Se ha cumplido un año de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Normal Rural "Raúl Isidro Burgos" de Ayotzinapa en el estado mexicano de Guerrero. Hace 12 meses que la corrupción del gobierno mexicana provocara las condiciones para que se desatara una de las operaciones represivas más brutales de los últimos años. Esa noche diferentes instituciones armadas del estado mexicano (policía municipal, policía federal, ejército y paramilitares) sometieron a la ciudad de Iguala a una noche de auténtico terror.
El saldo fue espantoso; un futbolista de 14 años, una ama de casa y un conductor de autobus resultaron muertos en la cacería de normalistas decretada por no se sabe quién. Tres normalistas perdieron la vida esa noche, docenas resultaron heridos y uno de ellos, Aldo Gutiérrez Solano, ha estado en coma desde la noche de los fatídicos sucesos. Pero sería en las horas posteriores cuando el pueblo de México se enteraría del peor de los saldos... 43 jóvenes estudiantes estaban en calidad de desaparecidos.
El gobierno de México entonces actuó como acostumbra desde la matanza de copreros en Acapulco allá en 1967, manipulando la verdad, fabricando culpables, hostigando a los familiares de las víctimas.
¿Pero qué es lo que está detrás de todo esto?
¿Por qué actuaron las distintas instituciones armadas con tanta ferocidad?
Este reportaje publicado en la página de Contralinea aclara el panorama:
Iguala: la ruta y la complicidad de la heroína
Los expedientes ministeriales del caso de los 43 normalistas rurales desaparecidos en Iguala ya ha revelado, al menos, la existencia de una organización trasnacional dedicada al trasiego de heroína desde Guerrero hasta distintas ciudades de Estados Unidos. Un operativo permanente de trasiego de drogas y dinero sólo pudo haberse realizado con complicidades que rebasan a las autoridades locales.
José Reveles
En testimonios ministeriales de policías presos por la masacre de Iguala de hace 1 año –seis muertos, 40 heridos, 43 normalistas rurales desaparecidos bajo una lluvia de balas– aparece no solamente el modus operandi del tráfico de drogas en la zona, sino cómo se permitió pasar cargamentos ilícitos la tarde de ese mismo 26 de septiembre, que muy probablemente fueron colocados en clavos de alguno de los tres autobuses que esa noche, accidentalmente, tomaron en préstamo forzado los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero.
¿Cuántos viajes en automóviles, camionetas, autobuses, tractocamiones y demás vehículos de carga desde las ligeras estaquitas hasta los ruidosos torton se requieren para sacar decenas de toneladas de goma de opio de las zonas amapoleras de Guerrero? ¿Cuántos contrabandos hormiga para sacar la heroína ya obtenida en decenas de laboratorios, o cocinas como familiarmente las llaman los traficantes? La heroína guerrerense alimenta a más de la mitad del mercado de los adictos estadunidenses. La droga mexicana invade al país vecino: de eso no hay duda. ¿Y cómo sale desde aquí? El cotidiano tráfico de los opiáceos se concentra en Iguala sin problemas. En los alrededores se han instalado retenes cuya función es encubrir y proteger cargas ilícitas. No tienen otra razón de ser que la cobertura al narco.
En los momentos precisos, en las horas y para los vehículos pactados, simple y convenientemente dejan pasar automotores previamente “aprobados”, que no son revisados por orden de la autoridad. Los policías comisionados en los filtros carreteros deben hacerse de la vista gorda o simplemente ausentarse cuando así lo ordenan sus jefes. Este sistema de falsa vigilancia ha sido la tradicional coladera para el trasiego de drogas, pero con careta de tarea cumplida.
Consulté miles de páginas del expediente sobre la agresión conjunta de autoridades y delincuentes en Iguala y hallé el ADN del tráfico de drogas como pretexto y causa de la desaparición de 43 normalistas, el asesinato de seis personas y de heridas a 40 más.
El 4 de octubre de 2014 rindió su declaración uno de los policías de Iguala con más experiencia. Interrogado por el agente del Ministerio Público Miguel Ángel Cuevas Aparicio, el hombre comenzó a describir este modus operandi consentido 1 día sí y otro también por autoridades de Iguala y los policías encargados de los retenes.
Honorio Antúnez Osorio ya no es un jovencito. Pero lo era cuando causó alta en el 27 Batallón de Infantería en Iguala, adscrito a la 35 Zona Militar en 1984. Después de pertenecer, entre 1991 y 1993, a la Jefatura Regional de Servicio de Materiales de Guerra en la Novena Zona Militar, fue enviado a Ciudad Juárez en funciones similares. Se jubiló y, ya cuarentón, en 2006 ingresó a la Policía Municipal de Iguala.
