Un blog desde la diáspora y para la diáspora

lunes, 5 de julio de 2021

Gil de San Vicente | Organizarse (II de II)

Desde el portal de Rebelión traemos a ustedes la segunda parte del texto 'Organizarse frente a lo que se avecina' de la autoría de Iñaki Gil de San Vicente.

Adelante con la lectura:


«Toda investigación del proceso de reproducción desemboca en Marx en la lucha de clases. […] en los niveles superiores de la misma la lucha en torno a la distribución del ingreso no es una mera lucha por conquistar mejores condiciones de vida para las clases que intervienen, sino que se trata de una lucha por la propia existencia del mecanismo capitalista. Sólo entonces podemos entender la razón por la cual, en los peldaños más elevados de la acumulación capitalista, toda elevación significativa de los salarios choca con dificultades cada vez mayores y por qué toda lucha económica relevante se transforma en una cuestión que hace a la propia existencia del capitalismo, es decir, podemos comprender por qué se convierte en una cuestión política que atañe al poder».

La lucha de la clase obrera por sus reivindicaciones cotidianas se vincula así con la lucha por el objetivo final. El objetivo final por el que la clase obrera combate, no se trata de una idea introducida “desde el exterior” en el movimiento obrero, cuya concreción es independiente de las luchas del presente, puesto que permanece reservada para un futuro lejano, sino que consiste, tal como lo indica la ley del derrumbe puesta aquí de manifiesto, en el resultado producido por la lucha de clases inmediata de todos los días, y cuya materialización se ve acelerada por esas luchas».

Grossmann publicó estas palabras en 1929, año de la segunda Gran Depresión. Tienen una relación directa con el problema sobre el que debatimos, el de la organización en el presente, como también la tenían las de Engels de 1882 que vimos en la primera entrega. Aunque hay una distancia de casi medio siglo entre las dos, los contextos en los que fueron escritas tenían una identidad clara: era urgente intensificar la lucha de clases para imponer una salida socialista a la crisis. Grossmann insistía poco antes que si se quería entender la dialéctica del derrumbe capitalista había que tener siempre en cuenta los efectos de la lucha de clases: si esta era débil, la burguesía descargaría el desastre sobre las vidas proletarias; si la lucha de clases avanzaba con fuerza, la crisis la pagaría la clase burguesa con la pérdida de su poder.

Fueron decenas de millones de vidas obreras y campesinas, y en especial el sacrificio de la URSS y del pueblo chino, las que impidieron que la facción más reaccionaria de la burguesía mundial –nazi fascismo, militarismo, mikado, etc.–, saliera victoriosa de la crisis de 1929 tras provocar guerras desde al menos 1931 que terminaron oficialmente en 1945. No hubo más muertes porque desde el Octubre de 1917 se aceleró la formación de partidos revolucionarios que, con su disciplina consciente, se prepararon para combatir a muerte con la bestia, debilitando su letalidad. La Internacional Comunista había actualizado la teoría del partido resumida por Engels en 1882 y adaptada por el bolchevismo desde 1902 a la coyuntura zarista. Esta larga experiencia, con sus objetivas limitaciones históricas, alimentaba las ideas de Grossmann en 1929 sobre cómo la guerra imperialista salvaba al capital hasta la siguiente crisis estructural.

Las guerras de liberación antiimperialista anteriores incluso a 1917 habían confirmado que lo esencial de la teoría de la organización era válido también en los pueblos campesinos con muy poco proletariado. Su secreto radicaba en que el núcleo de la teoría no era –no es– otro que el objetivo final del que habla Grossmann, a saber: la toma del poder por el pueblo, la destrucción del Estado del capital y el avance al socialismo. La experiencia positiva y negativa desde 1945 así lo confirma, tal cual ha vuelto a ocurrir desde 2007 con la tercera Gran Depresión y en especial desde el salto cualitativo de la crisis con la pandemia en 2020. Como se aprecia, esta teoría que el reformismo ha dado por muerta desde mitad del siglo XIX, resucita con más fuerza siempre que las crisis del capital dejan al descubierto el antagonismo irreductible entre la propiedad burguesa y la urgente necesidad de instaurar la propiedad socialista.

Pues bien, tanto la necesidad de la organización como de su teoría cobran importancia especial en las naciones oprimidas por una simple razón: la burguesía nacionalmente opresora cree que el o los pueblos que ocupa son propiedad privada suya, parte de sus fuerzas productivas, sujetos explotables carentes de identidad cualitativa diferenciada e integrados en su Estado-nación dominante. Dado que la teoría del partido es parte sustancial e imprescindible de la teoría de la destrucción del poder del Estado opresor y de la construcción del socialismo, por ello y a la fuerza, en las naciones oprimidas esta teoría adquiere la forma de lucha de liberación nacional de clase por la independencia socialista, la única forma histórica posible de derrotar al capital en esos marcos sociohistóricos.

