Con respecto al efecto Podemos, de devastadoras consecuencias en Euskal Herria, les presentamos esta reflexión de nuestro amigo Iñaki Egaña:
Entre Malzaga y Ermua
Iñaki Egaña
Las elecciones a Cortes del domingo pasado nos dejaron varias sorpresas, quizás avanzadas en las previas, pero, al menos para mí, inesperadas algunas en su desenlace final. Cortes españolas, rodillo del PP en la legislatura que se cerraba, heridas sin cerrar... bla, bla, bla. Un escenario en el que competían todas las fuerzas políticas.
Se puede comentar la influencia de la televisión en la sociedad, la lejanía de Madrid, la tendencia europea a relegar a los partidos clásicos, el poder de los medios en manos de la derecha, la futilidad del pasado cercano, la identificación cada vez más liviana del electorado con una marca, la crisis económica y financiera. Pero eso ya lo sabíamos antes de comenzar la campaña electoral.
Podemos con casi 400.000 votos en Hego Euskal Herria, un partido reciente, sin dirección en la CAV, con apenas infraestructura, con cabezas de lista provinciales desconocidas, se hizo con la victoria. No voy a ser yo quien diseccione sus aciertos, su coyunturalidad o no, sus apoyos sociales, su cercanía a la modernidad, entendida universalmente, sus puntos de referencia. Porque es complicado con tan poca perspectiva.
Me llama la atención, sin embargo, su homogeneidad y hegemonía electoral en el espacio urbano vasco, desde la Margen Izquierda o los barrios periféricos de Bilbo, hasta la muga de Irun o Bera, pasando por Eibar, Arrasate o Laudio, su debilidad en el medio rural. Me llama la atención su victoria en Gasteiz y Donostia, recién desalojado el cacique Maroto, en la guipuzcoana a las puertas de su capitalidad europea. Me llama la atención su pole position en Tafalla, donde unos meses antes EHBildu consiguió la alcaldía rozando la mayoría absoluta y el domingo fue tercera fuerza.
Me llama sobremanera la atención su triunfo en Ermua, donde no hace mucho surgió la implosión del sentimiento anti vasco más rancio, el Espíritu de Ermua, cuando las llamadas víctimas del terrorismo se convirtieron en actores de la política vasca y española, marcando una hoja de ruta que llega hasta nuestros días.
Definitivamente, se ha cerrado un ciclo histórico, aunque no tanto en lo policíaco-judicial.
Quiero, en estas líneas, lanzar unas breves reflexiones, al margen de las anteriores, de lo que ha sido el "tortazo sin paliativos", por utilizar la expresión de Sabino Cuadra, recibido por EH Bildu, y en particular por la izquierda abertzale. La pérdida de un tercio de su masa electoral con respecto a Amaiur (traducida en cinco diputados y tres senadores menos).
La izquierda abertzale ha tomado estas elecciones sin la necesaria prioridad que tiene una consulta. Quien compite en las urnas lo hace, lo debería hacer, para lograr la hegemonía electoral. Para ganar. En nuestras sociedades, para bien o para mal, el electoral es un termómetro radical. Sea revolución democrática, sea alternancia, sea alternativa... las urnas mandan. Mayorías y minorías. Podemos enfrascarnos en debates sobre alienaciones, manipulaciones, condicionantes, patronos, esclavos... para llegar siempre al mismo lugar, las consultas.
Eso, o el asalto insurreccional al Palacio de Invierno de una vanguardia concienciada por la presión de las masas proletarias. O la alineación estratégica por provisión de recursos naturales con uno de los actores mundiales que provoque el enfado de otro. Pugna, caos, dirigido o extraviado, apocalipsis social y nuevo punto de partida. No intuyo alguno de los dos escenarios.
La izquierda abertzale acogió las elecciones como tema secundario, con una nuevamente errónea campaña comunicativa. Llegaba arrastrando el lastre del debate abierto, Abian, y enfocó la campaña de puertas adentro, marcando la cohesión como punto de inflexión (ex presos, ex diputados históricos, refugiados en Cuba...) y olvidándose que el receptor de su mensaje no era sólo las capas de su cebolla, sino la sociedad vasca en su conjunto.
