por Iñaki Gil de San Vicente
No seamos hipócritas como lo ha sido el III Congreso Internacional de Víctimas del denominado terrorismo. No todas las vidas valen socialmente lo mismo: un obrero vale menos que un patrón, y una mujer menos que un hombre y una niña subsahariana mucho menos que un niño europeo. A menos dinero, menos derechos. El pobre, y más aún la pobre, tiene menos derechos prácticos que el rico y más deberes insoslayables que éste, además está mal considerada, es despreciada y hasta escupida. La vida de un obrero muerto en el trabajo o de una mujer asesinada en su casa apenas valen los dígitos de la fría estadística oficial mientras que la muerte de un banquero es una tragedia nacional. A más propiedad privada, más derechos, sobre todo los que se ejercitan en oficinas inaccesibles al conocimiento público. También es mentira eso de que todos los votos valen socialmente lo mismo, millones de votos obreros y populares, apenas valen para nada efectivo porque el capitalista tiene el mando diario, el que se aplica segundo a segundo fuera de la tramoya parlamentaria. Y a las diferencias entre el valor de los votos hay que sumarle algo anterior y más grave como son las diferencias en el valor social de las lenguas, de las culturas, de las identidades e historias colectivas entre quienes no somos españoles y quienes sí lo son, de modo que millones de votos de una nación oprimida no valen nada ante el Estado opresor.El valor social de la vida no lo determinan ni los dogmas religiosos ni los éticos oficiales; al revés, estos sólo sirven para mantener la ficción ideológica que le conviene a la clase dominante. Sí tienen más importancia los principios de la política burguesa, pero son las normas económicas capitalistas las que deciden qué seres humanos valen socialmente más que el resto. Su decisión es, además, irrebatible e implacable porque quien no acumula el capital suficiente no acumula el suficiente valor social. Sobre esta dictadura económica se sostiene la valoración social de la vida que realiza la política burguesa y que llega en determinadas circunstancias incluso a tener más importancia puntual y transitoria que las normas económicas. Si la religión y la ética oficiales han corrido siempre en apoyo de la prioridad económica, su fervor se exacerba cuando es la política la que toma el mando, sobre todo cuando pasamos del valor social de la vida al de la muerte y en concreto al de las víctimas de los conflictos violentos. Esto ocurrió durante el franquismo, pero también luego, en la monarquía impuesta bajo la amenaza militar. Uno de los mayores éxitos de los asesinos en serie franquistas fue el de borrar sus crímenes horrendos, bendecidos por la Iglesia católica. Otro de sus éxitos posteriores ha sido, sigue siendo, el de decir que víctimas son sólo aquellas afectadas por la violencia de respuesta aún en pleno franquismo. Pero no lo habrían logrado sin el aporte decisivo de la llamada “izquierda española” que traicionó no sólo a sus muertos, sino también a los vivos y a su propia militancia. Aún hoy el PSOE y el PCE siguen renegando del pasado, ayudando directamente a los reaccionarios y fascistas a monopolizar el concepto de víctima.Además de esto, otro efecto de dicha traición es el de haber impedido el debate crítico y objetivo sobre las distintas víctimas. Del mismo modo que no todas las vidas valen socialmente lo mismo, tampoco lo valen las víctimas. Asumiendo el dolor de todas ellas, hay que reconocer que las hay de primera clase: las que apoyan a la derecha, al neofascismo y al fascismo del PP. Se sienten y afirman ser las únicas víctimas del universo entero y gozan del apoyo incondicional del grueso de la prensa; su ética es la de la ley del talión y su política es la de mantener la dominación española. Luego están las de segunda clase: las que dignamente no quieren ser manipuladas por el PP; dentro de ellas hay sectores que con un loable y sincero esfuerzo están no sólo a favor de un proceso resolutivo sino también dispuestas a reconocer que existen otras víctimas, lo que les honra. Vienen luego las de tercera clase: las víctimas del primer franquismo o incluso de antes, que a duras penas están consiguiendo ser reconocidas, que tenían esperanzas de recuperar algunos restos de sus familiares asesinados y luego desaparecidos, pero ninguna de recuperar sus propiedades robadas. Han sido reprimidas, atemorizadas y silenciadas durante décadas y cuando tras más de sesenta años les hicieron creer que por fin serían reconocidas, de nuevo han sido burladas, toreadas y abandonadas excepto por los contados grupos que trabajan en la recuperación de la memoria histórica. Por último, la cuarta clase existe y sigue creciendo aunque no es reconocida por el poder dominante. Su componente mayoritario ha nacido en Hego Euskal Herria (sur del País Vasco) las hay también de otras naciones oprimidas y de la izquierda española.
Existe un espacio común entre las víctimas de tercera y cuarta categoría, el de familias que llevan generaciones luchando contra la opresión, que tienen familiares asesinados y desaparecidos por el franquismo inicial, si no antes; luego los tienen exiliados, detenidos y torturados en los años de plomo del nacionalcatolicismo franquista, asfixiadas a multas; y desde finales de 1950 hasta ahora con nuevos perseguidos y muertos. Familias así existen y son una impresionante lección de otra ética opuesta a la oficial. Más aún, estas familias están insertas en entornos sociales más amplios que son los que les han apoyado década tras década, entornos que también son víctimas porque han sido golpeadas con infinidad de prohibiciones, desde el euskara y el acceso a la propia historia, hasta los viajes de visita a las cárceles, pasando por la heroína, etc., sufrimientos multiplicados por el colaboracionismo represivo de autonomistas y regionalistas. Quiere esto decir que el concepto de víctima aplicable a la tercera y cuarta clases es y debe ser mucho más incluyente y ramificado que el muy restringido aplicable a la primera y segunda clases. Esta es una de las diferencias cualitativas que les separan. Otra diferencia consiste en que las victimas del franquismo hasta ahora en su abrumadora mayoría pertenecen también a las clases trabajadoras, cuyas vidas tienen menos valor social que las de la burguesía o las de quienes proviniendo de “abajo” han pretendido “ascender” entrando en las fuerzas armadas de la clase dominante. Pero la diferencia básica consiste en que las víctimas del bando oprimido durante generaciones llevan su dolor sin ningún odio revanchista, vengativo y reaccionario, sino además de en silencio y sin protagonismos crematísticos, también buscando una solución democrática que beneficie a toda la sociedad, algo inaceptable para el PP y las víctimas a las que engaña y manipula descaradamente. La hipocresía, el silencio y la mentira nunca ayudan a la resolución de los conflictos, y menos aún en la forma que adquiere el conflicto español en tierras vascas. Al contrario, los enconan y pudren. La defensa sincera y argumentada de lo que se piensa sí ayuda a su resolución, sobre todo cuando se parte del principio de que la verdad es revolucionaria y por tanto éticamente necesaria.
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