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jueves, 21 de noviembre de 2024

Eva Forest y el Macrojuicio 18/98

Volvemos la mirada al delirante macrojuicio 18/98 con este ejercicio de memoria reciente por parte de Naiz, quienes nos comparten este texto de Eva Forest publicado allá en 2005.

Atentos a lo ahí descrito por tan excelsa solidaria:


Artículo de Eva Forest en GARA con motivo del inicio del macrojuicio 18/98

Junto a la crónica del primer día del juicio por el macrosumario 18/98, GARA publicó un extenso artículo de Eva Forest en torno a esta causa judicial, contextualizándolo en la historia reciente de Euskal Herria y el carácter antidemocrático del Estado español y el régimen posfranquista.

Iker Bizkarguenaga

Coincidiendo con la crónica del inicio de la vista oral del macrosumario 18/98, Eva Forest (Barcelona, 6 de abril de 1928 - Hondarribia, 19 de mayo de 2007) publicó en GARA un extenso artículo de opinión en el que, con verbo afilado y mirada precisa, exponía el contexto en el que se iba a desarrollar el juicio y resumía los antecedentes políticos y sociales que le precedían.

«Cuando uno se acerca a observar aspectos concretos de este proceso tan destructivo, descubre la gran inmoralidad desde la que se han llevado a cabo», describía, y apostillaba que «contra la izquierda abertzale, una vez criminalizada como violenta y terrorista, se justifica todo».

Forest se hacía eco de los expertos que advertían de que «durante la instrucción del sumario se han cometido todo tipo de anomalías jurídicas» y que, «siguiendo un cauce normal, no podría conducir a ninguna parte», pero recordaba que «aquí nada es normal, de no ser la anormalidad».

Los 16 meses de andanzas de Ángela Murillo y sus correligionarios le dieron la razón a la añorada escritora y editora catalana.

Este es el contenido de aquel artículo de opinión:

Sería de reír si no fuera de llorar | Eva Forest

Los iraquíes, que son unos sabios de la resistencia, cuando nos describían el comportamiento y las atrocidades que cometían las fuerzas de ocupación, los inspectores, por ejemplo, abriendo a patadas las puertas de los laboratorios, en busca de sustancias para la elaboración de armas de destrucción masiva, o cuando negaban la compra de lápices para las escuelas porque el grafito podía emplearse como «material de guerra», solían hacer el relato en un tono mezcla de ingenuo asombro que traslucía una fina ironía, para terminar siempre con una frase muy expresiva que tiene su equivalente en castellano: «Sería de reír, si no fuera de llorar». De reír, porque no deja de ser cómico-grotesco que se destruya la polvera de una funcionaria del laboratorio argumentando que «esos polvos rosados podrían ser para la fabricación de explosivos»… Y de llorar porque a continuación el que ha dicho esto puede pegarte un tiro.

Este aspecto entre surrealista, kafkiano, grotesco-esperpéntico de algunas situaciones es muy propio de las democracias formales actuales en la medida en que hay un abismo entre lo que predican y lo que realmente hacen, abismo que tienen que estar equilibrando continuamente yendo de lo visible que muestran en el escaparate a lo que ocultan en la trastienda y no se debe mostrar. Con lo cual terminan cometiendo errores garrafales, que les muestran al descubierto.

Todo esto viene a cuento del macrojuicio que ahora se va a celebrar en Madrid. Un juicio en el que están procesadas –en esta primera fase, porque hay otras– 59 personas que, sin beberlo ni comerlo, se han visto implicadas de la manera más irregular y extraña. Dicen los entendidos que durante la instrucción del sumario se han cometido todo tipo de anomalías jurídicas. Y que siguiendo un cauce normal, no podría conducir a ninguna parte. Pero aquí nada es normal, de no ser la anormalidad. Y la experiencia nos dice que lo determinante va a ser la política, y emplear este juicio como mejor convenga en cada momento. Esto tiene también un gran peligro: que todo este teatro conduzca a una aberración final y que la sentencia siente jurisprudencia y que quienes se sientan hoy en el banquillo tengan que cumplir años de cárcel. Cosa muy grave. Un episodio más de los muchos que venimos sufriendo en esta democracia. Un episodio grotesco y trágico a la vez: «sería de reír si no fuera de llorar».

Pero, insisto, no el único. Para entender un poco lo que ocurre aquí habría que remontarse a los años setenta, cuando muere Franco, hace ahora justamente 30 años, y seguir paso a paso ese proceso que se ha llamado transición y poner los momentos ahí, para desmenuzarlos en una meticulosa disección que nos haría comprender, no sólo la estructura de esta democracia que padecemos, sino la estructura de muchas democracias formales que nada tienen que ver con la nueva sociedad a la que aspiramos algunos.

Pero eso escapa a los límites de un artículo y voy a tratar de resumir.

He dicho en más de una ocasión y ahora me reafirmo en ello que Euskal Herria era un gran laboratorio de la democracia europea en donde continuamente se estaban ensayando múltiples, diversos y novísimos métodos de represión no sólo para destruir el gran movimiento popular del propio país sino para exportarlos a otras latitudes. No en vano los primeros asesores que fueron al Iraq ocupado por los soldados de los EEUU eran expertos Guardias Civiles forjados en la escuela de Intxaurrondo.

Es bien sabido, porque durante décadas lo hemos sufrido en nuestra propia carne, que esta compleja represión que se despliega, en apariencia para perseguir al terrorismo, tiene como objetivo eliminar cualquier atisbo de movimiento social, de carácter popular y progresista que pudiera significar una real alternativa a los planes de doma y sometimiento que el neoliberalismo necesita para conseguir sus objetivos. Cuando el presidente de los EEUU, después del 11 de septiembre, lanza su gran campaña contra el «terrorismo» y bajo este pretexto se lanza a perseguir a todos los musulmanes sospechosos de serlo, ya aquí, en Euskal Herria, hacía años que bajo el mismo pretexto estábamos sufriendo la persecución continua y sistemática de la izquierda abertzale: ese gran movimiento popular que abrió tantas esperanzas.

