Esta biografía del escultor vasco Eduardo Txillida nos llega cortesía de el Centro Vasco de San Nicolás en Argentina. Ustedes disculparan que la fuente prefiera el uso castellanizado del apellido de Txillida, es que aún hay mucho trabajo por hacer en lo que se refiere a la diáspora y la incapacidad de algunos de sus miembros de entender que los vascos no somos ni españoles ni franceses y que por lo mismo no debemos aceptar tan alegremente la castellanización de nuestros nombres.
Bueno, ya con esta advertencia, aquí les va la biografía:
Eduardo Chillida Juantegui
Escultor vasco nacido en Donostia-San Sebastián el 10 de enero de 1924, autor de numerosas esculturas diseminadas por todo el mundo. Es, junto con Oteiza, la figura artística más descollante del país, uno de los escultores actuales más cotizados a nivel internacional y que más galardones ha coleccionado. Trabaja la madera, la piedra y, en especial, el hierro, metal que domina en su totalidad. Tiene lugar su nacimiento en el seno de una familia tradicionalmente dotada de sensibilidad artística en la que destaca su hermano menor, Gonzalo. A los 18 años marcha a Madrid a estudiar arquitectura, carrera que no llega a acabar. Como su hermano ya lo hiciera, comienza a dibujar, pero se inclina más por el estudio de las formas que por la colorística, por la dinámica interna de las cosas que por la apariencia: Comencé por donde creo que debe de comenzar todo el mundo, por el camino del conocimiento y del dibujo. Pero no me satisfacía el jugar con las apariencias. Para mí, las "apariencias" son los hombres, las nubes, las casas, los árboles; lo que algunos críticos llamarían "realidad". Y, por el contrario, para mí, "realidad" es lo que hace surgir todo eso. Un árbol no es hoy igual que mañana, o una ola, o una mariposa. En lugar de interesarme por las apariencias externas, me intereso por el proceso interior de las cosas, por las fuerzas que les hacen tener formas; no por los resultados aparentes. Yo me considero un artista realista; en ese sentido, preocupado con la dinámica interna de las cosas. Mi fin no es hacer formas bellas. Es lógico que un árbol sea hermoso, pero no está hecho para ser hermoso. Lo que mis esculturas tienen de bello y decorativo es una consecuencia lógica de ese intento mío de poner en hierro o en madera esta dinámica interna de la naturaleza, que hace que las cosas existan y sean bellas. Estas ideas mías sobre la naturaleza no son nuevas. Todas las religiones ponen la realidad fuera de lo que aparece: hay una fuerza, alguien, Dios, que hace que las cosas sean. Entre la apariencia y esa Realidad Suprema está esta otra realidad, diríamos biológica de las cosas.
A los 24 años (1948) se establece en París. Durante los tres años de esta estancia participa en dos exposiciones: Salón de Mayo (1949), con un Sorbalda (Torso) y Galería Maeght (1950). Sobresalen en esta época juvenil sus figurativos Giza sorbalda y Emakume sorbalda. Al abandonar París (1951) y radicar en Hernani, Gipuzkoa, se halla ya enfilado hacia la representación abstracta de las cosas. Comienza a elaborar sus primeras representaciones esenciales: Illarriak, Barrendik, Gutizitsu, Iru, Aize Orrazia, Ozka Irtena, Inguruan biribil... Se le encomiendan las cuatro puertas de hierro del nuevo Santuario de Arantzazu. En 1954, a los 30 años, realiza en Madrid (Galería Clan) su primera e incomprendida exposición individual y en abril de este mismo año, siendo prácticamente un desconocido, obtiene su reconocimiento internacional al serle concedida la Medalla de Honor de la Trienal de Milán. En 1954 y 1955 produce Chillida las obras tal vez más conocidas de su repertorio: inicia la larga serie de Amets ingudea (Yunque de los sueños) y crea Dardarra (Temblor) en hierro, Utsune soiñudunak (Espacios sonoros) en hierro y piedra, Suaren goraltza (Elogio del Fuego) en hierro, Musika ixilla (Música callada) en hierro, Burra ikara (Temblor de hierro) en hierro, Txoriaren izpiritua (El Espíritu de los pájaros) en hierro, y otros. Expone a continuación en Berna, en el Primer Salón de Escultura Abstracta de París (1955), Esculturas al Aire Libre, de Madrid (1957) y "Sculptures and Drawings from Seven Sculptors", del Museo Salomón Guggenheim, de Nueva York (1958).
