Les compartimos esta interesante entrevista publicada en la página Contexto y Acción:
Pablo Sánchez León —historiador brillante, autor prolífico e investigador comprometido— encarna lo peor de la universidad española actual. Digo: como víctima de su patología. En Estados Unidos sería catedrático, pero en España carece de puesto fijo. Pertenece a una generación perdida de académicos. Cuando acaban el doctorado, a finales de los 80, la universidad española cierra un periodo de expansión y prácticamente deja de incorporar sangre nueva. Las generaciones siguientes sobreviven, precarios, a base de becas de investigación encadenadas y puestos temporales. A Sánchez León (Madrid, 1964) un cuarto de siglo de precariedad laboral le ha valido varias estancias en Inglaterra, Estados Unidos y hasta Turquía. También le ha valido una versatilidad profesional —e independencia de criterio— poco comunes entre sus colegas más institucionalizados. Temporalmente afincado como investigador en la Universidad del País Vasco, tiene un libro sobre los comuneros (Absolutismo y comunidad. Los orígenes sociales de la guerra de los comuneros de Castilla. Siglo XXI) y está por publicar otro sobre la participación política popular en España entre 1750 y 1875 (Desprecio y miedo a la plebe). Con Jesús Izquierdo Martín ha escrito La guerra que nos han contado. 1936 y nosotros (Alianza, 2006), un análisis crítico del relato de la Guerra Civil Española construido por los historiadores en época democrática. Este libro, ya imposible de conseguir, está por salir en segunda edición revisada en Postmetrópolis Editorial, una empresa sin ánimo de lucro recién fundada y dirigida por el propio Sánchez León, que ya ha publicado media docena de títulos. Antes de esta aventura editorial fue cofundador del Colectivo Contratiempo. Y cada año imparte cursos en la Universidad del Barrio, parte del Teatro del Barrio en Lavapiés, donde nos encontramos.
En La guerra que nos han contado son muy críticos con los historiadores de la generación de Santos Juliá. Dicen que su relato de la guerra, y la forma de concebirse a sí mismos como historiadores, es producto de una interpretación de la historia que nace en el tardofranquismo y que ve la guerra como “error colectivo”. Juliá y compañía no han encajado su crítica con mucha gracia que digamos. Su reacción ha sido más bien hostil, como también lo ha sido su postura ante los cambios políticos que está viviendo España. Pienso en Elorza, Savater, el propio Juliá… ¿Qué les pasa?
Creo que algunos de los intelectuales PRISA, al hacerse mayores, se van dando cuenta de que han dejado pasar trenes que tendrían que haber cogido para poder haber sido ellos los Azaña que desearían haber sido. Un poco como Esperanza Aguirre en el espectro contrario. Es gente respetable hasta cierto punto, quizá sobre todo por la edad. Pero desde luego son dañinos. Porque como intelectuales no han sido, en realidad, ni honestos ni sinceros. En estos tiempos tienes que hacer un poco de psicoanálisis para saber qué es lo que te motiva, y ese poco de autoconocimiento no tienen. Son intelectuales para sí mismos. Hablan todos en función de lo que promueve la reproducción del ideario de su propia generación, tal como va evolucionando en el tiempo. Y esa generación va siendo cada vez peor, más mayor y conservadora. Santos Juliá en concreto es una persona que ejerce ahora mismo ya directamente de censor de lo que no sean loas a lo que ha supuesto el legado de la Transición y del Partido Socialista de los 80. Y esto no es de recibo.
Una generación para sí misma de este tipo crea muchos problemas. El principal es que no transmite nada. Ellos no tienen continuadores. No han querido hacer escuela porque han preferido ser ellos siempre los que tienen la primera, la última y la palabra de en medio. Han querido tener un monopolio oligopolístico, un cártel. Por tanto no han dejado una herencia.
¿Es un problema?
Sí, porque cuando tú descapitalizas, dejas el agujero para que se capitalice por otras direcciones. Ciudadanos existe en gran medida por la generación que vive para sí misma. Porque en la medida en que ellos no transmiten a generaciones siguientes valores y principios, en un diálogo, lo que hacen es que cualquiera pueda coger después esas ideas y usarlas de otra manera.
¿Es una cuestión de pedagogía?
