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viernes, 1 de abril de 2016

Microdesobediencias en Euskal Herria

La gota que perforó la roca. No fue una. Fueron muchas.

Les recomendamos altamente este texto por parte del colectivo Eleak que ha sido dado a conocer en el portal de Rebelión:


Colectivo Eleak / Libre

Un instituto de Gasteiz: al adormilado profesor le despierta de golpe un escalofrío, cuando al entrar a la sala de profesoras a las 8 de la mañana se encuentra con un par de ertzainas armados y de uniforme. Los pedagogos militarizados van a impartir una clase sobre bullying (no disponemos de datos de este curso, pero en el de 2014-2105 164 centros y 18.000 menores tuvieron el mismo honor. Estos profesionales de la violencia también imparten enseñanzas sobre violencia machista). Arrasate: el ayuntamiento ha aprobado la ordenanza de limpieza. Prohibido poner carteles en las paredes sin permiso municipal. Sí se puede en los paneles dispuestos expresamente, pero arriesgándose a multas de entre 250 y 1.000 € en función del contenido (en Zumaia acaban de recular, en las ciudades ya está estrictamente regulado el uso de paredes, también en muchos pueblos de mediano y pequeño tamaño). Casco Viejo de Bilbao: una vecina llama la atención a la policía municipal por sus malos modos a la hora de identificar a un migrante. Se activa la Ley Mordaza, y la vecina se va para casa con una multa (desde que entró en vigor el pasado uno de julio hasta finales de enero las policías han interpuesto 735 multas en Hego Euskal Herria mediante la Ley Mordaza, también las policías municipales). Campus universitario de Leioa: gracias a la colaboración entre la UPV y el Ministerio de Defensa español, se desarrolla el seminario “Paz, seguridad y defensa” (el acuerdo fue firmado el 16 de octubre de 2013, y desde entonces alumnado y profesorado pueden disfrutar del seminario anualmente). Barrio de Gros: en medio del desalojo del gaztetxe Kortxoenea, un policía municipal amenaza al joven que toma imágenes con multarle con la Ley Mordaza de no desistir en su actitud (demostrando que la policía municipal tiene un sentido de la libertad aún más reducido que el del propio ministro de Interior Jorge Fernández Díez. Este último declaró públicamente que dicha ley no prohíbe tomar imágenes). Catorce viviendas de pueblos y barrios de Euskal Herria: llegan notificaciones de distintos juzgados provinciales. La fiscalía solicita años de cárcel, cientos de horas de “trabajo comunitario” y miles de euros para personas que participaron de las protestas de 2014 contra la Troika (basándose en los informes de la Ertzaintza, que suspendió de facto el derecho a manifestarse aquel día al establecer una zona de seguridad de kilómetros cuadrados; los jueces que ese día no defendieron ese derecho básico, aceptan ahora estos procesamientos). Conversación entre cualesquiera dos personas en torno a cualquier tema en cualquier punto de nuestro pueblo:

- No es justo.

- Ya, pero eso dice la ley (o la norma, o el “sentido común”), qué le vamos a hacer.

No son más que algunos ejemplos de los últimos meses. Nosotras mismas podríamos completar una lista bastante más extensa con los casos similares que conocemos de primera mano. Y sabemos perfectamente que suponen un porcentaje mínimo del conjunto de casos.

¿Qué tienen en común todas esas realidades tan diferentes ? Que constituyen expresiones locales y/o cotidianas del paradigma de la excepcionalidad permanente. Las políticas de excepción no son tan sólo los ataques orquestados desde Madrid, las leyes “antiterroristas” que se desarrollan en niveles macropolíticos y en relación al conflicto nacional, los macrojuicios y las macrorredadas. También son eso, pero son mucho más. Hablamos de un paradigma, una manera de entender y de mirar la realidad que hemos interiorizado como sociedad en conjunto. “Nuestros” parlamentos-ayuntamientos-escuelas; “nuestras” policías autonómicas-forales-locales; “nuestros” juzgados-jueces-fiscales; “nuestros” medios de comunicación-periodistas-ensayistas; nuestras familias-cuadrillas-compañeras de trabajo; nuestros valores-prácticas-discursos; nosotros y nosotras. Las políticas de excepción abarcan desde la escala macro a la micro; son impuestas tanto mediante espectaculares golpes con fecha señalada -Ley de Partidos, Ley Mordaza- como gracias a pequeños e imperceptibles batallas diarias -policía en las escuelas, calles “limpias”-; nos las imponen desde el exterior pero las reproducimos a medida que las vamos interiorizando.

Aprovechando que la palabra está tan de moda: la excepcionalidad permanente es un paradigma hegemónico. Es decir, aquello que por estar tan normalizado, por tenerlo interiorizado explícita pero sobre todo implícitamente, resulta difícil incluso de identificar. Porque lo hemos introducido en nuestro modo de pensar a causa de la guerra ideológica -y física- que nos han hecho las últimas décadas. Tomando prestada la metáfora al movimiento feminista, observamos la realidad a través de las gafas del paradigma de la excepcionalidad permanente. Hace tiempo que nos vistieron esas gafas. Posiblemente se dé el mismo proceso que con las demás miradas que nos tratan de imponer desde el poder (patriarcal, racista, clasista...). En un primer momento nos percatamos de que nos quieren poner las gafas a la fuerza y tratamos de quitárnoslas. Luego, a pesar de no desprendernos de ellas, somos al menos conscientes de que las llevamos puestas y eso hace que su efecto sea menor. A medida que avanza el tiempo, en cambio, vamos perdiendo el recuerdo de que una vez nos las impusieron, dejan de ser un añadido del cuerpo para adoptar estatus de órgano natural y propio, como los propios ojos, hasta olvidar al fin que observamos el mundo a través de esas lentes. Lo que era en un principio político y discernible, y por lo tanto discutible, se vuelve prepolítico e indiscernible en este proceso, en no-discutible.

