Les compartimos este texto publicado en Noticias de Navarra:
La editorial Txalaparta ha sido aludida, y sacudida, en estas páginas en la polémica entre Víctor Moreno y Fernando Molina. Rompo gustoso una lanza contra este último, profesor universitario de los que se sienten con pedigrí para meterse con las editoriales vascas que no les publican y que, según él, somos parte de una “lucrativa industria que fabrica productos de memoria para el consumo exclusivo de lectores abertzales”.
Aparte de la envidia insana que rezuma la frase, Molina nos muestra más de lo mismo: los independentistas vascos fabricamos una historia para el presente mientras que la casta universitaria a la que él pertenece son doctores que, sin pasiones espurias, diseccionan nuestro pasado con bisturí de cirujano. Y sin embargo, después de 30 años de editor (y creo coincidir en esto con la mayoría de mis colegas) se aprende que, dejando aparte numerosas y honrosas excepciones, los departamentos de Historia de nuestras universidades rebosan, mucho más que en otras disciplinas, de maleantes, de cronistas oficiales, de vagos que no han desatado un legajo en su vida y de guardaespaldas (algunos muy profesionales, eso sí) del orden establecido. Y que su cometido principal es ocultar todo polvo de antaño que pueda explicar incómodos lodos de hogaño. Por eso anatemizan cuanto no controlan.
La historia viene de atrás. Cuando a los vascos se nos negaba la universidad (¿o ya me lo estoy inventando?), los cronistas oficiales de España eran los únicos reconocidos para contar la Historia: Correa, Nebrija o Mariana fueron los primeros apologistas de la unidad del imperio, del mismo modo que los susodichos lo son hoy día de la unidad de España. Eso sí, siempre so capa de academicismo y erudición. Del Diccionario Geográfico-Histórico de España, el primero en su género, editado en 1802 por la Real Academia de la Historia, solo aparecieron los dos primeros tomos, relativos a los cuatro territorios vascos, con la sola intención de cuestionar los fueros vasconavarros. La manipulación de la Historia al servicio del príncipe es muy anterior al nacimiento de la primera editorial nacionalista.
Por ejemplo, hasta ayer mismo todas las Historias generales del País Vasco, sin excepción, incluían al conjunto de los territorios vascos, o de las “naciones vascas”, que decía Zamacola en 1818. Una de las últimas fue la Historia General del País Vasco, editada en 1981 por Haranburu y dirigida por Caro Baroja. Y esto es así porque el sintagma País Vasco y Navarra no tiene tradición alguna y es rarísimo encontrarlo antes de 1977. Pues bien, ahora aparecen libros como Historia del País Vasco y Navarra en el siglo XX, coordinado por Jose Luis de la Granja, que por mucho catedrático de Historia Contemporánea de la UPV que sea, muestra cómo se puede poner la Historia, desde el título, al servicio de la última ventolera política. Luego dice, con todo desparpajo, que “la Historia se sigue usando en Euskadi como arma política del presente”, (El País, 2-XI-2002) refiriéndose, claro está, a los demás.
Y si un miembro de la Real Academia de la Historia como Olaechea (lesakarra para más inri) escribe que la mayoría de los navarros en el siglo XVIII hablaba vascuence pero que “no se sentían vascos”, ¿habrá que ser catedrático de la UPV para poder decir que eso es una garrulada?
Frente a la servidumbre de esa casta intelectual siempre hubo en el País una historiografía autóctona, patriótica podríamos llamarla. A los pioneros Ohienart y Moret les siguieron luego otros (Zamacola, Xaho, Garat…) hasta llegar a los nacionalistas. ¿Alguien cree que la pasión abertzale desdora la obra del vetusto Campión o del jovencísimo Miguel de Orreaga? Y hablando de editoriales ideologizadas (¿cuál no lo es?) ¿puede negarse el valor de los fondos bibliográficos de editores comprometidos, como López de Lezaun, Herrán, Unzurrunzaga, Aranzadi, Irujo o García Enciso? ¿Qué universidad habría sido capaz de editar la magna Enciclopedia de los Estornés?
Las universidades vascas, capadas por la tijera colonial, han estado de espaldas a la sociedad y a sus demandas sobre el conocimiento del pasado, y por eso se ha visto tantas veces desbordadas por la iniciativa popular. A Jimeno Jurío la casta académica le despreció por investigar los temas candentes de nuestra Historia: Orreaga, conquista, Guerra Civil, estatuto vasco, extensión del euskera… Cruel paradoja, le negaron hasta acceder a la universidad. Los fusilados del 36 todavía estarían ocultos si Altaffaylla hubiera esperado asesoramiento de los señores catedráticos. Pedro Esarte, un carnicero de Baztán enterrado durante años entre legajos, sorprendió a todos con el primer gran libro sobre la conquista de Navarra. Jamás nos hubiéramos enterado de la esencia histórica de Diario de Navarra si Víctor Moreno no lo hubiera divulgado. La falsa polémica sobre la invención de Euskal Herria, su territorialidad o su cartografía histórica hace tiempo que debería haber sido resuelta por una universidad realmente vasca. ¡Hay tantos ejemplos!
Y entrando ya en el relato de las últimas décadas, (la Euskal Memoria, que tanto pavor les produce) hemos visto catedráticos de Historia Contemporánea sostener sin vergüenza que del País Vasco se han tenido que marchar 300.000 personas; falsificar sin pudor cifras de víctimas y ocultar descaradamente la represión de Estado sobre nuestro pueblo. Al final, como ocurrió con la Guerra Civil, la represión franquista, el centenario de la Conquista de Navarra, la destrucción de Donostia, etcétera, serán las iniciativas populares, los investigadores comprometidos (universitarios o no) y las editoriales como las nuestras quienes, al margen de esa casta, divulgarán lo ocurrido en esos años, tan cercanos, tan ocultos.
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