La palabra pedagogía es muy institucionista. Más bien diría que es lo natural. Lo natural es que una generación se va disminuyendo con el tiempo y que tiene conciencia, por la madurez, de que lo que más le corresponde es transmitir. Pero transmitir no para moldear…
Sino para formar parte de una cadena.
Claro. Con el paso de las generaciones van pasando la antorcha. Ahora, la generación de la que hablamos no quiso hacer antorcha con la generación siguiente, que éramos nosotros. Bajo ningún concepto. Entonces, no han sido capaces de formar a nadie. Se ve muy claramente en el terreno profesional. Salvo excepciones, que siempre hay, han seleccionado y cooptado a los mediocres de la generación siguiente —algo muy típico del funcionariado español— para que no les hicieran sombra, y son ellos los que les siguen dictando lo que tienen que pensar y hacer. Pero no han sido creadores de escuela, no han sido diseminadores.
¿Es una anomalía?
Me parece que sí. Esa actitud no es constitutiva de la cultura moderna española. No creo que en otros contextos hayan funcionado los intelectuales de esa manera.
¿Por qué estos sí?
Es bastante fácil de explicar. Son los primeros que pertenecen a una generación que ya no tiene la memoria de la guerra. Están totalmente educados en el nacionalcatolicismo. Rompen con él por el desarrollo económico de España, la apertura cultural a Europa y procesos análogos en otras culturas de alrededor. Los de esa generación, que en España no es la del 68 sino del 78, cuando acceden al poder son muy jóvenes. Y acceden al poder porque el sistema de transición consiste en el mantenimiento de una parte de la joven guardia franquista, los Martín Villa y compañía, pero también de la generación de los Suresnes.
En la primera mitad de los años 80 llegan a tener cuotas de poder grandes. Acceden a una universidad que no se democratiza sino que se expande. Porque son muy jóvenes, tienen carrete para largo. Esto siempre fue su problema. Los miembros de mi generación lo vimos a finales de los 80. Cuando salimos de la universidad, nos encontramos con que justo esos años, del 87 al 89, la universidad española se cerró. Pasaron todos de ser incorporados como funcionarios a que de repente no había puestos de trabajo. Menos mal que llegaron las becas de investigación del Ministerio.
Pero los que para entonces se habían colocado siguieron allí.
Exacto. Y lo que no previmos es que el saberse con carrete por delante les ha permitido en efecto estar exactamente treinta años diciendo cosas sin parar. Esta hegemonía absoluta muy larga en el tiempo es la que verdaderamente ha permitido que el famoso régimen del 78 perdure tanto. Porque da igual que estés en la oposición o no: mantienes tu puesto de trabajo, tu columna, tu tribuna, tu prestancia e incluso tu lenguaje. Esta es la parte bonita. La parte fea nos toca a nosotros. La gente que nacemos en los 60 y los 70 estamos secuestrados colectivamente: secuestrados por el lenguaje y el criterio de lealtad a los valores, a los ideales, a lo que sea que tiene que ver con la forja de la gran mayoría consensuada del 82 del PSOE. La prueba es que yo tengo ahora compañeros que son hasta diputados de Podemos, que pertenecen a mi generación, y que han dicho hace menos de diez años: “yo es que me siento un socialdemócrata”. Porque no te quedaba otra. Sabías que el tronco central de la democracia española, y del Estado social, incluso de la izquierda, era la socialdemocracia que representa el Partido Socialista. Es una constatación, no es una valoración.
La generación nueva, la de Podemos, ya tiene una trayectoria distinta y puede sacar un diagnóstico diferente. Sobre todo porque ya no siente ningún tipo de adscripción, ningún tipo de lealtad. Yo sí me siento en deuda con algunos de mis maestros. Pero entiendo muy bien que alguien como Pablo Iglesias no se sienta en deuda alguna con Antonio Elorza, una persona que ha intentado hundirle la vida todo lo que ha podido, directísimamente. Elorza sería quizá el peor representante de todo ese mundo. Tiene un juego de discurso terrorífico entre lo peor de UPyD y lo peor de la tradición de Izquierda Unida y lo peor del autoritarismo del pequeño autócrata intelectual. ¡Aunque luego es un tipo lúcido, cuidado!
Claro, el problema no es precisamente que no sean inteligentes.
