Este escrito ha sido publicado en Gara:
Antonio Álvarez-Solís | periodista
El gobierno enviado por la metrópoli
Cada día que pasa centra un poco más la realidad política que han dejado tras de sí las pasadas elecciones. Álvarez-Solís constata que un eventual acuerdo PSOE-PP es el fruto de un objetivo común: el del imperialismo de Madrid. Y advierte que el resultado de la operación sólo conseguirá frustrar un poco más el acuerdo entre vascos y españoles.
Desde que los socialistas perdieron su alma en la guerra de 1914-18 al participar en aquel monstruoso conflicto imperialista -en el bando francés unos, en el alemán los otros- la degradación ideológica de la socialdemocracia se ha ido profundizando hasta convertir los partidos socialistas en portapalios de los estados reaccionarios. Con ese panorama al fondo es preciso analizar lo que está sucediendo en Euskadi.
El acuerdo entre «socialistas» y «populares» no es una monstruosidad, sino el fruto del papel político de la socialdemocracia. El PSOE es un partido poderoso del imperialismo español, hoy reducido al interior de las fronteras del Estado. Perdidas las últimas colonias americanas, asiáticas y africanas, quedan Catalunya y Euskadi para alimentar dos necesidades españolas: la sed de prestigio que ha angustiado secularmente a España -de ahí el tono heroico de sus manifestaciones, incluso las más irrelevantes- y la necesidad de bienes importantes que la España real nunca ha podido producir. Sin Catalunya y Euskadi España quedaría sumida en un ensimismamiento destructor.
Ante la posibilidad de que Euskadi y Catalunya consigan su liberación nacional, lo natural, dentro de una lógica reducida a la mayor simplicidad, es que los dos grandes partidos españoles se apresuren a unirse en la gobernación de las dos colonias internas. Hoy toca a Euskadi. El Gobierno que pueda formar el Sr. López no será un Gobierno vasco, sino un Gobierno metropolitano instalado en Gasteiz. Su finalidad no será, por tanto, la promoción de la nación vasca sino su explotación en beneficio de la imagen española, que se rompería con la liberación de la colonia, así como desaparecerían diversas regalías materiales. España necesita el espejo vasco o el catalán para verse dignamente.
Por otra parte, la capa social de los poderosos vascos siente una tendencia patológica a vascular sus principales apetencias hacia Madrid. Esto último es el fruto secular de centrar su vida en el marco de la corona española. «Socialistas» y «populares» no deben verse respecto a la periferia como dos partidos diferentes, sino como una fórmula única de dominio. De cualquier forma, como toda intervención colonial, esta colusión política rebotará violentamente en Madrid cuando llegue la hora del enfrentamiento electoral en el seno de España. Asimismo no cabe obviar la sensación de derrota que experimentarán las ingenuas bases socialistas vascas al constatar el compromiso dado a sus votos en Euskadi.
U na de las entretelas más incómodas que quedarán al aire en esta operación será el eterno problema que supone para la inmigración vasca a Euskal Herria su compleja vasquidad. Una señora a la que estimo y que vino a Euskadi hace dos generaciones hablaba hace poco de su permanente sensación de ser una vasca de segunda. Como es deducible sin mayor complicación mental, esta señora ha votado socialista. Precisamente en la exaltación de su voto surgió su reflexión acerca del ser o no ser vasco. Por mi parte traté de reequilibrarla haciéndole ver, al menos lo intenté, que este problema, que es el que también acongoja en la intimidad a no pocos seguidores del Sr. Montilla en Catalunya, no es problema grave si se reflexiona en lo que uno ha dado a su nueva tierra, pero al mismo tiempo en lo que ha recibido de ella, sin plantearse más complicaciones emocionales. La capacidad de extranjería grata o de adopción sincera resuelve el conflicto íntimo, que puede acabar, si no se supera, deteriorando sensiblemente el juicio político y otra suerte de reflexiones.