La subsunción de las burguesías de los pueblos oprimidos en los bloques de clases dominantes de los Estados nacionalmente opresores, su dependencia absoluta del capitalismo estatal e internacional dominante, determina objetivamente que la emancipación del proletariado y del pueblo trabajador sea a la fuerza y unitariamente socialista e independentista. Dicho de otro modo, hace que la burguesía de la nación oprimida rechace la independencia porque sabe que ésta únicamente puede ser efectiva bajo un poder obrero que avance en la socialización de las fuerzas productivas. La verdadera independencia es la que devuelve al pueblo obrero las fuerzas productivas expropiadas por la burguesía con el apoyo del Estado ocupante.

Únicamente sectores reducidos de la pequeña burguesía pueden atreverse durante un tiempo a luchar por una aparente «independencia nacional» sometida voluntariamente al dictado del capital trasnacional; pero es tal su posibilismo pragmático, su inseguridad como fracción especialmente miedosa de la clase burguesa en su conjunto, etc., que bien pronto retrocede, reniega, engaña, miente y traiciona al pueblo para justificar la eterna posposición de sus débiles ideales y la aceptación «negociada» de las exigencias de la potencia ocupante. Estos sectores no dudan en abandonar a su suerte a quienes, por honradez y coherencia, no se rinde y continúan la lucha bajo muy duras condiciones represivas, aunque antes hubieran sido compañeras y compañeros de militancia. Sin duda, hay casos muy loables de entrega por su fantasía imposible –la «independencia» pequeño-burguesa–, pero son individuales. El grueso de esta fracción de clase acepta una descentralización administrativa –autonomía– que garantice su tasa de beneficio siempre protegida por fuerzas represivas prestadas por el Estado ocupante, que vigila la descentralización administrativa con sus burocracias especializadas.

Son aplastantes las lecciones históricas al respecto, más desde 2007 y 2020. Las ponencias sobre la teoría de la organización que ofrecimos en el primer artículo reflejaban la dialéctica de lo permanente y lo nuevo en esta cuestión tal y como se podían analizar en medio de los debates de 2011. En la década transcurrida hasta ahora se han agudizado todas las contradicciones y han aparecido otras nuevas que impactan con mayor brutalidad sobre todo en los pueblos nacionalmente oprimidos, y después en los Estados formalmente independientes pero dependientes del imperialismo en todo lo sustancial.

Uno de esos cambios es el formado por el empobrecimiento y ruina de grandes franjas de la pequeña burguesía y de las llamadas «clases medias», que no son sino sectores del proletariado que tuvieron salarios y disciplinas laborales menos malas que el resto de la clase obrera. El debilitamiento inquieta mucho al ya muy blando reformismo post keynesiano pues, por un lado, significa el desinfle del «colchón social» que seguía amortiguando mal que bien los golpes al enclenque «Estado del bienestar» (sic); y por otro lado, refuerza la tendencia al alza del conservadurismo más autoritario, de los neofascismos y racismos, y de irracionalismos varios que siempre crecen al calor de estas tendencias y de las crisis sistémicas favorecidas por la pasividad e incapacidad de las izquierdas integradas. Si a esto le sumamos el empobrecimiento que golpea al proletariado, vemos cómo se van agudizando tensiones sociales objetivas de difícil control si la crisis sistémica se agrava.

Si no disponen de potentes movimientos políticos, sindicales, populares, culturales, de prensa crítica, etc., con una estrategia independentista y un objetivo socialista nítidos, los pueblos oprimidos apenas tienen recursos para superar los efectos disolventes de los cambios en su estructura clasista que acabamos de ver. No pueden fiarse en absoluto del «nacionalismo» de sus burguesías y pequeñas burguesías, tampoco el de las «clases medias», que tiene como una de sus finalidades impedir el avance del independentismo socialista. Cualquier «acuerdo nacional» con concesiones a estos sectores es más una cadena atada a un cepo de plomo que un «acuerdo de progreso», aunque en un inicio pueda redundar en el aumento de votos reformistas. Se dice que su objetivo es evitar que esas franjas giren del soberanismo abstracto a un autonomismo y regionalismo capitalista compatible con el democraticismo falso del Estado ocupante. La licuación del sentimiento nacional interclasista de estos sectores es impulsada por el anterior giro al reformismo pragmático de sectores del independentismo socialista.