No. Es un problema de virtud. Por su culpa básicamente no hemos sido capaces, en España, de discriminar entre un intelectual bueno y un intelectual útil. Y cuando digo útil no me refiero a la tradición del utilitarismo. Me refiero a alguien que, por su actividad, antepone la virtud cívica a su autobombo. Y si solo fuese autobombo no pasaría nada. El problema es que han caído en un patrón que consiste en que cualquier cosa que a ellos se les ocurra —que es básicamente defensiva, conservadora, crecientemente reaccionaria— siga siendo aquello que refleja lo mejor de la cultura española y lo mejor del futuro del país. Pero en realidad son personas que no tienen ningún tipo de compromiso serio con la renovación de la política en España, o de su sociedad y cultura.
A lo mejor ahora, al haber abierto la derecha una Kulturkampf contra las mayorías de Podemos, se nos abre la oportunidad de redimensionar ese campo entero. Estas personas están señaladas desde hace mucho tiempo. Pero todos les hemos tenido, primero, un respeto reverencial; segundo, un respeto a secas; y tercero, una tolerancia. Después hemos pasado, en efecto, a no soportarlos. Pero no hemos querido nunca dar el paso públicamente. Hasta ahora. ¿Qué ha pasado? Creo que son ellos los que han pasado las líneas rojas. Empiezan a ser agresivos. Apuestan por una especie de venezuelización de la esfera pública. Ahora bien, no estoy diciendo que hay que ir a por ellos. No hay ningún planteamiento jacobino aquí, de salud pública. Lo más probable es que tropiecen consigo mismos. Que, con la edad que tienen, se encuentren con que todo esto es un canto de cisne. El momento en que se les cae su mundo.
El problema va a ser qué viene detrás de ellos. Y allí sí que es importante la batalla. Pero para mí está en otro lugar. Creo que dejan un erial que es peligroso si no se ocupa bien. Con los mediocres no hay ninguna pelea que tener. Puede que tengan el poder, pero la pelea es por la autoridad, y esa no la tienen. El otro día Germán Cano ha escrito un artículo en El País en el que repasa la historia de la izquierda desde la Transición y me he dicho: ese chaval tiene diez años menos que yo, pero aquí empieza a haber un mapa. Me encanta que haya gente más joven y que encima les den una página entera en El País. Hasta los medios tradicionales empiezan a tener que acoger un discurso que no es el que esperaban.
Volviendo al tema de la guerra del 36, me llama la atención que los mismos que se escandalizan por una broma sobre el Holocausto se nieguen a relacionar el franquismo con el régimen nazi, ni mucho menos las víctimas de la dictadura con las del nazismo. En la campaña electoral, Albert Rivera incluso llegó a afirmar, absurdamente, que a los políticos españoles les urgía unirse para luchar contra el terrorismo “del mismo modo que luchamos unidos contra los fascistas”. ¿Cómo explica ese mal encaje —o un encaje a medias y oportunista— de la historia española en la europea? ¿O la tremenda resistencia a considerar la historia española, incluida la Transición y la amnistía de 1977, en el marco de tratados internacionales sobre impunidad, desaparecidos, fosas comunes y derechos humanos?
Creo que es un problema sobre todo biográfico. Me explico. Para la generación que llega al poder con la Transición, revisarla amenaza los parámetros de su propia autobiografía. Les obligaría a asumir que la posición razonada, razonable, moderada que tuvieron en tiempos convulsos —dentro de que andaban en la izquierda, nadie lo duda— hoy los haría aparecer como totalmente conservadores. Eso condiciona su lectura de la historia española. Y a partir de allí se entra en un juego de gente inteligente que se empeña en confundir las cosas. Proponen una historia en la que se generaliza lo que es singular en España, y se singulariza lo que en España es general. Es el mundo al revés.
No podemos contar la guerra y el franquismo desde unos parámetros inventados solo para nosotros. Lo que podemos defender es que, en efecto, la guerra del 36 y la Transición española fueron totalmente sui generis, pero en un sentido político. Lo que no se puede hacer es, a su vez, estudiarlas con una episteme propia que tenga sus propios parámetros autorreferenciales de evaluación e interpretación, o incluso de descripción. Es justo al revés: creo que necesitamos todo el lenguaje de genocidio, del Holocausto, de las masacres de civiles, de los derechos humanos —todo ese paradigma— para llegar a comprender que hay singularidades del caso muy evidentes.