La consagración a escala mundial acaece con el Gran Premio de la famosa y vanguardista Bienal de Venecia otorgado a nuestro escultor en 1958. El siguiente le es concedido ese mismo año en USA por la Graham Foundation de Chicago. Entre 1958 y 1959 sus obras conocen diversos museos norteamericanos de Canadá y USA, así como el "Dokumenta, Kassel" alemán y la madrileña Galería Darro. En 1960, año en que recibe el premio Kandinsky, crea una de sus más bellas esculturas en hierro: Mugarri-zurrumurru (Rumor de límites). Espacio y limitación del mismo, creación de huecos inéditos a través de la forma: La escultura existe en función suya. No hablo del espacio que está fuera de la forma, sino del que en ellas crean, que vive en ellas, y que es tanto más activo cuanto más hurtado haya sido. Podría compararlo a la cavidad del aliento que llena y dilata la forma, abre en ella el espacio de la visión, inaccesible y oculto desde el exterior. Para mí no se trata de una entidad abstracta, sino de una realidad tan concreta como la de los volúmenes que lo rodean. Este espacio debe ser tan tangible como la forma que sirve para manifestarlo. Posee cualidades expresivas. Conmueve, quebranta la materia que lo contiene, mide sus proporciones, reparte y ordena sus ritmos. Debe hallar equivalencias y ecos en nosotros, poseer una dimensión que ha de juzgarse espiritual. Exponiendo ininterrumpidamente en París, USA (aquí, junto con Miró y Picasso en el Museo de Houston) y en la Exposición de Arte Actual de San Sebastián, labora el primero de sus Abesti gogorra (Canto recio) en madera, cuyas diversas versiones se hallan en el Museum of Fine Arts de Houston, Col. Lambert de Bruselas y Galería Maeght, de París. Al año siguiente presenta de forma individual 32 de sus producciones en el salón Kunsthalle, de Basilea y expone, junto con la vanguardia escultórica mundial, en Seattle, Italia, Viena, Barcelona y Rhode Island. Chillida, nervioso, lírico, arrebatado -¡qué contraste con su tranquila fisonomía!- se da expléndidamente a conocer durante los años 60 en exposiciones individuales o colectivas a lo largo de todo el mundo. Recibe el Premio Carnegie (1964), el Premio de Escultura Wilheim Lembruck y el Gran Premio Nordheim-Westfalia (1966), de Duisburg y Düsseldorf (Alemania), respectivamente. Crea Utsunearen doiñualdaketa en hierro, hoy en la Tate Gallery de Londres (1963), Utsuren inguru (Alrededor del vacío) en acero, y el recoleto Pakezko Utsune dan landa (La Tierra que es un espacio de Paz), acero (1965). Realiza para el Museo de Houston un trabajo de la serie Abesti Gogorra, de 50 toneladas en granito de Porriño (alabando el conocimiento de los canteros gallegos).
De esta época son los simples y misteriosos Iru Burni, de la Hastings Foundation de Nueva York, a los que nuestro poeta Celaya sitúa dentro del complejo titulado "Karst de Mesa", paquete escultórico de estratos cruzados, de forma elemental y sabia, por sistemas de diaclasas verticales.
"Se constituye así un sistema ortogonal germinalmente labrado según las sedimentadas paciencias de la madre tierra, y según los arquetipos de la conciencia arcaica ligada al hábitat de las cavernas y de las matrices inmemoriales. Laberintos vitales pese a su apariencia abstracta: Recuerdos que se recuerdan sin saber exactamente qué significan, escondrijos maternos que horadan los bloques macizos y sueñan allí con una especie de sistema protector. Cámaras secretas escondidas en el fondo de un laberinto: entradas falsas, sigilos, dobles fondos, tesoros aparentes para engañar a aquellos que quisieran violar la verdad allí escondida: Dédalos y espejos que, al reflejar, escupen hacia fuera a todos los impíos que intentan acercarse al secreto. Porque tenemos que escondernos, inventar defensas, no dejar que nos sorprenda el ojo idiota de la muerte, preservamos -faraones- de no sabemos qué ofensas, dar mil vueltas a la idea o a la serpiente materna que originariamente vivimos, refugiados y encogidos, hasta que un día nos arrojó fuera". Y en 1968 vienen los "Elogios" en alabastro. "¿Qué son estos elogios?", se pregunta Celaya. Y se autorresponde: "No, aunque el título pueda engañar, maquetas reducidas de una posible ciudad del futuro, como algunos, con muy poca visión, según creo, han señalado, sino al revés, si bien se entiende y levantando contra eso algo originario, memoria inmemorial de arcaicos escondrijos y ancestrales refugios. Nada moderno, en el sentido barato de la palabra, sino algo ferozmente primitivo y tan radical como necesariamente humano. Pues como ya dije antes en alguna ocasión: Venimos de algo tan antiguo que sólo por eso parecemos nuevos".