Los cambios profundos en la estructura clasista, en la composición interna del pueblo trabajador, generan efectos disolventes del sentimiento nacional que correspondía a la anterior vertebración clasista y perviven por lo menos hasta que el sentimiento nacional básico no se adapte a y se fusione con los nuevos cambios sociales, dando forma nueva a la conciencia nacional de clase en esa onda de lucha ya abierta. De la misma forma que existen fases dentro de continuidad capitalista y de la lucha de clases, también existen en la evolución de la conciencia nacional de clase del proletariado, conciencia que sólo es tal en las luchas autoorganizadas sostenidas en el tiempo, pero apenas lo es, o incluso lo es engañosamente, en los resultados de las elecciones realizadas según las leyes del Estado ocupante, por mucho que sean positivos para el reformismo.

Insistimos en que se trata de un complejo y polifacético proceso de destrucción/creación de la identidad nacional de clase del pueblo trabajador, siempre en movimiento, que no podemos explicar ahora, y que siempre está sometido a las estrategias y tácticas de los Estados ocupantes y del imperialismo. Por ejemplo, el pueblo trabajador vasco, siendo en esencia el mismo, sin embargo, es diferente ahora que el de la fase de lucha de clases sostenida entre mediados de los ’60 y finales de los ’80 del siglo pasado. Intervenir en el interior de este movimiento permanente es decisivo.

Dentro del pueblo trabajador, es la juventud obrera precariza y empobrecida la que padece los duros efectos vitales de los cambios. Peor aún, dado que esta juventud multi explotada malvive ya en una realidad muy diferente a la que existía cuando se formaron intelectualmente las actuales direcciones político-sindicales, se ha abierto un abismo entre los sectores más conscientes de la juventud proletaria y las direcciones adultas. El poder adulto de las direcciones sociopolíticas progresistas actúa como un ancla que hunde el futuro en lo hondo de un presente envejecido e inmóvil como se fue viendo en los intensos cambios que se precipitaron desde 2007, lo que propició una serie de textos críticos sobre qué tenía que hacer la juventud trabajadora frente al poder adulto.

Para la juventud obrera de las naciones oprimidas, para las jóvenes, la tendencia al alza del autoritarismo en sus formas más duras de gran-nacionalismo, machismo y fascismo español, es un peligro tremendo para su futuro porque desplegará su brutalidad contra esa juventud independentista. Pero también hemos de ver otros dos peligros que surgen de dos grandes formas de expresión del nacionalismo español en su generalidad: el que llamado «constitucional» y «democrático», cuya expresión más conocida es el PSOE-UP y otros sectores que ya están a la derecha del eurocomunista, que se va perfilando en el proyecto España 2050 del PSOE y que, por ahora, tiene en Catalunya, Galiza y Vascongadas su primer campo de pruebas; y el gran-nacionalismo de «izquierda».

La importancia de analizar este triple peligro surge no de la sobrestimación del terror fascista para las naciones oprimidas, porque nunca sobrevaloramos al monstruo. Surge, por un lado, de la minusvaloración de la eficacia del reformismo para desnacionalizar y «normalizar» imperceptiblemente a los pueblos no españoles; y, por otro lado, de que la «izquierda» gran-nacionalista niega explícita o implícitamente la existencia de opresión nacional. Sí existen, y lo decimos con admiración, izquierdas internacionalistas consecuentes.

Un ejemplo de la necesidad de analizar en detalle esta trinidad españolista lo vemos en las preguntas para el debate en Pontedeume, que nos ha hecho llegar el colectivo Mocidade Pola Independencia: 1) ¿Que es el fascismo? 2) Historia del fascismo en el estado, su importancia para el proyecto español. 3) Repaso histórico por la respuesta antifascista. Y 4) ¿Cuál es el papel de la juventud? ¿Cuál es el papel de las naciones sin estado? Cada respuesta nos llevará a distintas partes de la trinidad nacionalista- Como hemos recibido estas preguntas después de haber decidido dividir en dos partes la ponencia a debate, vamos a seguir con el plan inicial para, en otro posterior, responder al cuestionario.

Ahora vamos a concluir proponiendo algunas reflexiones sobre cómo combatir los ocho instrumentos del capital y de su Estado a los que se enfrenta la organización revolucionaria.

