Desde las páginas de Naiz traemos a ustedes esta reseña de los andares del obispo de Iruñea durante el levantamiento fascista y posterior dictadura.
Adelante con la lectura:
Marcelino Olaechea: la ambivalencia del obispo de Iruñea ante la represión franquista del 36
Contradictoria y ambivalente. Así fue la actitud del obispo de Iruñea Marcelino Olaechea ante la represión fascista desatada en 1936 en Nafarroa, según se recoge en un informe sobre su figura que ha publicado la UPNA a partir de la documentación que no destruyó el mismo prelado.
Pello GuerraA partir de la documentación que no fue destruida por el propio prelado, la UPNA ha elaborado un informe sobre la actitud del obispo de Iruñea Marcelino Olaechea ante la represión fascista desatada en 1936 en Nafarroa y en el que se concluye que el aspirante a santo fue contradictorio y ambivalente.
El estudio, firmado por el profesor emérito y anterior director del Fondo Documental de la Memoria Histórica en Nafarroa (FDMHN), Emilio Majuelo, ha sido publicado dentro de la serie Memoriapaper(ak) y está disponible “online”.
Con su elaboración, se buscaba «recabar información sobre la actitud de la jerarquía católica ante la represión y completar las fichas de las personas represaliadas en Navarra desde julio de 1936 que figuran en la base de datos del FDMHN de la UPNA».
Para realizar esta investigación sobre Olaechea, se ha intentado consultar la documentación oficial conservada de su pontificado en Iruñea, pero los investigadores se han encontrado con el problema de la destrucción de la parte de su archivo relacionada con la represión en caliente en Nafarroa.
Según se trasladó a los investigadores desde el Archivo Diocesano de Iruñea, en ese lugar no se conserva ningún documento oficial referido al periodo del obispado de Olaechea.
La explicación a esa anomalía es que, antes de partir hacia su nuevo destino en Valencia, «casi toda la documentación que va desde septiembre de 1935 hasta mayo de 1938 fue destruida en 1946 por el propio Marcelino Olaechea, ayudado por su secretario Cornelio Urtasun, en el patio del palacio episcopal pamplonés». Tras revisar «uno por uno todos los papeles», los que decidió el obispo «fueron quemados» con la idea de que «no quedase en su archivo ningún papel que fuera comprometedor para nadie».
Proceso de beatificación
Así que, tras ese expurgo de su propia mano, solo se conserva la documentación más personal, que se custodia en el Archivo Metropolitano de la catedral de Valencia y cuya consulta ha resultado «engorrosa», a pesar de que ha sido analizada por otros estudiosos para «servir de soporte histórico al proceso de beatificación de Marcelino Olaechea, promovido en el año 2013». Es decir, desde ese año, está en marcha una iniciativa para intentar elevarlo a los altares como santo.
A partir del estudio de estos últimos documentos, con el informe de la UPNA se ha querido «mostrar las pautas de la actitud establecida entre la máxima autoridad eclesiástica católica en Navarra y la actividad represiva llevada a cabo por los insurrectos contra el cosmos asociativo y político republicano».
Olaechea, nacido en Barakaldo en el seno de la humilde familia de un mecánico de Altos Hornos, fue designado obispo de la diócesis de Iruñea el 23 de agosto de 1935 y residió en la capital navarra hasta 1946, cuando fue nombrado arzobispo de Valencia. Ostentó este último cargo hasta su jubilación en 1966 y en esa ciudad falleció en 1972.
Estos son sus datos biográficos más generales, pero ¿cómo era su pensamiento político? Aquí empieza a aflorar ese Olaechea más ambivalente, ya que, según se recoge en el informe, «hubo quien lo consideró un obispo falangista», quien lo tachó de «ser afín al nacionalismo vasco del PNV» e incluso de ser leal al tradicionalismo por «su buen entender con el conde de Rodezno».