Normalización, he ahí la clave. Existen muchos tipos y niveles de normalización, por supuesto. Algunas personas aceptan con total naturalidad la tortura o la Ley Mordaza. Otras no admiten “excesos” de este tipo pero ven con buenos ojos las prohibiciones para poner carteles, o no eso pero sí el que las personas sin papeles no tengan derechos, o el vivir rodeada por cámaras, o que hombres armados y uniformados impartan clases sobre violencia machista a nuestros menores (esto último no deja de ser coherente: es lógico que una sociedad que deja sus labores “humanitarias” extra-muros en manos de su ejército, deje en manos de la policía la pedagogía sobre sus conflictos intra-muros). A muchos de los miles de personas que han vivido en el ojo del huracán de la represión estas décadas apenas les conmueve una pena de cárcel si no alcanza los dos dígitos. La condenada por practicar sus derechos civiles y políticos puede llegar a pensar que es de agradecer públicamente a quien le condena el que no lo haya hecho todo lo cruelmente que la ley le permite. Ni siquiera se nos ocurre que sea denunciable el recibir insultos machistas en un muro popular o el recibir un trato chulesco y autoritario en una identificación “normal”. O nos daría vergüenza, ocurriendo las cosas que ocurren . No hay más que ver la respuesta que recibió de la ertzaintza el profesor mencionado al comienzo, cuando les recriminó que fuesen a dar una charla a un centro educativo armados y en uniforme: Precisamente, esa es la cuestión ( esa = que la juventud normalice la presencia policial). Cada cual a nuestra manera y medida, pero todas hemos hecho nuestras las gafas de la excepcionalidad permanente.

Necesitamos urgentemente una sacudida. Una sacudida que genere un temblor general de nuestros cimientos. Que derrumbe el edificio jurídico-político de las políticas de excepción, que neutralice el discurso de la seguridad y el a priori de que las leyes y normas han de ser respetadas a pesar de ser injustas. Que nos arranque las gafas de la excepcionalidad permanente de nuestras narices.

Pero las cosas no son negras o blancas. Todas la percepciones hegemónicas tienen sus grietas, disidencias, anormalidades, puntos de fuga. La Plataforma Contra la Criminalización de la Protesta, la persona anónima que empadrona ilegalmente a un sin papeles o que continúa pintando las paredes, las iniciativas populares de Arrasate o Zumaia en contra de sus respectivas ordenanzas de limpieza, los muros populares, las charlas de bares o panaderías, las grandes y pequeñas movilizaciones, el grabar las actuaciones policiales, el cuidado y apoyo mutuos.

Si el paradigma es integral, tendremos que tratar de deconstruirlo desde una perspectiva integral. Hoy, en cualquier caso, hemos querido poner el foco en ese nivel micro de tan diversos rostros. Pero no únicamente sobre las medidas y valores que nos imponen desde prácticas micropolíticas. También sobre las infinitas resistencias que podemos oponer. Ya hemos nombrado al profesor que se dirige a los ertzaintzas, o a la vecina de Bilbo que no deja pasar los malos modos de la policía municipal. Más allá de la concepción más clásica y ortodoxa del término, eso también es desobediencia. Microdesobediencia, si se quiere: frente a sus micropolíticas de excepción, nuestras microdesobediencias.

Muchas veces pensamos que actitudes de este tipo son “dignas” pero en definitiva estériles para la lucha social. Una pregunta: imaginemos que cada una de nosotras hacemos llegar “nuestra opinión” a los profesionales de la violencia, de la justicia, de la política o de la especulación cada vez que nos los cruzamos en un comercio, en la calle, en sus espacios de “trabajo”. Con una simple mirada desaprobadora, con un comentario, con un desaire o una burla, apoyando a quien tenemos al lado, con nuestra presencia o con nuestra ausencia. Que convertimos ese “dar nuestra opinión” en costumbre cotidiana y de muchas. ¿De verdad pensamos que ello no desinflaría su prepotencia? ¿Que no engrandecería nuestra pequeñez? ¿Que no variaría la relación de fuerzas?

He aquí un último y bello ejemplo microdesobediente para terminar. He aquí lo que una profesora de Lizarra escribió al saber con pocas horas de antelación que la Policía Foral se presentaría en su aula. Escrito, y leído ante los policías y sus alumnos. Con la mano que sujetaba el papel temblando y haciendo frente al miedo, lo que le da aún mayor valor.

    Egun on.

    Os voy a presentar a este señor que es miembro de la Policía Foral de Navarra y que por lo visto os viene a hablar de la Seguridad Vial.

    Antes de que empiece su explicación, me gustaría darle mi opinión acerca de este encuentro.

    Como ciudadana, con papeles en regla, mujer y blanca, tengo la firme convicción de que cualquier miembro policial de cualquier cuerpo militarizado, lejos de tener como finalidad educar e informar a las personas, y en este caso, a jóvenes en edad escolar, tienen como finalidad, según mi experiencia, la de reprimir, sembrar el miedo, paralizar protestas cívicas y tratar de mantener a las personas fuera de proyectos disidentes.

    Por todo esto, como usted entenderá, su presencia para mí no es grata, por lo cual, me marcho.

¡Dios, qué placer! ¿Y si multiplicamos placeres grandes y pequeños, individuales y colectivos?






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