Muerto Franco tenía que cambiar el escaparate en concordancia con la transición. Lo que se ve y se muestra en él está puesto allí para la galería, para ser visto. Y realmente es espectacular. Nadie osará decir que no hubo cambios. La estructura es democrática y se ajusta a las exigencias formales y llama la atención la rapidez con la que esa transformación ocurre. Más de un observador foráneo se queda boquiabierto de la «madurez» de esos políticos. Pero dentro, en la trastienda, sin depuración alguna, no sólo siguen los mismos y sus herederos sino que, adaptados a la imagen que conviene, juegan el doble papel de salir al balcón para el paripé de presentarse como «nosotros los demócratas», para luego descender a las mazmorras y aplicar los electrodos en los testículos del detenido al que están interrogando.

Este doble juego al que lleva la hipocresía, propio de muchas democracias formales, degrada el ambiente y a quienes conviven o malviven en él. Se degrada el lenguaje, se degrada la moral, se degradan los sentimientos, los pensamientos; la humanidad, en suma. Pero volvamos a Euskal Herria.

El hecho de que a la muerte de Franco un sector importante de la población vasca no hubiera aceptado la reforma y siguiera luchando en pro de una ruptura, necesaria e imprescindible para poder iniciar el deseado proceso democrático, sembró la inquietud en quienes deseaban que la transición fuera un paso dulce y sin problemas. Una inquietud que muy pronto, en la medida en que la izquierda abertzale iba creciendo en número y energías, fue despertando miedos mayores en aquellos que no deseaban y hasta temían que se produjeran cambios realmente profundos y revolucionarios.

La izquierda abertzale empezó a configurarse como un gran peligro para el sistema cuando en 1979 alcanza, por la vía pacífica –es importante destacarlo porque en su discurso falseador aparecerá siempre como violenta–, un número elevado de parlamentarios y se sitúa como la segunda fuerza del país. Y es a partir de esta gran sorpresa cuando desde los distintos gobiernos empieza la gran represión, en múltiples y diversas formas, científicamente planificada, para destruir al disidente. La tortura es el gran eje de esta represión, unas veces en forma directa en cuartelillos y comisarías durante la detención, otras de una manera más crónica en cárceles especiales que culminan, en 1987, en la política de dispersión.

La tortura es el gran eje de esta represión. Con ella no se trata tanto de indagar como de producir miedo en la población civil: amedrentar, retraer, disuadir… La tortura encaminada a frenar, a paralizar, a destruir cualquier intento de disidencia. La tortura hasta la muerte si la víctima no claudica. Pero no es sólo la tortura. También la manipulación informativa. Se miente descaradamente, se tergiversan los datos, se silencian otros, «los bulos y las mentiras conviene que sean creíbles», dice uno de los apartados del Plan Zen que trajo el PSOE en 1982.

Cuando uno se acerca a observar aspectos concretos de este proceso tan destructivo, descubre la gran inmoralidad desde la que se han llevado a cabo. Contra la izquierda abertzale, una vez criminalizada como violenta y terrorista, se justifica todo: se cierran periódicos, emisoras de radio, tabernas solidarias, centros culturales… Aparece el siniestro GAL, que asesina a 29 militantes. Y un sinfín de agresiones que van desde la vergonzosa ley especial que ilegaliza un partido hasta los desatinos del Juez Garzón que, como un poseso, interviene obcecado con el propósito de acabar con ETA –a la que imagina artífice de un prodigioso tinglado con múltiples departamentos: el de Finanzas, el de Solidaridad, el de la Lengua…, con múltiples dependencias a su vez que se ramifican por el mundo– y que, a juzgar por la numerosa gente que procesa, domina todo el país y tiene conexiones ilimitadas más allá de sus fronteras.

Cientos de personas son detenidas por formar parte del «entorno» de ETA. Decenas y decenas de otras por ser el «entorno» del entorno de ETA. Otras muchas por ser el entorno del entorno del entorno. Y así hasta llegar a una viejita que vende miel por las casas y que es sospechosa de contribuir con ello al aumento de caudales del departamento de logística encargado de comprar armas. Se diría que estamos en manos de un paranoico furibundo, formando parte de su delirio sistematizado y que está empeñado en demostrar. Pero no hay que caer en esa tentación. Sería caer en la trampa. No es un loco. Es un juez del sistema, con su personalidad muy adecuada al sistema. Y así hay que verlo.

No es nada fácil contar con detalle lo ocurrido en estos años y tampoco es fácil resumirlo en un artículo. Pero habrá que hacerlo algún día: Escribir la historia de cómo se lleva a cabo la destrucción de un proyecto –o de cómo se está intentando, porque la resistencia sigue–, y de en qué medida colaboraron todos los políticos a ello y de cómo hasta nosotros mismos estamos implicados por el hecho de consentirlo.

Pero llegado a este punto prefiero pensar en quienes heroicamente se resisten a la doma en medio de esta democracia podrida, en quienes todavía conservan sus ideales, sus sueños, sus ganas de luchar por ellos y no han perdido la sensibilidad, ni la capacidad crítica, ni la fe en que es posible un mundo mejor en este planeta. Pienso, naturalmente, en nuestros presos, y en quienes les apoyan, y me siento fuerte, muy fuerte y muy orgullosa de formar parte de esta izquierda abertzale que contra vientos y mareas camina con la cabeza muy alta mirando al futuro con esperanza.




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