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viernes, 16 de agosto de 2013

La Repugnante Impunidad

Con los actuales andares del PP no cabe más que preguntarse como es que los españolitos están dispuestos a aguantar tantos disparates por parte de los españolazos.

Para mayor perspectiva, les traemos este escrito publicado en Gara:


El autor considera «repugnante» la impunidad de la que gozan ciertos políticos para decir lo que les viene en gana sin que nadie les ponga freno, y critica la «desfachatez» que resulta el pedir perdón posteriormente cuando en su fuero interno siguen pensando lo mismo. A juicio de Moreno, que el discurso de la clase política actual discurra entre mentiras, equivocaciones y disculpas es un síntoma del «hecho social total», parafraseando a Marcel Mauss. En este sentido, y tras apostillar que la derecha jamás ha respetado la democracia, se refiere a la degradación ética del PP, especialmente de sus dirigentes, y sostiene que «no nos ha defraudado lo más mínimo».

Víctor Moreno | Escritor y profesor

La impunidad con la que ciertos políticos gozan a la hora de decir enormidades sin que intervenga la legalidad vigente del decoro y del respeto al otro se ha convertido en un espectáculo repugnante. Para colmo, esta ilustre tropa tiene la desfachatez de «pedir disculpas» a posteriori, como si al hacerlo dejaran de pensar del modo en que lo expresan sus enormidades verbales. Pero el fondo de su pensamiento sigue inmutable, más o menos acomodado a las circunstancias.

Formalmente, las disculpas no se piden, sino que se presentan. Al margen de este desliz que les importará un bledo, lo que conviene saber es qué hacemos con estos actos de habla que, como dijera Chomsky, reflejan una «estructura profunda» mental que, en el caso presente, es destilación quintaesenciada de un fondo totalitario al que no se ha renunciado, digan lo que digan estos cínicos demócratas de toda la vida. Que el discurso de la clase política actual discurra entre equivocaciones, mentiras y disculpas, es todo un síntoma general de lo que el antropólogo Mauss llamaba un «hecho social total», donde se interrelacionaban negativamente fenómenos jurídicos, políticos, económicos, éticos, estéticos, etcéteras.

En el caso de la derecha política digamos que, cuando es mayoritaria, se siente tan fuerte que es capaz de convertir la democracia más perfecta en una dictadura. Arrasa con todo. Se parece a ese ejército que destruye ciudades enteras, casas, fábricas, escuelas, hospitales, palacios, bibliotecas, museos y destripa cuerpos de hombres y mujeres, ancianos y niños, y lo llaman paz.

Históricamente, la derecha jamás ha respetado la democracia. Fue siempre antiparlamentaria y negadora de la voluntad popular. Nunca vio con buenos ojos la implantación del sufragio universal. Durante el siglo XX, se esforzó en dinamitar cualquier atisbo democrático cultivando las posiciones más nefastas para la condición humana, las representadas por el nazismo y el fascismo, aquí conocido como franquismo.

La rémora que esta actitud supuso para la implantación institucional de una auténtica democracia ha sido un lastre tan pesado que las más elementales libertades individuales y colectivas jamás se desarrollaron. ¿Cómo llamar, pues, transición democrática a lo que fue un burdo maquillaje verbal? Con la derecha de por medio la democracia es un camelo.

En este contexto, la ola de degradación ética actual del PP, especialmente de sus gerifaltes de bajura, no nos ha defraudado lo más mínimo. Al contrario. Era la que cabía esperar de una organización que nunca renegó de su humus ideológico natural, donde el lenguaje como instrumento de falsificación juega baza tan importante, como ya lo hiciera en el nazismo. Ya observaba Platón que el lenguaje se inventó para ocultar la verdad, y, desde luego, en el caso del PP dicha conjetura es dogma. Es perfectamente comprensible que el propio Rajoy diga que «me equivoqué» con ese Mefistófeles cabrón llamado Bárcenas. Fascinante. Algunos ingenuos se lamentan de que no añadiera «lo siento. No volverá a ocurrir». A lo que bien podríamos replicar: ¿por qué no lo dijo?

Porque sabe mejor que su nadie que volverá a ocurrir y llamará del mismo modo a una cosa que es diferente, que esto es lo que significa etimológicamente «equivocarse». Donde hay corrupción y mentira, él ve insidias, conspiraciones y maquinaciones contra su dignidad. Extraño comportamiento, porque reconocer que mintió no sería ninguna deshonra. El sistema actual es tan corrupto que no puede funcionar sin la existencia de la mentira y de la manipulación.

Bien sabe Rajoy que no se equivocó, sino que mintió, que es bien distinto. Su equivocación es de tal gravedad, de tal compostura inmoral, que cualquiera que cumpliese lo más elemental de una ética de andar por casa, no solo hubiera dimitido, sino que, mucho más radical, se habría hecho el harakiri con el cuchillo de cortar el jamón de jabugo.

El reconocimiento público de su equivocación fue oratoria demagógica, vaniloquio estudiado para contentar al respetable de su partido y a los incautos, pues a estos si algo les pirra es ver al poderoso doblando el espinazo aunque solo sea de modo verbal y sin alcance pragmático.

El ámbito de las equivocaciones que se perpetran es de tal calado estructural que ha llegado la hora de reivindicar un manual que las contemple como objeto penal específico, estableciendo su casuística variada, su gravedad y su alcance delictivo, así como su pertinente castigo.

La ciudadanía no puede permitir que los políticos sigan riéndose una y otra vez de la buena fe del personal y, menos aún, que cuando son descubiertos in fraganti se limiten a pedir perdón y «disculpas», como si lo único que hubiesen hecho fuera romper un jarrón chino de la dinastía Ming.

La mayoría de estas equivocaciones y mentiras quedarían impunes si la ciudadanía «escracheada» hasta el bazo por tanta impostura no se rebelara contra ellas y no exigiera algo más que una banalidad expresiva como la de esa simpleza de «pedir disculpas».

Alguien con poder moral -ubi est?- y personas honradas -ubi sunt?- deberían elaborar un Manual de Equivocaciones Políticas, donde se estableciera claramente su naturaleza, su impacto social y, sobre todo, su castigo inmediato, empezando por la dimisión inmediata de cualquier cargo público aberrante.

Las equivocaciones que perpetran los políticos -muchas de ellas con premeditación, alevosía y nocturnidad aunque no en descampado, sino en un despacho-, acarrean consecuencias tan nefastas para la ciudadanía que se hace perentorio un Código Específico Penal para erradicarlas.

Y no bajar la guardia. Pues, como dice el principio de Peter, siempre hay tiempo para empeorar las cosas, es decir, para equivocarse más y mejor.

Quien piense que, después de la que ha caído, no volveremos a sufrir idéntica pedregada de corrupción es que desconoce la arquitectura deleznable en que se asienta el sistema político actual y los modos tan arteros que tienen ciertos políticos de equivocarse siempre en beneficio propio.






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