1. La credulidad social en las promesas burguesas como efecto del fetichismo y de la alienación.

Estamos ante un pilar básico del dominio capitalista en sí, sea en un Estado opresor como en un pueblo oprimido porque el fetichismo y la alienación nacen de la naturaleza misma del proceso productivo capitalista, y con ellas la credulidad social reforzada por la ideología burguesa. Los pueblos oprimidos sufren una doble credulidad: la que nace del capitalismo en sí, y la que nace de la propaganda de «su» burguesía que echa la culpa de la explotación al Estado ocupante para mantener sujeto al proletariado: el mal viene de fuera, le dice al pueblo obrero, y por tanto debemos estar unidos contra el mal exterior. Si seguís mis planes la economía crecerá, los salarios aumentarán, viviréis mejor. Estas promesas refuerzan el fetichismo y la alienación en los sectores que se las creen. De este modo, se fortalece el capitalismo en sí y la burguesía autóctona. La izquierda independentista ha de combatir decididamente en los dos frentes, que son uno: contra el fetichismo y la alienación en cuanto tales, y contra la versión regionalista, autonomista y soberanista en cada pueblo oprimido. Si no lo hace, no tiene futuro. Pero la lucha contra el fetichismo exige una estrategia que vaya más allá del socialismo, una estrategia comunista.

2. La efectividad del machismo, del racismo, del opio religioso, etc., para reforzar al capital con su terror material y simbólico.

El capitalismo desarrolla opresiones que aparentan no tener ninguna relación con la explotación de la fuerza de trabajo para producir beneficio al capital. En realidad, todas son funcionales a la explotación asalariada y a la dictadura del capital. Según cómo sea la historia de la lucha de clases de cada pueblo oprimido «su» burguesía autóctona será más o menos «democrática» no porque así le guste, sino por miedo a la fuerza obrera y popular. La casta intelectual y el reformismo intentan negar la centralidad objetiva de la explotación asalariada sobre el resto de opresiones para dividir al pueblo trabajador y evitar que elabore una estrategia comunista en la que estas opresiones funcionales sean combatidas como partes de la totalidad, única forma de generar la independencia política del proletariado. Sin esta independencia política no hay modelo de nación trabajadora capaz de derrotar al modelo burgués. El partido revolucionario debe mostrar en la práctica que esas opresiones particulares nunca se resolverán cada una en aislado, sino sólo dentro de la totalidad de la lucha estratégica, explicando que sus necesarias tácticas específicas requieren de la visión del conjunto para ser efectivas.

3. La omnipresente manipulación mediática.

Es una obviedad decir que una nación oprimida necesita vitalmente disponer de medios críticos que contrarresten no sólo la manipulación mediática internacional, del Estado y la de la burguesía autóctona, esto es una verdad de Perogrullo. También necesita que la crítica de esos medios propios se vuelque contra la credulidad de su propia clase trabajadora, contra su ideología burguesa, contra la llamada «cultura nacional» creada por «sus» clases dominantes a lo largo de la lucha de clases, «cultura» colaboracionista en última instancia. En esta lucha la recuperación de la lengua propia, de los contenidos progresistas y comunales que aún sobreviven mal que bien en la cultura popular, integrándolos en la estrategia comunista.

4. Los límites de la mera protesta más o menos espontánea sin estrategia política ni sostén teórico.

Si la ausencia de estrategia política en cualquier lucha es la condición básica para su integración en el orden o su derrota, en las naciones oprimidas esta lección histórica cobra decisiva relevancia: el estatalismo político-sindical y la burguesía autóctona hacen lo imposible por incomunicar las movilizaciones entre sí, aislarlas y separarlas de la opresión nacional, o incluso buscando oponerlas a ella. El reformismo autóctono incluso pretende debilitar la esencia política de clase obrera de las resistencias trabajadoras porque choca con su soberanismo interclasista que busca un «acuerdo nacional» con la burguesía autóctona. La organización revolucionaria debe reforzar la esencia política de clase obrera de cualquier lucha e integrarla en la totalidad estratégica.

5. La capacidad burguesa para pudrir esas luchas en el pantano parlamentario.

Aunque la burguesía internacional lleva decenios debilitando las atribuciones de sus parlamentos, y trasladando su antiguo poder efectivo a la burocracia estatal, para y extra estatal, pese a esto refuerza el mito de la «democracia parlamentaria». Lo hace para agilizar el proceso de acumulación lastrado por crecientes dificultades, y también para desorientar las luchas en ese laberinto, e integrar algunas movilizaciones previamente desactivadas. Los flamantes «parlamentos autonómicos» son órganos dependientes camuflados del Estado nacionalmente opresor y aunque, como ha pasado muy contadas veces, la relación de fuerzas sociopolíticas en dos de ellos –Vascongadas y Catalunya– ha logrado consensos mínimos sobre derechos nacionales básicos, siendo así, entonces se ha impuesto la dominación de la burguesía española. La única posibilidad que tiene la izquierda independentista es impulsar un poderos movimiento obrero y popular que, desde el exterior del parlamento, determine y dirija su lucha contra el Estado, siempre bajo la dirección popular y con el objetivo de la pronta creación de un parlamento popular inserto en la democracia socialista que dirige el Estado independiente.

