Este escrito solidario para con el pueblo palestino en Gaza ha sido publicado en Rebelión:
Gaza me rompe el alma
Iñaki Egaña
Asistí hace unos días a una manifestación en solidaridad con el pueblo palestino y percibí, quizás con retraso, uno de los muchos y profundos cambios que se han producido en nuestra sociedad. Al frente de la protesta un numeroso grupo de árabes, supongo que de diversa procedencia, gritaba consignas cuyo significado ignoraba por completo.
La parafernalia la conocía de imágenes que, hasta entonces, había percibido lejanas. La iconografía, en cambio, era muy cercana. El murmullo y los gritos eran ensordecedores y alteraban mi percepción habitual del silencio, tan pegado a nuestras costumbres. No era para menos. Cientos de muertos exasperan hasta el más templado.
Mi corazón está con Palestina, sin duda. Me sentí muy cercano de la tragedia, con el alma partida. ¿Quién puede soportar el peso de la muerte de un niño sin sentir el desasosiego de la responsabilidad? Rescaté, como en cierta ocasión, el relato del bombardeo de Otxandio en 1936, cuando un avión fascista dejó caer varias bombas sobre la plaza del pueblo. La narración del médico José Antonio Maurolagoitia era estremecedora: “Desgajados miembros humanos, vísceras palpitantes y cabezas seccionadas de sus cuerpos por la metralla y aún gesticulantes esparcidas por el suelo”.
El primer bombardeo de la historia en suelo vasco, el de Otxandio, tuvo un impacto extraordinario, tanto o más probablemente que los que sufre Gaza diariamente. Entonces murieron cerca de un centenar de personas, la mitad niños, entre ellos cinco de una misma familia, los Garcés: Pedro, Teodoro, Juan Manuel, Mertxe y José Mari ¿Quién puede negar el llanto a una madre ante su hijo muerto? Las semillas del odio germinan en estos escenarios. No puedo menos que sumarme a esos sentimientos y percibir la enorme repugnancia que me sugiere el Estado de Israel, sus instituciones, sus argumentos, su religión. Su racismo elevado a categoría divina. Su fundamentalismo. Sus armas de última generación. Todo. Es un sentimiento de rechazo, acumulado por años de fechorías.
La manifestación de solidaridad con el pueblo palestino, sin embargo, me demostró cuán lejano estaba de los árabes que llevaron el peso de la protesta. No son los míos. Por cultura, pero también por otras razones. Me une el sufrimiento, la defensa de la pluralidad, la reivindicación de la tierra de los antepasados. Poco más. Aunque sea suficiente. No puedo, como hacen otros colegas, compartir más allá que esas cuestiones. Sobran las religiones, por más que busquemos refugio en el abismo galáctico. Sobran las humillaciones de género, sobra la sumisión. Me impacta, en cambio, y no deja de tener cierto sarcasmo el que lo diga desde un ordenador que teclea ideas gracias a mi posición económica primermundista, el objetivo de gran parte de la humanidad, la supervivencia.
Hace unos meses visité uno de los lugares emblemáticos de la monstruosidad humana: Hiroshima. Decenas de miles de muertos en un instante, enemigos sin nombre de una guerra en la que las víctimas, precisamente, estaban catalogadas en el campo de los infames. Japón había luchado al lado de Hitler y Mussolini. Su propósito no era otro que repartirse el mundo. Me sentí acongojado ante la barbarie y no pude contener un estremecimiento frente al reloj parado de la historia, a la hora del infierno. Suspiré aliviado al sentir empatía hacia aquellos miles de niños representados en Sadako Sasaki, convertida en estatua de piedra. Aunque sus padres estuvieran del lado de la tiranía.
Semanas antes de la visita a Hiroshima tuve que desplazarme a París a un encuentro con editores y escritores. Aproveché la ocasión y visité el renovado Centro del Holocausto, ubicado en el Marais. En ese barrio más de 500 niños fueron detenidos por la Policía colaboracionista de Vichy y enviados a Auschwitz. Como en Hiroshima, la memoria abrasa y el recuerdo todavía quema. En la cercanía, creo percibir aún el terror de las hermanas Sarah, Nelly y Denyse Pérez, arrebatadas a sus padres en Baiona antes de ser llevadas, en 1944, a un campo de exterminio para ser gaseadas y pienso si aquellas niñas que jamás fueron adultas hubieran formado también parte del estado de Israel. O quizás de ese espacio vasco que nos niegan con tozudez.
Hoy los niños son otros. Niños que no conozco y cuyos nombres apenas acierto a encontrar a pesar de la velocidad con la que circula la información: Hani Mohammed Ghaben y sus hermanos Bassam y Mohammed, Rajeh Ghassan, Jaber Abdullah, Mohammed Hassan Ghaben, Jibril Abdul Fattah al-Kaseeh... ¿Alguien sabe de ellos, enterrados bajo una tierra que dijeron prometida? Perdieron su casa, sus juegos, sus muñecos, pedieron… ¡qué importa! Perdieron la vida cuando aún no sabían qué los cuentos no existen más que en la imaginación. No puedo menos que hacerme preguntas y preguntas que sé de antemano que no tienen respuesta. Conozco los códigos para intuir de sobra que generalizar es un pecado imperdonable. Pero las sociedades se hacen a sí mismas, bebemos de ellas y compartimos más de lo que imaginamos. Nos decimos vascos, precisamente, por esa sentimiento de grupo, como otros lo comparten con apellidos distintos: congoleños, iraquíes, uruguayos, judíos o palestinos. Aunque no participe con los míos más que en la tierra que nos acoge, aunque no comparta con las victimas más allá que la solidaridad, el odio a su verdugo o el llanto por esos niños que martillean mi conciencia.
Y, por ello, no dejo de sentirme responsable. Responsable por las armas que venden empresarios de mi tierra a los matarifes sionistas, mientras animamos al equipo de casa. Responsable por que mis hijos duerman sin sobresaltos ocho horas al día. Responsable por el color de mi piel. Y por ello, siento que, a pesar de la distancia, de la cultura y de otras cuestiones quizás innombrables, mi lugar está con los palestinos.
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