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jueves, 22 de agosto de 2013

Placer Ugarte | Iglesia Vasca y Proceso de Paz

Desde Gara traemos a ustedes este interesante texto:


Partiendo del convencimiento de que Euskal Herria vive un momento clave para avanzar decisivamente en la normalización y la paz, Placer se refiere a la «profunda crisis» de la Iglesia vasca, que le impide «ser fiel a su misión en el esfuerzo común hacia la paz», y cree que sus dirigentes no han demostrado su compromiso para avanzar en el proceso de paz.

Félix Placer Ugarte | Teólogo

Desde una observación honesta y objetiva de la actual situación política vasca se constata que nos encontramos en un momento clave para avanzar decisivamente en la normalización y la paz para Euskal Herria. A pesar de los obstáculos gubernamentales y de grupos inmovilistas, se incrementan iniciativas positivas y plurales para que personas y colectivos sean reconocidos y sus justas reivindicaciones razonablemente respondidas en el respeto de todos los derechos humanos individuales y colectivos. Sectores políticos, sociales y populares se implican creativamente en la búsqueda de una situación nueva donde Euskal Herria desarrolle sus múltiples potencialidades como pueblo libre y solidario capaz de superar los difíciles tiempos de un tan doloroso y largo conflicto.

También, muchos miembros de la Iglesia vasca sienten y viven su implicación y compromiso activos en estos momentos cruciales para lograr el avance del proceso de paz política y social, como una apremiante necesidad por exigencias éticas y evangélicas. Porque si esta Iglesia no sirve para contribuir a lograr la paz desde la justicia, para acercarse con actitud samaritana a todas las víctimas, para liberar a los cautivos, anunciar y realizar la buena noticia para los pobres en fidelidad al evangelio de Jesús de Nazaret ¿para qué sirve?

Sin embargo, el conjunto de nuestra Iglesia adolece hoy y aquí de una profunda crisis interna que le impide ser fiel a su misión en ese esfuerzo común hacia la paz. Por varias razones. En primer lugar, la denunciada, desde hace ya tiempo, división estructural de la misma Iglesia vasca en dos provincias -Burgos e Iruñea- es exponente de su ambigua situación. Y, más aún, cuando son razones político-eclesiásticas las que la motivaron y mantienen. Recientemente, rumores mediáticos han hecho mención de una voluntad vaticana de resolución de este contencioso. Sin embargo, esta noticia no parece tener visos de credibilidad, dada la política pastoral aplicada hoy al País Vasco. De todas formas, mientras persista esta anómala situación histórica, la autoridad moral de una Iglesia estructuralmente dividida por intereses políticos estará seriamente debilitada.

Por otra parte, y en segundo lugar, sus actuales dirigentes institucionales -nombrados a instancias y propuestas de la Conferencia Episcopal Española y de su actual presidente- no han dado muestras y signos de un compromiso eficaz para avanzar en el proceso de paz. Sus silencios o genéricas, cuando no sesgadas, declaraciones y, sobre todo, la cerrazón unilateral del obispo de Donostia en su obsesión culpabilizadora de una de las partes del conflicto, contrastan con las posiciones de sus predecesores en Bilbo, Donostia y Gasteiz a favor del diálogo y negociación donde «el logro de la paz verdadera -desde la justicia- sea una victoria de todos y para todos» («Diálogo y negociación para la paz», Carta Pastoral, 1987). Y, desde una clara «definición moral frente a ETA», también exigían a «legisladores, gobernantes, jueces y Fuerzas de Seguridad medios moralmente lícitos y políticamente correctos contra el terrorismo» («Preparar la paz», Carta Pastoral, 2002). Aquellas palabras y conceptos éticos han ido desapareciendo del vocabulario pastoral de la jerarquía vasca actual.