Sí que fue defensor de un régimen monárquico en la figura de Juan de Borbón, aunque «colaboró personalmente con el régimen franquista aceptando ocupar un puesto de procurador en las Cortes del régimen desde 1955 hasta 1967».
Así que, siendo «un hombre de formación y pensamiento conservador», Olaechea estuvo «políticamente donde más convenía a su pensamiento y práctica social, lo que muestra su desapego a una identificación partidaria e ideológica exclusiva», según su biógrafo, Alberto Marín Pastrana.
Apoyo a los sublevados de diferentes maneras
Por lo tanto, ante el aplastante éxito de la sublevación en Nafarroa, no dudó en apoyar al régimen franquista de diferentes maneras. A nivel económico, en agosto de 1936 llamó a realizar «una suscripción nacional» para apoyar económicamente a los sublevados y que generó en su diócesis una aportación de 142.000 pesetas. Pero fue más allá, ya que por esas mismas fechas, el obispo de Iruñea hizo entrega de 5.000 pesetas a los fascistas y el 10 de septiembre hizo una tercera aportación de 15.395 pesetas.
Además de ese respaldo económico, Olaechea permitió que las instalaciones del nuevo Seminario conciliar, todavía sin inaugurar, fueran utilizadas por los sublevados como Hospital de sangre.
Y tampoco fue menor el aporte humano de la diócesis a los golpistas. Como se recoge en el informe de Majuelo, «muchos seminaristas y miembros del clero rural marcharon, sin aviso previo a las autoridades eclesiásticas, al frente con los vecinos voluntarios de sus pueblos tras la llamada de la movilización». Ante esa situación, el obispo «en modo alguno actuó para atajar esa decisión», sino que se limitó a intentar poner orden a esa marcha de sacerdotes y religiosos a la guerra.
Pero, según se recoge en el informe, «la mayor aportación de la Iglesia y de Olaechea a los militares y organizaciones insurrectas se dio en el orden ideológico» mediante «la legitimación de la violencia contra el régimen republicano bendecida bajo el manto de una lucha en defensa de la religión y la patria».
Una formulación en la que «Marcelino Olaechea tuvo un protagonismo indudable», ya que fue quien utilizó por primera vez «el término de cruzada para referirse a la guerra civil». En concreto, señaló que «no es una guerra lo que se está librando, es una Cruzada y la Iglesia, mientras pide a Dios la paz y el ahorro de sangre de todos sus hijos -de los que la aman y luchan por defenderla y de los que la ultrajan y quieren su ruina- no puede menos que poner cuanto tiene en favor de sus cruzados».
Especialmente recordado es el uso de ese término por parte de Olaechea en la procesión en honor a Santa María la Real, celebrada en Iruñea el 23 de agosto de 1936 mientras 52 presos republicanos eran fusilados en el corral de Valcardera, en Cadreita, en una de las matanzas más atroces cometidas por requetés y falangistas tras el golpe del 36.
Ese posicionamiento de Olaechea encaja en «la relación cambiante» que mantuvo con los sublevados y que pasó de «una inicial actitud contenida», por ejemplo ausentándose de la misa de campaña celebrada en Iruñea el 25 de julio o defendiendo a religiosos perseguidos, a otra «más colaboracionista», llegando a firmar junto al obispo de Gasteiz una declaración contra el PNV por «colaborar con el comunismo».
Sin embargo, pocos meses después, su ambivalencia volvía a hacerse presente en una disertación que realizó el 15 de noviembre de 1936. En un discurso pronunciado en la parroquia de San Agustín ante 300 mujeres que tomaban la insignia de la Acción Católica, exclamó varias veces «¡No más sangre, no más sangre!».
Aunque en su intervención, consideraba como aceptable la «decretada por los Tribunales de Justicia, serena, largamente pensada, escrupulosamente discutida, clara, sin dudas, que jamás será amarga fuente de remordimientos». Y que fue la mínima, ya que «el 98,6% de los asesinados carecieron incluso del formalismo jurídico de la justicia militar insurgente al ser asesinatos ‘extrajudiciales’».
