Les recomendamos la lectura de esta editorial de La Jornada pues en ella se alerta acerca del fortalecimiento del fascismo en todo el orbe, pero, especialmente, en Europa.
De nuestra parte, pensamos que el texto es muy acertado aunque, debemos decirlo, nos parece extraño que se haya dejado fuera a José María Aznar toda vez que sí se incluyó a Tony Blair. Recordemos que mientras el primero ha hecho todo por sofocar con lujo de violencia el independentismo vasco, el segundo ha facilitado el proceso de DDR del ERI, abriendo así la oportunidad a un proceso de paz, reconciliación y convivencia para el Ulster. Y bueno, el tema del acenso de Jean-Marie Le Pen interesa particularmente a los vascos ya que el ascenso del ala más extrema del jacobinismo al poder solo puede traer malas noticias a Iparralde.
Sin decir más, adelante con la lectura:
El viejo vientre inmundo es aún fértil
Bertolt Brecht, refiriéndose al fascismo, decía que el viejo vientre inmundo es aún fértil. El avance en Francia del ex legionario y racista Jean-Marie Le Pen, la presencia del ex nazi Georg Haider en Austria y del fascista italiano Gianfranco Fini en los gobiernos de sus respectivos países; el ascenso del admirador holandés de Ariel Sharon, Pim Fortuyn; la afirmación de Sharon mismo en Israel como expresión de la ultraderecha; el racismo y el apartheid antiárabe, el crecimiento de la ultraderecha en Rusia y en Inglaterra, confirman las palabras del dramaturgo alemán.
Evidentemente, las condiciones actuales no son las mismas del periodo 1920-1930: ni los capitalistas temen la revolución proletaria (los obreros industriales han perdido fuerza numérica y protagonismo político), ni el gran capital opta por la --para él-- costosa (en todos los sentidos) opción dictatorial totalitaria, ni el Estado tiene el consenso popular y la fuerza que tenía entonces en diversos países.
La mundialización se ha encargado de cambiar la relación de fuerzas entre las clases, la sociedad y el aparato estatal, y los sectores capitalistas no optan hoy por el nacionalismo chauvinista, sino por integrarse en la política mundial dirigida por el capital financiero trasnacional.
Es más, fascistas como Fortuyn o Fini o el mismo Le Pen apoyan a Israel y en ese sentido no son antisemitas. Ellos orientan su odio hacia los inmigrantes pobres (árabes, principalmente, que son semitas, pero también turcos, albaneses, serbios, latinoamericanos, africanos, que no lo son). El chauvinismo y el racismo en Estados Unidos, por ejemplo, lo comparten por igual judíos del Partido Demócrata y fundamentalistas cristianos del Republicano, y es igualmente xenófobo.
La mundialización provocó migraciones bíblicas de decenas de millones de personas, que son empujados hacia los mercados de trabajo estadunidense y europeo por el hambre y la esperanza. La clase trabajadora de los países de inmigración se dividió así entre los ciudadanos --diferentes por lengua, color y religión a los recién llegados-- y los carentes de todo derecho, aislados en sus guetos y, por lo tanto, vistos como potencialmente peligrosos e inferiores, incluso por los primeros.
Surgió, pues, la guerra entre los pobres, y el odio a los migrantes remplazó al odio a los judíos en el imaginario de los ignorantes, en el "socialismo de los imbéciles". Este fenómeno tiene sus raíces en la política nacionalista y contraria a los inmigrantes, desarrollada por los seudosocialistas o seudocomunistas (los Felipe González, los Massimo D'Alema, los Tony Blair, que vacunaron contra el nombre mismo del socialismo, debido al desprestigio de los partidos que se decían de izquierda y aplicaban la política neoliberal, que es derechista desde Mitterrand hasta Schroeder), sembrando así la desconfianza en los partidos y en las instituciones (a las que, al mismo tiempo, las decisiones del FMI y de la OMC vaciaban de contenido).
La combinación entre el racismo, el chauvinismo, la xenofobia, el repudio a los partidos y el asco por los "izquierdistas" de la Tercera Vía (que en realidad son neoliberales) creó el caldo de cultivo para la revolución conservadora (el gobierno de hombres de derecha que en todos los países logran apoyo popular, combinando la demagogia y las promesas de cambio). Pero se creó también para la reaparición de la cultura fascista, desprovista sin embargo del folclor (cánticos, camisas, símbolos, etcétera).
Por eso Le Pen, cualquiera que fuere el resultado en estas elecciones presidenciales de hoy domingo, recogerá consenso y diputados reclutando parte del electorado obrero y juvenil del Partido Comunista (que no supo ser alternativa e integró el anterior gobierno) y del electorado socialista (el PS perdió 2.5 millones de votos, que fueron mayoritariamente a la abstención). Aumentará así su ya fuerte presión sobre el ala derecha de los conservadores moderados, que prefiere a Jacques Chirac, pero no desdeña acuerdos regionales con Le Pen.
Este ganó apenas 200 mil votos con relación a las elecciones pasadas, pero aparece hoy como protagonista de la política francesa, incluso porque Estados Unidos quiere debilitar a la Unión Europea y al euro, y el nacionalismo de Le Pen le viene como anillo al dedo. Por eso la movilización democrática -no solamente institucional ni electoral- de la izquierda francesa no sólo es legítima, sino indispensable.
Quizás de esta unión contra el peligro ultraconservador y reaccionario de Le Pen --petainista, poujadista, más que fascista-- salga la futura resurrección de una izquierda democrática.
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