Recordemos, aunque sea meditación marginal pero sugerida a la vera del problema, la difícil situación en que vinieron a quedar los pieds noirs franceses cuando hubieron de abandonar Argelia dada su belicosidad contra los naturales de la nación argelina al lograr éstos su independencia. Creo que no hay nada más grato que establecer una buena relación esencial entre la tierra que nos recibe y nuestra voluntad de integración en la misma. Contra lo que se afirma, dada la elementalidad con que son redactadas muchas leyes y normas legales, no basta, para la adquisición de la nacionalidad profunda, con la solemne declaración de que «son vascos o catalanes todos los que viven y trabajan en Catalunya o Euskadi». Reuniendo ambas situaciones hay ciertamente una adquisición de ciudadanía, con sus múltiples y valiosos efectos y derechos, pero adquirir la vasquidad o la catalanidad, que es dimensión de etnicidad, como la españolidad por ejemplo, es labor de alguna manera lenta, geológica.
Estamos, pues, en un momento en que la metrópoli ha enviado un gobierno a Euskadi a fin de restablecer el control profundo de la colonia. El terreno electoral fue despejado antes con una serie de medidas de control y con eliminaciones que enturbian la democracia y, sobre todo, deterioran la libertad. Ya sé que hoy la democracia se reduce a una cuestión aritmética de sumar escaños en los parlamentos, aunque esa suma resulte transgénica, pero esto no remedia la herida profunda que produce el que los sufragios no se cuenten de acuerdo con su procedencia y con el auxilio añadido, claro está, de su número. Si el recuento se hace así parece innegable que el nacionalismo vasco ha ganado de largo estas elecciones del año 2009. Más aún, los votos que faltan son votos que adquieren una significación muy especial para saber realmente qué moral mueve al Estado español. Son votos obturados por una violencia de relieve agreste y bélico, ya que se trata de la violencia institucional ejercida mediante leyes, policías y tribunales que los vascos pueden juzgar como elementos de ocupación. Si lo consideran así los vascos, dudo que el criterio colonial con que se mueven los partidos españoles pueda producir bien alguno en Euskadi.
En esta operación de asalto, que las bases «populares» y las «socialistas» se verán obligadas a deglutir como una acre medicina, van a perderse muchos procesos de acercamiento entre vascos y españoles. Más aún, creo que las distintas familias nacionalistas vascas tenderán a considerar como propia para todas la ofensa inferida por la metrópoli. La rusticidad de la operación, que cobra más relieve por la prisa para ocupar la Lehendakaritza los que saben que no les corresponde, prisa absolutamente rapaz, debilita al socialismo e irrita a los nacionalistas. La historia demuestra que las victorias de esta clase son, como decía pomposamente un parlamentario, fogata de virutas y espuma de cerveza. Estas operaciones quirúrgicas, que no crean siquiera héroes entre los despojados del poder, suelen acabar como el rosario de la aurora.
Está claro que el Sr. Zapatero necesita alguna carta de triunfo en su deteriorada baraja, pero la carta de Euskadi, tal como la ha jugado, va a producirle más irritación entre los suyos que daño entre los afectados vascos. Ni siquiera valdrá pregonar que estamos ante el parte final de la guerra antiterrorista. Porque ese parte, que recuerda al que firmó Franco tras su agresión a la libertad y a la democracia, suele crear en los triunfadores una sensación de haber cometido un exceso inmoral y un afán radical de reconquista en los derrotados.
En política no siempre es acertado el empleo de la cirugía. De usar tales métodos hay que habilitar herramientas permanentes y dolorosas de represión para mantener su resultado y Euskadi está ya muy endurecida en esa suerte de historia. Incluso los políticos manejados por Madrid en Euskadi pueden verse envueltos en una dinámica que empuje a los vascos por caminos que, razonablemente, nadie desea. Ya veremos como salen los Sres. López y Basagoiti de esta sauna a la que ya empieza a escapársele el vapor.
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