Esta alocución se ha convertido «en la piedra angular con la que se ha reconstruido la actividad e imagen de Olaechea en la historiografía» para elogiar su postura reticente ante la represión de los sublevados.
Un «sonoro silencio»
Pero en el informe se recuerda que «fusilamientos y asesinatos se venían produciendo a diario en Navarra desde el mismo 18 de julio» y hasta ese día de noviembre, Olaechea no había hecho «una referencia a la represión generalizada desde el minuto uno que se produjo». Es más, «las víctimas mortales producidas desde el verano hasta finales de 1936 (2.255) supusieron casi el 93,8% del total de las producidas durante todo el periodo bélico». Y, sin embargo, durante todo ese tiempo, «Olaechea guardó un sonoro silencio ante lo que presenció».
De hecho, Cornelio Urtasun, uno de sus secretarios en Iruñea, reconoció a Majuelo en 1996 que las «hileras de personas que tras el golpe de Estado y el comienzo de la guerra civil acudían al palacio episcopal fueron impresionantes con la intención de hacer llegar al obispo sus súplicas en favor de sus familiares represaliados».
El propio Olaechea era consciente de esa realidad y justificó su silencio inicial por el temor a que se actuara contra su vida. Incluso llegó a asegurar que «el general Mola me hubiese fusilado y hubiese hecho mucho daño a la diócesis» si hubiera denunciado públicamente la represión.
Majuelo desmonta esa excusa señalando que Mola «no se hubiera atrevido a llevar a cabo esa acción, pues hubiera conllevado perder el inicialmente fundamental apoyo militar y político de la Comunión Tradicionalista y del conservadurismo católico».
En cualquier caso, se pone en valor que el obispo de Iruñea «fue uno de los escasos eclesiásticos que reconoció la represión en el bando sublevado, en contra de la tendencia general en el episcopado español a situarse en el disimulo o la negación». Y su alocución de noviembre fue «un aldabonazo para intentar acabar con las arbitrariedades y las venganzas».
Sin embargo, el impacto de esa pastoral «fuera de los medios religiosos fue nula e incluso entre estos, no tuvo difusión fuera de su diócesis». En consecuencia, «no hubo un apaciguamiento represivo causado por esa declaración del obispo».
Preocupación por los presos de Ezkaba
Dentro de esta nueva actitud de Olaechea, tras la fuga del fuerte de Ezkaba del 22 de mayo de 1938, el obispo de Iruñea se preocupó por la suerte de los presos encerrados en el improvisado penal. En septiembre de ese año, lo visitó de incógnito, comenzó a brindar ayuda a los prisioneros recluidos y puso el foco en ese lugar.
Además, nombró capellán de la instalación al sacerdote José Manuel Pascual, que sirvió para conseguir una mejora de la vida en prisión de los fugados apresados y del resto de reclusos. Es más, «Olaechea tuvo una actividad encomiable para tratar de aliviar las penas judiciales que pesaban sobre algunos de ellos y, en algunos casos particulares, para evitar su fusilamiento».
Pero ese modo de proceder ha servido para ocultar «la falta de sensibilidad hacia la situación lamentable de aquellos que sufrieron prisión en dicho centro penitenciario desde julio de 1936 hasta finales de mayo de 1938, algo que Olaechea comprobaría después tras su visita al penal, queriendo dar la impresión que aquella le era increíblemente desconocida hasta entonces», se recuerda en el estudio.
En este sentido, se destaca que «conservó cuidadosamente todas las solicitudes de ayuda generadas a partir de finales de 1938», pero «destruyó la documentación del primer periodo relacionada con los presos».
Una forma de proceder que encaja con las luces y las sombras que marcan la actuación del ambivalente Marcelino Olaechea ante la represión fascista durante su trascendental época como obispo de Iruñea.
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