Es más, creo que justo ahora vivimos un momento que nos permite recuperar toda la singularidad epistemológica y política del caso español. Y es que podemos identificar el golpe de Franco como un ejemplo de guerra santa católica en la modernidad. Una yihad. Pero paradójicamente un producto netamente occidental y el único que llega tan tarde, históricamente, y que al mismo tiempo lo hace pronto. Es la única guerra santa que hay en el siglo XX, al menos hasta que termina la Guerra Fría, la única que se puede entender en clave de yihad. Ahora bien, la guerra santa de Franco no es una yihad medievalizante ni tradicionalista. No: es ideología moderna que enlaza pioneramente con las guerras de religión que estamos viviendo desde la caída del Muro de Berlín. En otras palabras, ahora sí que podemos decir que la Guerra Civil española es un caso completamente anómalo y extremo de un tipo de violencia. Y por eso también la Transición es una transición totalmente rara, por fácil.
¿Qué tipo de conocimiento ha permitido estos cambios de paradigma? No me parece que provenga de la historiografía…
Los caminos nuevos que se están abriendo son ajenos al mundo de la historiografía. Y no es casual, dado el estado de la historiografía española. Te lo ilustro con una anécdota. Con la crisis del callejero de Madrid, Peio Riaño, periodista de El Español, ha recabado la opinión de unos cuantos catedráticos de Historia. Lo que sale es un esperpento. Un epígrafe decía: “El criterio, la prudencia”. ¡La prudencia! El Rey Felipe II era “El Prudente”. El único rey de Europa que no tenía un parlamento —es decir, una organización de la representación del reino que le estableciera los límites de sus políticas—, era apodado así por sus consejeros áulicos, casi todos ellos confesores. ¿Por qué? Porque a base de un tipo de consejo moral en clave teológica tú alcanzas la prudencia. Y ahora resulta que el historiador español está planteándose como el gran consejero áulico, confesor, al estilo contrarreformista. Y para un tema cuya solución desde el principio está en otros lugares. Si tú quieres cambiar el callejero, lo que tienes que hacer es escuchar a las asociaciones de la sociedad civil, que saben perfectamente qué señor que da nombre a una calle es prescindible. Y tienen argumentos.
Ese es el problema que tenemos en España: que la historiografía ocupa un lugar, en el estatus de la cultura, particularmente antipolítico. Otros campos académicos que se ocupan de la traumática historia del siglo XX y que trabajan por ejemplo en el tema de las exhumaciones —los antropólogos, los politólogos— no tienen ese problema. Ni los juristas tampoco, porque saben que hay una jurisprudencia internacional de derechos humanos que puede aplicarse. Entonces se entiende que los avances vengan de fuera de la historiografía.
¿La historiografía española es salvable?
Dado el estatus que le han dado al oficio, para lo poco que rinde, lo único que la puede salvar es hacer un casting para la gente que termina la carrera y quiere dedicarse a la investigación. En ese casting se le harían dos simples preguntas. La primera pregunta es ético-moral: ¿Cuál es tu posicionamiento ante tu presente? ¿Qué grado de posicionamiento crítico tienes ante la situación que vives? Y una vez que responda que lo tiene, es decir, que lucha por un distanciamiento respecto del presente, entonces se le pregunta: ¿Estás dispuesto a comprometerte a entender que pensar históricamente es una forma de observar el presente? Lo que quiero decir es lo siguiente: tienes que ser riguroso con que los contextos de ahora no son los del pasado nunca. Justo te vas al pasado para encontrar las diferencias que te permitan contrastar el presente con el pasado. No se trata de poner el pasado al servicio del presente ni tampoco de hacer historicismo.
Si la persona responde bien a esas dos preguntas, bienvenida a la investigación. Porque si no, tienes a un Santos Juliá: es decir, un historiador que no tiene deontología seria, que claramente no revela sus posicionamientos, de quien se sabe de sobra que está con los poderosos, lo ha estado en tiempos del PSOE, lo ha estado después y lo está ahora. Y después tienes el problema de los que siguen pretendiendo subirse encima de su erudición para decirte que “hay que conocer el pasado para explicar el presente”. Cuando no es así. Hay que conocer el pasado porque a lo mejor no explica el presente. Pero permite entender futuros distintos. No se trata de usar el pasado como antecedente de ahora sino al revés: atreverte a no establecer esos vínculos. Pero lo que queda como experiencia de ese conocimiento del pasado, de ese intento de comprensión, es la capacidad de entender el presente de otra manera.
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