Este escrito a favor de denunciar lo común que es la práctica de la tortura en estados supuestamente democráticos ha sido publicado en Gara:
Alizia Stürtze
La internacional de la tortura
Ahora que es tan políticamente correcto y mediáticamente tan productivo hablar de los malos tratos contra la mujer como una enfermedad universal relacionada con el machismo, ¿qué tal si damos un paso más y le hincamos el diente al tema de la tortura como peste que tiene contagiadas y envenenadas a las «democracias» de mayor (y menor) pedigrí y a sus ciudadanos? ¿Por qué esos moralizantes programas de gran audiencia radiofónica o televisiva tan adictos a los derechos humanos (y animales) no denuncian sistemáticamente la más que obvia utilización y potenciación de la tortura en sus correspondientes estados, por sus correspondientes policías y con la protección de sus leyes y sus togadas señorías? Con lo que les va el morbo, ¿por qué no nos organizan programas donde las torturadas y los torturados, como mensajeras y mensajeros del horror de estado democrático que son, nos diseccionan con pelos y señales toda la puesta en escena preparatoria (noche, «detención violenta», secuestro, privación sensorial, simulacros de ejecuciones...), todo el desarrollo posterior (golpes, electrodos, bañera, bolsa, violaciones heterosexuales y homosexuales, privación de las necesidades elementales, humillaciones, aislamiento...) y las posteriores secuelas físicas y psicológicas. ¿Si la tortura es objeto de condena universal, por qué se sigue practicando deliberada, organizada y sistemáticamente y, al tiempo que se niega su existencia, diciendo que son falacias interesadas de las víctimas, se consigue dejar bien patente entre la población que se utiliza como medio de represión política? ¿Desde qué perspectiva se puede entender que haya mujeres torturadoras y violadoras de los rehenes detenidos en las dependencias que controlan?
Pierre Duterte, médico francés, director de un centro de cuidados para víctimas de la tortura y que lleva 15 años tratando a pacientes de más de 60 estados y más de 120 nacionalidades, es claro y rotundo en su libro «Terres inhumaines. Un médecin face a la torture»: la tortura no es, como nos quieren hacer creer (o algunos, de modo cómplice, prefieren creer) un exceso lamentable, pero excepcional, provocado, además, por la obstinación viciosa de una serie de criminales cuyas propias acciones les han excluido ya de la sociedad; es decir, de tener «derechos» en cuanto que «no humanos». La tortura es un arma militar y política habitual, que se ha ido «refinando» y extendiendo con total descaro en el mundo, en este siglo XXI de los derechos humanos, a medida que la ley del dinero se ha ido imponiendo con una violencia cada vez más brutal. No importa que históricamente haya ido ligada a la tiranía, a las dictaduras, a la arbitrariedad. No importa que los gobiernos y sus medios la tengan que negar una y otra vez con increíbles mentiras, y que pueda llegar a suponer, como le ocurrió a la democrática Francia en Argelia, un «gasto» simbólico exorbitante. No importa que los archivos estén repletos de falsas declaraciones de torturados lacerados con heridas visibles e invisibles, ni que los especialistas en inteligencia consideren que la tortura como método de obtener confesiones es proporcionalmente improductiva, ni tampoco que organizaciones como la CIA o el FBI (y otras que en Euskal Herria nos son mucho más cercanas) sepan estadísticamente que parte muy importante de la información que obtienen no procede de las confesiones obtenidas torturando, sino de la conseguida por otras fuentes, que incluyen la colaboración y la corrupción, y cómo no, el gran desarrollo tecnológico y la represión indiscriminada.