A mi modo de ver, el sector dirigente de la Iglesia vasca se encuentra estancado proféticamente porque ha olvidado lo que el Concilio Vaticano II llamó «signos de los tiempos». Consistían, según aquella histórica Asamblea -cuyos 50 años conmemoramos- en escuchar y «escrutar los interrogantes, esperanzas y aspiraciones de la humanidad y el sesgo dramático que con frecuencia los caracteriza», para interpretarlos y responder a la luz del evangelio con actitudes de «diálogo, de colaboración... para dar testimonio de la verdad y de servicio».

Entre nosotros hoy ante una situación de angustiosa crisis económica, de agravada represión de presos y presas, de inmovilismo gubernamental para un avance significativo en el proceso de paz, la energía y voluntad sociales trabajan y proponen, desde diversas instancias, iniciativas que impulsan vías de solución. La convocatoria por parte del Ayuntamiento donostiarra de la Conferencia de Paz es una de ellas, como lo fue la Declaración de Aiete, y puede serlo la Ponencia para la Paz y de Convivencia, entre otras muchas ¿Acaso no son expresión de los signos de los tiempos que piden a todas las personas y grupos, también a la Iglesia, ayuda, apoyo, compromiso?

Ciertamente el diálogo sobre la paz tiene sentido cuando está basado en la justicia, respeto y supresión de toda violencia, en la consideración de todos los derechos, donde todas las víctimas, sin excepciones, sean reconocidas y reparadas por el daño causado. Y un foro de la paz no puede ser excluyente, sino abierto, flexible, plural y dialogante. Pero ¿acaso no es este el objetivo y talante de esa anunciada Conferencia de Paz convocada para escuchar y reflexionar sobre las experiencias de ciudades que han sufrido graves conflictos y han respondido con un proyecto integrador de paz?

¿Por qué el actual sector jerárquico de la Iglesia ve siempre con ojos de sospecha y desconfianza lo que procede del campo de la izquierda abertzale y favorece otras instancias sin exigirles al menos lo mismo que pone como condición indispensable para que sea una propuesta aceptable? Sabemos que nadie tiene la razón total y la respuesta integral ante las urgentes necesidades de Euskal Herria. Debe ser una búsqueda común, abierta, pluralista, creativa y dialogada. Y la primera que debería dar testimonio de esa actitudes es la Iglesia, como propuso el Concilio citado.

Es indudable que hoy la Iglesia en el País Vasco es plural, aunque todavía haya quienes se empeñen en imponer la uniformidad sumisa. Y dentro de esa pluralidad hay grupos y personas activamente comprometidos con palabras y acciones a favor de la justicia, de la paz, por los derechos de presos y presas, en favor de todas las víctimas, desde la justicia y solidaridad.

Hay también otras sensibilidades y respuestas que deben ser consideradas, respetadas y atendidas. La mutua descalificación no permite avanzar en el anhelado proceso de paz y reconciliación. Por ello, posiciones intransigentes como las que viene mostrando el obispo de Donostia no sirven mas que para satisfacer de manera equivocada a una de las partes. Y hoy se exige una apuesta radical, profética, compasiva para responder de forma samaritana a los sufrimientos de todas las víctimas, para construir conjuntamente un proyecto integrador de paz, para realizar los derechos de las personas y de este pueblo.

Tanto por un lado como por otro es necesario, en consecuencia, un cambio cualitativo de actitudes y acciones en la Iglesia vasca si quiere servir, según el evangelio, a Euskal Herria y responder pastoralmente en este momento decisivo. Un exponente de este nuevo talante, entre otros, lo mostraba el «Curso de Teología para laicos y sacerdotes de Pamplona-Iruña» en una declaración a la que se adhirieron grupos de otras diócesis. Daban su apoyo decidido y colaboración a todos los colectivos sociales y políticos que trabajan con honestidad y sinceridad para lograr un futuro de convivencia, de paz y reconciliación. Y desde su fidelidad a la praxis liberadora de Jesús de Nazaret, deseaban que «nuestra Iglesia en Euskal Herria fomente una auténtica espiritualidad liberadora y ofrezca su sincera colaboración para clarificar la verdad histórica y conseguir el reconocimiento y reparación de todas las víctimas con compromisos eficaces y solidarios a fin de construir la paz desde la justicia».






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