a miles, durante años, décadas. Millones de kilómetros acumulados entre cientos de familias, rotas por el desasosiego en los momentos puntuales, cuando el resto bailaba en las fiestas del calendario mundano. Los mayores tenían la impresión de que el mundo se había parado, que la abundancia de canales televisivos, la aparición de la telefonía móvil o las redes sociales no eran sino espejismos en un entorno sacudido por las viejas pasiones humanas, de poder, la venganza hasta con los rehenes. La cárcel como testigo directo, impactante, de la eliminación del contrario.
Y nuevamente la agitación de la conciencia. La solidaridad en estado puro, en casa, sin necesidad de viajar a paraísos revolucionarios. El apoyo a los presos fue el movimiento social de mayor impacto entre nosotros. Con una gran matización. Que aquellos que habían sufrido cárcel y destierro durante la noche negra del franquismo, rehusaban alargar su compromiso. No en todos los casos, pero hay que admitir que también algunos de ellos se hicieron cómplices de una política penitenciaria exterminadora.
Como decía Mario Benedetti, sin embargo, «una cosa es morirse de dolor, y otra cosa es morirse de vergüenza.» El respaldo no decreció. Y a esa humanidad desbordada, a ese amparo sostenido se le sumaron las preguntas de siempre, tan naturales como el cariño de una madre hacia su hijo. Tan espontáneas que no necesitan explicación alguna. ¿Cómo sacar a los presos a la calle? ¿Cuáles son las prioridades?
Añoro los tiempos de las disputas familiares, diversas ideológicamente, alguna con el tiempo antagónica. Aquellas disputas que únicamente tenían un punto de encuentro. El recurrente, y no por ello menos traumático, de los presos políticos, de su naturaleza genuina que nos convertía en una comunidad nacional. Pero la añoranza no es sino un recurso vacío, personal, nostálgico. Autocomplaciente. De alguien como yo que hace 50 años rezumaba juventud y ahora se lamenta de la artritis.
¿Cómo resolver una cuestión de humanidad, de derechos cuando enfrente nos topamos con una caterva de vengadores que incumplen su ya de por sí reducida justicia? ¿Cómo concluir con el aislamiento, las vejaciones, la dispersión, la venganza sobre un colectivo que al margen de presos se han convertido en rehenes?
Las respuestas nos las han señalado insistentemente generación tras generación, hombres y mujeres a los que no conocemos, de los que sabemos únicamente de su empeño. Miles de luciérnagas alumbrando huertas, viñedos, campos de maíz, cementos enlatados, rutas de barro y también de asfalto. Movilizaciones, como la de mañana en Bilbo (Amnistiaren bidean, presoak etxera), que avanzan prendiendo una nueva colina.
La añoranza no mueve montañas. La determinación, por contra, es la sal de la tierra. Una cosa es morirse de dolor y otra de vergüenza. Por ello, por esa sensibilidad política y también humana, no nos queda otra, no me queda otra que empujar para que todas y todos estén cuanto antes en casa. Para que este mundo, muchas veces diabólico, se haga un poco más respirable.
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