Una cuestión que se repite especialmente en los últimos meses, mirando de reojo desde la izquierda abertzale, demasiado desde mi personal punto de vista, a esos excisionistas que están preparando sus maletas para convertirse en nuevo partido, una mezcla anti-natura de resentidos estacionales, tarotistas de la historia, nostálgicos de la Stasi, conspiracionistas compulsivos o revolucionarios a tiempo parcial en facebook. Un proyecto, el que preparan desde el exterior, que será fruta de temporada o, en otro caso, referencia de autocomplacencia.
Esa inercia que ha existido desde 2009, más o menos visible, ha desviado el foco. Porque el debate de verdad está en el seno de la izquierda abertzale. Sobre una nueva hoja de ruta tras la frustración de la de Aiete y sobre la aplicación o no de las líneas marcadas por Zutik EH. El debate con mayúsculas.
Esa inercia, guardar la casa del padre que relataba Gabriel Aresti, nos ha retrocedido, ya bien entrado el siglo XXI, a los tiempos de Herri Batasuna. Cuando Monzón nos contaba la metáfora de la autopista compartida hasta Malzaga. Y así, EHBildu ha recuperado los votos de Herri Batasuna, cerca de 220.000, su núcleo histórico. Fracaso después del cambio estratégico a las puertas de llenar de contenido ideológico, humano y social del que debería ser el Polo Abertzale de Izquierdas.
Se dice que "hay que recuperar la calle" y, en general, se transmite la impresión de que hacen falta manifestaciones, huelgas sectoriales, protestas que inunden los rincones de nuestro país. La estadística nos dice que jamás en las últimas décadas, han habido tantas manifestaciones como en los últimos cinco años. El acento, la discusión, se podría poner en el número, en las complicidades, en las transversalidades.
Sin embargo, entiendo que ese concepto, el de "la calle", tiene que ver con la implicación de las y los militantes de la izquierda abertzale con la sociedad vasca, a la que siempre han pertenecido, una sociedad radicalmente diferente, en muchos de sus sectores, a la que podamos asentar en nuestro imaginario colectivo. La calle es contaminar y contaminarse. Sin arrogancia, porque no somos más ni menos iluminados que el resto. Aunque pueda parecer poco vanguardista, creo que es el verdadero significado del militante revolucionario.
La calle es salir de los guetos, compartir y recibir (lo digo sin ironía aunque parezca un mensaje evangélico), huir del autoconsumo que nos acumula tanta pérdida de perspectiva política y nos lleva, como apuntaba al comienzo de este artículo, a sorprendernos, a sorprenderme, por el resultado de las elecciones del domingo pasado.
La izquierda abertzale, lo digo con humildad aunque sé que la página de este diario me ofrece un altavoz notable, vuelve a caer en la piedra de confundir o mezclar, utilicen el término más conveniente, proceso con proyecto. Y es precisamente el proyecto el que le ha hecho fuerte, nos ha hecho fuertes, el que las y los militantes han llevado en sus genes para llegar hasta donde estamos.
Un proyecto comprometido y solidario que merece, como prioridad, enfocar el futuro. Un proyecto, como lo ha sido en los tiempos de repliegue, animado por un tejido combativo que nos ha hecho excepcionales, por ejemplo, con la Mayoría Sindical Vasca, en los lazos comunitarios, en la contaminación de la sociedad vasca a través de la práctica militante y colectiva de la izquierda abertzale. La praxis de la propuesta es el eje de toda actividad para el cambio. Un futuro que debe ilusionar.
Ha concluido un ciclo, vuelvo a recordar que no en el apartado policíaco-jurídico. Y esa es la interiorización necesaria y urgente. Se ha repetido una y otra vez que es en la confrontación democrática donde el estado es más débil. Que hay que pasar de la etapa de "resistir es vencer a la de convencer es vencer". Que no se queden sólo en palabras de un texto, de un informe, sino en un hilo que se convierta en una gran madeja, aquella campaña innovadora que auguró nuevos éxitos.
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