Hoy tiene 51 años, y a partir de 2012 fue asignado a filtros y puestos de revisión en El Tomatal, El Naranjo y Loma de Coyotes, en las afueras de Iguala.
En septiembre de 2014 se le encomendó ir a Loma de Coyotes a bordo de la patrulla 007, una Ranger de doble cabina, con sus compañeros Alfonso Reyes Pascual, alias Guanchope, y Julio Salgado. Allí, el exmilitar Antúnez escuchó a Reyes Pascual (o Rey Pascual) comunicarse, vía Radio Matra, con otro policía de apellido Vieyra, alias el Taxco, quien le dio instrucciones de que, cuando pasara una camioneta roja de Protección Civil, “los demás elementos nos moviéramos de ahí y que no se revisara ningún vehículo”, porque estaba pasando la camioneta oficial, casi siempre seguida de otros vehículos, autorizados para transportar droga y personas que se iban desde allí al poblado de El Naranjo, que está por la salida a Taxco.
Todas las cargas seguían la misma ruta de la heroína. Por el rumbo está otro filtro que custodiaba usualmente el policía Pánfilo Quintero, alias Pangola, y en algunas ocasiones Rey Pascual, “quien siempre se hace acompañar de su hermano Marco Antonio Pascual, alias la Mula; siempre andaban juntos”. Delante de Fernando Pantoja y Pánfilo Quintero, “en una ocasión, le pregunté a mi B12 Alfonso Reyes Pascual, alias Guanchope, que por qué se le permitía el paso libre a ese vehículo. Que eso me valía madres, me respondió, ya que era ‘del jefe’. Entonces le dije: ‘¿de Valladares?’, situación que le molestó aún más y me gritó: ‘¡Cállate el hocico!’, que no mencionara el nombre del jefe”.
Honorio, el policía exmilitar, cuenta que corroboró estos hechos con su compañero Guadalupe Arriaga, quien, cuando pasaba la camioneta oficial, decía: “Ahí van esos coches de nuevo; vienen a hacer sus chingaderas y luego se van”, refiriéndose a que siempre se entrevistaban, antes de ingresar a Iguala, con Francisco Salgado Valladares, director de la Secretaría de Seguridad Pública, el mismo que la noche del 26 de septiembre ordenó por radio y teléfono parar los autobuses “a como diera lugar”, por instrucciones precisas del A-5, clave con la que se identificaba el entonces alcalde José Luis Abarca Velázquez.
Ese jefe al que urgía impedir que los autobuses salieran de Iguala, Francisco Salgado Valladares, era ni más ni menos el controlador principal del paso de droga y de las cantidades que se manejaban. De ninguna manera iba a permitir que se extraviara un cargamento ya contabilizado por los Guerreros Unidos, ya sumado al activo del cártel. No era posible que, por un error de logística de quienes se encargaron de empaquetar y colocar la droga en el autobús o por la ignorancia de quienes secuestraban el camión, la droga tuviera un futuro incierto, después de pactada y colocada de manera que ninguna revisión oficial pudiera ubicarla, embarcada ya con ruta y destino previstos, ya con mercado y paga asegurados.
Que no le daban dinero por hacerse de la vista gorda, aseguraba Honorio, pero sí lo amenazaban con enviarlo a la policía de Cocula, municipio de Teloloapan, si hablaba del asunto. Que la camioneta tolerada, con permiso de circular con cargas ilícitas que ha mencionado, tiene las siguientes características: es roja, tiene una torreta, luces, un tubo sobre la ceja, que tiene dos luces arriba; la tapa de atrás es blanca, no cuenta con placa en la parte trasera. Que este vehículo lo veía como a 20 metros de distancia, porque “mi B12 (jefe de grupo) Reyes Pascual siempre nos ordenaba alejarnos de allí” cuando pasaba la camioneta.
La mujer policía Verónica Bahena era la encargada de avisar a su pareja sentimental, Héctor Aguilar, alias el Chombo, cuando iba a pasar algún convoy de militares o policías federales. Usaba la clave 67, que quiere decir “alerta”, y también le informaba directamente al jefe Salgado Valladares para que no coincidieran y se toparan los vehículos con droga y los convoyes de vigilancia federal.
Por reportar actividades y movimientos, o por simplemente cerrar la boca, Guerreros Unidos repartía al menos 2 mil pesos mensuales a cada uno de los policías-halcones, por medio de sus jefes, a quienes les tocaba más dinero. Era un sobresueldo, porque los policías continuaban cobrando del erario y fingiendo que cumplían con sus deberes de vigilancia.
Continúa...
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