Con motivo de la celebración del Aberri Eguna, les compartimos este texto de nuestro amigo Iñaki Egaña:
Aberri Eguna 2015Iñaki Egaña
Hace ya muchos años al otro lado del Atlántico que uno de mis autores favoritos, aquel de las uvas de la ira, el mismo que viajó a Moscú con el fotógrafo Robert Capa, escribió una obra de las llamadas menor, "Viaje con Charly". John Steinbeck menguaba ya su vida y volvía cuando aún no sabíamos que el retorno también era posible.
Tomó una destartalada furgoneta, arrancó con ella y su perro Charly, y marchó a recorrer su país, despiezado en múltiples comunidades, a veces irreconocible, otras previsible. Encontró lo que buscaba, se perdió en lo que desdeñaba. Conoció a quien no desea salir en las imágenes literarias e hizo una descripción de su tierra, no tanto de arbustos, lodos y peñas, sino de semblantes. De gentes.
En general, la representación era la de las sombras que habían cruzado la vida sin estruendo, supervivientes que llegaban al límite de su existencia, perdedores en su mayoría si el significado del término se mide en demarcación económica. Hombres y mujeres cuyo rastro en la historia había sido completar su pertenencia a eso que llamamos humanidad. Con aderezos puntuales guardados por el autor.
No me gusta entrar en las alcobas de otros, ni apuntarme en fiestas ajenas, pero si algún día me piden una definición de mi patria, recuperaría el libro de Steinbeck para, siguiendo su estela, copiar su estilo y, con humildad, describir todas y todos aquellos que he conocido. Ya por referencias, ya en la brecha. Los que han valido la pena. Que han sido muchos.
Y cumplimentar la primera línea de esa definición señalando que el color de la tierra, el virar del río, la altura de los cerros, el borde de las hojas de roble o la cubierta astronómica del flysch de la costa me acogen pero no me perturban. Que los restos de las fábricas oxidadas, los acueductos centenarios, las torres que sobreviven erguidas y las pinturas del paleolítico me fortalecen pero sin asentar mis huesos que por cierto comienzan a registrar en escala richter el peso de los años.
Porque los que de verdad me emocionan, como garabateaba en su cuaderno de viaje allí tan lejos mi admirado Steinbeck, son hombres y mujeres con los que he coincidido en este breve soplo de tiempo que es la vida, en este territorio que llamamos Euskal Herria. Ellas y ellos son razón. Definición.
Antes, avanzar que mi patria superior, como la de cualquiera, es este planeta que envejece lentamente, que calentamos con esa locura que llamamos progreso, que se pierde en un sistema en el que uno de sus mundos está cargado de anillos, que se difumina en una galaxia inescrutable entre millones. Una localización azul que quizás ni exista.
Mi tierra, como debería ser en los cinco continentes, es mía cuando convierto una metáfora en cuento, no sé si ficción, tampoco realidad. Cuando recuerdo que recuerdo. Pero tengo constancia, demasiado, que es robada cada día, por especuladores, ladrones de conciencias, malhechores y banqueros y por ello la anhelo tanto en la lejanía como en la cercanía. Por eso me gusta matizarla.
Mi patria, que debería llamar matria porque de donde nace la vida es del vientre de la madre, desciende de lo universal para quedarse en esos proyectos que también emocionaron a mis antepasados con los que, precisamente, me une la firmeza de los mismos. Y así cumplimento la segunda línea del cuestionario, confirmando que no es el color de la tierra lo que me emociona, sino, como relataba, el coraje de la gente que la habita.
Leí, hace años también, a Jean Haritxelhar, su descripción de lo que era ser vasco. Coincidí en su apreciación de que nosotros, briznas de ese país rebelde e imaginado con intensidad como marcaría Marc Legasse en un pasacalles, no tenemos ciudadanía, sino nacionalidad. Añadirán que es sentimiento, sensación. Lo desconozco. No me atrevo a sentenciar y, por eso, prefiero divagar. Pero sé que soy vasco.
Y ser vasco hoy es tener conciencia de pueblo. Es la patria activa.