6. La tendencia al reformismo burocrático de los partidos parlamentaristas.

Estamos ante una tendencia objetiva, es decir, que surge y se desarrolla al margen de las ilusiones y creencias de las personas individualmente aisladas. Es una tendencia, o sea, no está impuesta mecánica y obligatoriamente, sino que depende de la compleja lucha de clases, lucha colectiva en la que chocan fuerzas colectivas antagónicas, así como azares imponderables. Pero su naturaleza objetiva está impulsada entre otros factores, sobre todo por la necesidad del capital de disponer de fieles parlamentarios, por la fuerza irracional del fetichismo parlamentarista, y por la aparición de una casta de profesionales del parlamentarismo en las ex izquierdas.

La historia es cruel con la ilusión reformista de que el parlamentarismo es el único y decisivo medio de llegar a la «justicia social». Esa ilusión anula la capacidad crítica de la militancia en el parlamento a pesar de discursos progres de cinco minutos, y facilita su paulatina «normalización»: aceptar la norma. Esta fe tiende a acrecentarse en las naciones oprimidas: con la descentralización administrativa del Estado, miles de militantes de izquierda entraron en las nuevas instituciones diseñadas desde el capital. En un plazo relativamente corto de tiempo, la mayoría de ellos empezaron a mirar con un ojo al sillón y con el otro a las próximas elecciones. Esto no quiere decir que su intervención no beneficiara del algún modo al pueblo, quiere decir que en aquella coyuntura ese beneficio real apenas suponía un peligro para la burguesía. Solamente la existencia exterior al parlamentarismo de una fuerza sociopolítica intransigente en su estrategia, evitó durante varias décadas el giro de ciento ochenta grados al parlamentarismo.

7. La tendencia al pactismo economicista del sindicalismo.

El sindicalismo dominante en el Estado es el sindicalismo del nacionalismo dominante, sostenido por la soga de oro de las subvenciones burguesas que aprieta su cuello y presta los salarios de sus funcionarios. El movimiento con conciencia obrera de las naciones oprimidas lo sabe con certeza porque sufre la permanente presión del nacionalismo sindical español en sus pueblos: la ley española impone las disciplinas de explotación asalariada en la inmensa mayoría del Estado, defiendo constitucionalmente el derecho burgués a la propiedad capitalista de las fuerzas productivas y al control y vigilancia estatal de las relaciones sociales de producción/reproducción. La jerarquía de este sindicalismo es tal que la izquierda no puede acceder a responsabilidades internas para acabar con su pactismo, y menos aún el independentismo socialista de las naciones oprimidas. Toda organización independentista debe tener como objetivo prioritario impulsar un sindicalismo sociopolítico de liberación nacional de clase.

8. La efectividad de las multifacéticas represiones y violencias del Estado y de la «sorda coerción del capital».

«En política no existen más que dos fuerzas decisivas: la fuerza organizada del Estado, su ejército, y la fuerza no organizada, la fuerza elemental, de las masas populares». Esta lacónica frase concentra la historia de la política desde que existe la propiedad privada y el Estado, y la historia de la teoría política y de la organización: la función del partido revolucionario es lograr que la fuerza elemental desorganizada de las masas populares se transforme en fuerza obrera y popular organizada superior a la fuerza militar del Estado burgués. Las represiones y violencias estatales son multifacéticas e interactúan con otras paraestatales y extraestatales, con microviolencias que siempre y al margen de sus autonomías relativas, funcionan según la lógica de la acumulación ampliada del capital y de las contramedidas destinadas a revertir la caída tendencial de la tasa media de ganancia. El Estado impide que el proletariado pueda organizarse para acabar con el capitalismo y con la unidad de España: esta es la tarea decisiva del ejército y de las fuerzas represivas llamadas «autonómicas». En los momentos decisivos, en las crisis de poder, la organización estatal-militar burguesa aplasta al no organizado proletariado. ¿Y qué vamos a decir sobre lo que esta frase enseña a los pueblos trabajadores explotados nacionalmente?

EUSKAL HERRIA, 3 de julio de 2021

 

 

 

°

No hay comentarios.:

Publicar un comentario