Esto en cuanto al Elogio de la Arquitectura; en cuanto al Elogio de la Luz, se aproxima Celaya de esta forma: "Pero él (Chillida), que tanto ha buscado la luz en la oscuridad, ¿qué hace con un material naturalmente resplandeciente? Buscarle su secreto. No complacerse en su trasparencia superficial, sino al revés, abrir en ella grietas crueles, heridas casi, que son como signos grabados: Runas en cierto modo, proyectos de cavernas no excavadas, y quizá, sobre todo, muestras o muescas del encaje desencajado. Hay algo misterioso en aquello que podía, debía y hasta parecía obligado que encajara, y que de pronto no ajusta. Por esa grieta, por ese mínimo error o ese heterodoxo fallo secretamente calculado, como por lo que rompe la limpia compacidad traslúcida del material alabastrino, entra precisamente el misterio". Le siguen Leku en acero (Col. Maeght, París), Txoko Azke (Articulación Libre) en acero... En la siguiente década Chillida sigue trabajando. En 1970 ilustra un libro de Heidegger sobre el espacio y el arte. Luego trabaja en la forja de Patricio Echeverría de Legazpi, Gipuzkoa, con un equipo de colaboradores (ej. Oiartzuna, "El Eco", de 8,5 toneladas). Una de sus obras monumentales fue rechazada por la alcaldía de Madrid, y otra, uno de sus famosos Aize Orrazia (Peine de los Vientos) -regalo del artista a su ciudad natal-, espera de la inspiración de los ediles donostiarras la designación de algún rincón donde situarlo de forma que peine, por fin, el viento del Cantábrico.
Larga espera que no ha tenido lugar, afortunadamente, con la escultura donada a la iglesia de Santa María de la misma ciudad (1975), segunda muestra artística (solamente...) del artista en Donostia.
Chillida, un vasco universal, es apenas conocido por los vascos. Sin embargo, un conocedor como Volboudt, pone de manifiesto la calidad racial (o sea, vasca) de su andadura.
"Pero -se interroga con razón-, ¿qué es ser vasco?". "Ante todo, reivindicar la pertenencia a una comunidad celosa de lo que la distingue de cualquier otra y cuyos orígenes son lo bastante oscuros e incluso impenetrables para que algunos hayan creído factible atribuirle una antigüedad legendaria, incluso mítica. Arraigado en su suelo y en sus tradiciones, el vasco ha permanecido apegado a sus creencias, a modos de sentir inmemoriales. Todo ello defendido tanto por el rudo temple de su carácter poco dado a entregarse por el sesgo de la ficción literaria, como por complejidades y arcaicas dificultades de su lengua. Profundas afinidades ligan al vasco a la naturaleza, cuyas fuerzas oscuras y poder elemental reverencia.
La del metal, que el primer herrero, Tubalcain, hijo de Lameth, habría introducido 3.000 años antes de nuestra era en los valles meridionales de los Pirineos y que la Ezpatadantza tiene por finalidad propiciar; la del agua que fluye en los estrechos desfiladeros de las montañas; la del viento, ese viento del Sur, "Haize-Hegoa", que reina como dueño y señor del país. A su soplo, las viejas pasiones ancestrales se despiertan y parecen arder; el recuerdo de las antiguas hechicerías fermenta el fondo de los campos. La parte inquieta de una imaginación dominada por lo invisible, atraída por lo exterior por las lejanías que vienen a golpear tempestuosamente las costas del Golfo de Bizkaia, es acometida por ese doble y contradictorio llamamiento.
Chillida debe, acaso, algo de su obra a esas constancias, a esas atávicas constricciones. Su obra extrae de la materia, a la que se mantiene próxima, aparte de su calidad plástica, el mismo sentido que trasciende por el valor del signo su referencia al elemento al cual la forma impone su espíritu. El hierro se transforma en figura de lo invisible, en diapasón de las vibraciones aéreas, en "peine del viento"; la madera es el armazón de las fuerzas compuestas. En el empleo de una y otra, Chillida eleva a la altura de su creación el oficio de los herreros rústicos, de los antiguos maestros de obra, expertos en doctos y elegantes entramados de vigas. Toma de ellos su técnica tradicional, soldadura al fuego, armazón de piezas hecha con rigor, con ajustes de paja y espiga". Y ¿por qué definir a Chillida para siempre? "Yo creo -concluye Celaya- que Chillida va a darnos aún muchas sorpresas". Eduardo Chillida falleció el 19 de agosto de 2002.
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