Lo cierto es que se practica en al menos 198 países de los cinco continentes. Lo cierto es que, hoy, la tortura está más «mundializada» que nunca, y que podríamos hablar de una «internacional de la tortura» con sus reglas cada vez más eficaces y más sofisticadas que, con métodos parcialmente diferentes según las culturas y las identidades, buscan siempre el dolor, la humillación y, en definitiva, la deshumanización de la víctima. Lo cierto es que hay médicos, psicólogos y psiquiatras que toman parte en su práctica y en su elaboración teórica, como se puede comprobar leyendo el manual de interrogatorios de la CIA, analizando el reciente desarrollo yanqui de «métodos de interrogación sicológicamente estresantes» o examinando las serias dudas que plantean los exámenes médicos realizados por forenses de la Audiencia Nacional bajo la aplicación de la legislación antiterrorista. Lo cierto es que, en el contexto actual, los torturadores y torturadoras, además de saberse impunes, se creen poseedores de la verdad y defensores de la Ley (en mayúsculas), y desvían así su responsabilidad hacia sus víctimas, a las que endorsan su propia culpabilidad. Lo cierto es que, con la excusa de defender el Estado de derecho frente al terrorismo, países como Israel o EEUU. reivindican incluso ya oficialmente su utilización en nombre de la democracia, con lo que pasan a universalizarla en nombre del «realismo» y a impulsarla en nombre de la ley, exactamente igual que legitiman el intervencionismo unilateral, la guerra «preventiva» y genocidios como el palestino en aras de la civilización y el derecho a la defensa. Lo cierto es que, de un modo u otro, les interesa exhibir la tortura al gran público, como demuestran las fotos «robadas» de Guantánamo o Abu Ghraib, y lo que sugieren las numerosas filmaciones de detenciones en Euskal Herria.
Yes que, como explica Duterte, la tortura cumple una función de primer orden en todo estado o situación donde exista lucha y oposición nacional y/o social. Esa función primordial, contrariamente a lo que creemos, no sería hacer hablar (que también), sino, sobre todo, hacer callar; destruir y humillar el espíritu del adversario; instaurar el terror entre quienes rompen las normas establecidas por los sistemas de dominación, para apartarles de la actividad política y deshacer la resistencia y las solidaridades; amordazar conciencias y servir de advertencia a la población; aumentar las divisiones en la sociedad, deshumanizando a ciertos grupos. Y es que toda persona torturada se convierte, involuntariamente, en publicidad viviente de lo que le puede a uno ocurrir si se opone al sistema.
Sin embargo, como dice Robert Badinter, «la tortura es un crimen siempre, en todas partes y en todas sus formas». La tortura es un crimen contra la humanidad que se encarna en todos y cada uno de los torturados. La tortura es una práctica inmunda y execrable que envilece a todo aquel que sabe de su existencia pero elige mirar para otro lado. La tortura es un castigo atroz que deshonra y animaliza a toda sociedad que la consiente, por mucho que la ideología de la defensa de los derechos humanos sirva curiosamente para «legitimarla», es decir, para tranquilizar conciencias y justificar lo injustificable.
En Euskal Herria es imposible que haya nadie que desconozca que en el Estado español la tortura y los malos tratos se utilizan de modo generalizado contra los independentistas vascos. Todos, absolutamente todos, conocemos casos recientes y últimamente muy abundantes de personas martirizadas y maltratadas, detenidas de madrugada, encapuchadas y empujadas con violencia y con la cabeza baja hacia el coche policial, ante una sospechosamente amplia presencia de medios que, mientras nos muestran las imágenes, nos hablan de respeto escrupuloso de los derechos y garantías de los detenidos, al tiempo que dan por ciertas las acusaciones policiales. Desgraciadamente, existe un importante sector de «ciudadanos de bien» que prefiere pensar que no le concierne (aunque le incomode o aunque el detenido sea un familiar) o que incluso no lo ve mal (aunque no lo diga en voz alta). Considera quizá suficiente preocuparse por lo que ocurre en Afganistán o en Sudán, o donde desde los medios le digan que el tema de derechos humanos está fatal.
Pues que sepan todas esas personas que, por muy demócratas y civilizadas que se crean, son tan responsables de la universalización y «normalización» de la tortura como lo eran de todos los crímenes ocurridos todos aquellos alemanes, chilenos o argentinos que durante las correspondientes dictaduras no hicieron nada para evitarlos; y como lo son todos esos ciudadanos y medios occidentales que justifican, de una u otra manera, el genocidio palestino a manos de los judíos.
Quien, consciente de su existencia, tan patente en Euskal Herria, no combate ni denuncia la tortura, está colaborando en la persistencia, la impunidad y la creciente extensión de este terrible mal que históricamente han potenciado siempre desde el poder para mantener su hegemonía. Y, cuando digo poder, se sobreentiende que, desde Euskal Herria y en este enero de 2009, no me estoy refiriendo exclusivamente a «Madrid».
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