Me dirán que soy un malintencionado, que la patria es un ente político, administrativo, ni activo, ni pasivo, adquirido por nacimiento, deseo o necesidad. Que efectivamente la pertenencia a una comunidad, la que ahora daría ese derecho a decidir, es una percepción natural. Hasta prepolítica. Que soy demasiado trivial. Quizás.
Me recordarán, también y no sin razón, que escribir sobre la patria es un anacronismo para una sociedad cuyas élites aspiran a modificar cadenas de nucleótidos, a romper la barrera del tiempo. Que "el todo por la patria" bajo el que nuestra tierra fue arrasada y miles de nuestros abuelos pasados por las armas, condiciona cualquier reflexión. Que, como cantaba Georges Brassens, alentar la flojera nacional genera mala reputación.
Todo eso es cierto, como también que, inmersos en un torbellino del que no nos podemos apear, la neutralidad es una quimera. Los neutrales, la sociedad silenciosa, fueron la base de las mayores atrocidades cometidas en nombre de razones innombrables. Hasta los que dicen que no tiene patria, la tienen seguramente con mayor intensidad que el resto. Porque esos silenciosos o bulliciosos neutrales pertenecen a la comunidad oficial, a la que siempre gana.
Al contrario que la de los manuales, mi patria cercana se forjó a golpes. Propios y, sobre todo, ajenos. No es, como me la quieren enlatar en los libros de texto, en los documentales televisivos. O al menos no es la que me ha acopiado el bagaje vital. Es una patria que se refleja en una celda, en un cuarto destartalado a miles de kilómetros de donde vivo. En una forja, en un agujero de conspiradores, en un tablado de bertsolaris.
Mi patria la llenaron contrabandistas, mugalaris, vagabundos bajo las estrellas como aquellos que inmortalizó Jack London, que animó Agustín Xaho. La colmaron adolescentes que llenaron de pólvora el zurrón, jóvenes que rompieron la pluma con la intensidad de sus cartas de amor, aprendices de revolucionarios y profesores sin alumnos que hicieron de su recorrido un ejercicio de sobriedad.
Mi patria la conforman hombres y mujeres anónimos, de quienes jamás tendré noticias siquiera de su eco, de su época, que se alzaron contra jauntxos, patronos, pajes y capataces. Que se rebelaron incluso contra esos reyes que ahora, por su cuna navarra, parecen compañeros de la historia. Que huyeron de los sables y de los tricornios, que escaparon de los canallas que violaron a sus madres o a sus esposas. Que fueron torturados, que marcharon al exilio, que perdieron sus pertenencias.
Es evidente que moldeo mi patria con aliento y no con piedras. Con alpargatas. Con semblantes. Con todos ellos conformo un pasado repleto de deudas, de una intensidad que jamás podré agradecer ni siquiera si fuera creyente y la eternidad estuviera reservada para hacer descargo de compromisos. La justicia es de este mundo.
Reivindico un pasado cercano con miles de (com)patriotas con los que siento un profundo orgullo por haber compartido, y seguir haciéndolo, un proyecto común, indefinido probablemente en sus detalles, acoplado en su universalidad. Una crónica tremenda en ocasiones, con un coste humano excepcional para la brevedad en nuestro paso por este escenario tantas veces descrito. Esa es mi patria.
La misma que anuncia un futuro con múltiples aristas. La patria no será próspera, alegre, floreciente... y esas leyendas que se escriben o se dictan a la voz de su amo. Lo presiento y adelanto. En la patria, afirman también, cabe todo, no existen los bandos, el sol amanece por igual. Sigo discrepando de ello. Por tanto, una patria complicada.
Sin embargo, me agarro a la vida con Charly, y sigo sosteniendo que mi patria es un tanto especial, pero es la de los míos. La misma que dejamos, inciertamente, a nuestros hijos y a nuestros nietos para que ellos la desbrocen en la medida que lo hicieron nuestros antepasados. Y seguir plantando árboles que no veremos crecer para que los que nos precedan disfruten, como apunta el dicho, de su sombra.
°
No hay comentarios.:
Publicar un comentario